'El desierto y su semilla'
En primer lugar, El desierto y su semilla (451 Editores,
2007) es una novela, pero a la vez no.
En segundo lugar, El desierto y su semilla no es una
novela, pero a la vez sí.
Y en tercer lugar, El desierto y su semilla es, ante todo,
y sin perdernos en las taxonomías de los géneros, una genuina obra maestra.
Supe de este libro hace
ya buen tiempo, gracias a un post de Rafael Reig. Entonces, comencé a cruzar
más información sobre la publicación. Ante la aparición de cada nuevo dato, mi
interés por devorarla iba convirtiéndose en obsesión. Tenía que leer esta
novela, no-novela, o lo que fuera, a como dé lugar. Para tal fin, me contacté
con todos los libreros e importadores locales. Los resultados fueron nefastos.
No conocían el título de marras, mucho menos a su autor: el argentino Jorge
Baron Biza, que se suicidó en el 2001, a tres años de la publicación de este
libro. Se suicidó en su mejor momento, cuando empezaba a recibir una avalancha
de elogios, tanto de críticos y lectores.
Baron Biza siempre
quiso ser escritor. Anhelaba forjarse una sólida carrera literaria. Pero no. El
autor tenía un gran talento, pero ese talento, ese oscuro nervio narrativo,
solo lo podía poner al servicio de la escritura de El desierto y su semilla. Nada más. Pudo vivir del reconocimiento
que le venía deparando su falsa novela, pero también era consciente de que todo
lo que escribiera después iba a resultar menor, una mera caricatura, una
obligada comparación a esa novela-no-novela en la que lo único de ficción era
el cambio de nombre de sus tres protagonistas.
Por eso Baron Biza se
suicidó. O mejor dicho: esa fue una de las razones que lo llevaron a arrojarse “desde
la duodécima planta de una casa de pisos de la ciudad de Córdova”, como señala
Vila-Matas en la contraportada del libro. Las otras razones, o la razón: su
padre Raúl Baron Biza, figura referente e incómoda de la historia política y
cultural de Argentina durante la primera mitad del siglo XX. Un maldito en todo
el sentido de la palabra. Millonario, escritor de novelas pornográficas,
duelista, conspirador y hueleguiso de los poderes de turno. Un hijo de puta que
legó una estela de desgracia s su mujer Clotilde Sabattini y sus hijos María
Fernanda y Jorge. Ninguno pudo aguantar. Al igual que el esposo y padre, se
suicidaron.
Como dije, aquí lo
único que podríamos calificar de ficción son los nombres: Raúl Baron Biza,
Arón; Clotilde, Eligia; y Jorge, Mario. Raúl y la bellísima Clotilde se conocen
en 1936 y no demoran en sumergirse en un torrente pasional que los lleva a
casarse, sin importar la diferencia de edades, él de treinta y seis, ella de
diecisiete. A partir de ese momento el matrimonio entra en un círculo vicioso
de reyertas, separaciones y reconciliaciones animadas por el fragor sexual. Pero
Clotilde, tras más de un intento durante decenios, decide divorciarse ahora sí,
sacarse de una vez a ese tipejo de su vida. Raúl parece entender, acepta la
situación. Los abogados de ambas partes acuerdan pues una reunión en la que se
explicarían los detalles de la firma de los papeles de divorcio. El lugar acordado:
el departamento de Raúl. Raúl es un hombre de mundo, un gran anfitrión. Y como
tal, no podía ser menos en la reunión. Mientras servía copas de whisky, separa
la destinada a Clotilde. Cuando le alcanza la copa, ella extiende la mano para
recibirla, entonces él arroja el contenido de la misma en su rostro. La copa contiene
ácido, vitriolo, que la quema y la desfigura. Así empieza la novela-no-novela
que transcurre en dos senderos paralelos.
En uno de ellos se nos
cuenta el proceso de reconstrucción del rostro de Eligia. Los médicos
argentinos hacen lo que pueden por detener el desgaste paulatino de su piel, o
lo que queda de esta. Mario es el encargado natural para cuidarla. Se hace uso
del hijo más inútil, pues. Madre e hijo
viajan a Milan, gastan lo poco que queda de la fortuna familiar, pero los
galenos italianos poco pueden hacer, le sugieren a Mario que no deje de velar
por ella, mienten y Mario sabe que ellos mienten, pero les sigue el curso, les
sigue el curso sin más, refugiándose en el alcohol y en las noches en las que
solo puede desear el placer y consuelo del sexo sin conseguirlo. Se
autodestruye y le gusta autodestruirse. En el otro sendero, tenemos la vida de
Arón. La metáfora de la historia política argentina del siglo XX.
He recomendado la
lectura de esta novela-no-novela a muchos amigos y conocidos. Cuando les
comento que ya van cuatro veces que la releo, me dicen que algo anda mal en mí.
A lo mejor sí. No se puede frecuentar y admirar la desgracia, dicen. O sea,
reconocen la maestría narrativa del autor. Eso es indudable. Pero también
reconocen que su lectura resulta incómoda, lo cual es cierto.
Dije incomodidad. Eso
es: vuelvo a estas páginas por incomodidad. Si un texto, sea o no de ficción,
no es capaz de cuestionarte, no sirve de nada. La literatura, la que queda con
nosotros, no es solo aglomeración de lindas palabras canalizadas en un estilo
trabajado. Pensar así, aparte de injustificable ignorancia, es reducir la
esencia de aquello que llamamos literatura.
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