jueves, enero 17, 2013

'El desierto y su semilla'

 
 

En primer lugar, El desierto y su semilla (451 Editores, 2007) es una novela, pero a la vez no.
En segundo lugar, El desierto y su semilla no es una novela, pero a la vez sí.
Y en tercer lugar, El desierto y su semilla es, ante todo, y sin perdernos en las taxonomías de los géneros, una genuina obra maestra.
Supe de este libro hace ya buen tiempo, gracias a un post de Rafael Reig. Entonces, comencé a cruzar más información sobre la publicación. Ante la aparición de cada nuevo dato, mi interés por devorarla iba convirtiéndose en obsesión. Tenía que leer esta novela, no-novela, o lo que fuera, a como dé lugar. Para tal fin, me contacté con todos los libreros e importadores locales. Los resultados fueron nefastos. No conocían el título de marras, mucho menos a su autor: el argentino Jorge Baron Biza, que se suicidó en el 2001, a tres años de la publicación de este libro. Se suicidó en su mejor momento, cuando empezaba a recibir una avalancha de elogios, tanto de críticos y lectores.
Baron Biza siempre quiso ser escritor. Anhelaba forjarse una sólida carrera literaria. Pero no. El autor tenía un gran talento, pero ese talento, ese oscuro nervio narrativo, solo lo podía poner al servicio de la escritura de El desierto y su semilla. Nada más. Pudo vivir del reconocimiento que le venía deparando su falsa novela, pero también era consciente de que todo lo que escribiera después iba a resultar menor, una mera caricatura, una obligada comparación a esa novela-no-novela en la que lo único de ficción era el cambio de nombre de sus tres protagonistas.
Por eso Baron Biza se suicidó. O mejor dicho: esa fue una de las razones que lo llevaron a arrojarse “desde la duodécima planta de una casa de pisos de la ciudad de Córdova”, como señala Vila-Matas en la contraportada del libro. Las otras razones, o la razón: su padre Raúl Baron Biza, figura referente e incómoda de la historia política y cultural de Argentina durante la primera mitad del siglo XX. Un maldito en todo el sentido de la palabra. Millonario, escritor de novelas pornográficas, duelista, conspirador y hueleguiso de los poderes de turno. Un hijo de puta que legó una estela de desgracia s su mujer Clotilde Sabattini y sus hijos María Fernanda y Jorge. Ninguno pudo aguantar. Al igual que el esposo y padre, se suicidaron.
Como dije, aquí lo único que podríamos calificar de ficción son los nombres: Raúl Baron Biza, Arón; Clotilde, Eligia; y Jorge, Mario. Raúl y la bellísima Clotilde se conocen en 1936 y no demoran en sumergirse en un torrente pasional que los lleva a casarse, sin importar la diferencia de edades, él de treinta y seis, ella de diecisiete. A partir de ese momento el matrimonio entra en un círculo vicioso de reyertas, separaciones y reconciliaciones animadas por el fragor sexual. Pero Clotilde, tras más de un intento durante decenios, decide divorciarse ahora sí, sacarse de una vez a ese tipejo de su vida. Raúl parece entender, acepta la situación. Los abogados de ambas partes acuerdan pues una reunión en la que se explicarían los detalles de la firma de los papeles de divorcio. El lugar acordado: el departamento de Raúl. Raúl es un hombre de mundo, un gran anfitrión. Y como tal, no podía ser menos en la reunión. Mientras servía copas de whisky, separa la destinada a Clotilde. Cuando le alcanza la copa, ella extiende la mano para recibirla, entonces él arroja el contenido de la misma en su rostro. La copa contiene ácido, vitriolo, que la quema y la desfigura. Así empieza la novela-no-novela que transcurre en dos senderos paralelos.
En uno de ellos se nos cuenta el proceso de reconstrucción del rostro de Eligia. Los médicos argentinos hacen lo que pueden por detener el desgaste paulatino de su piel, o lo que queda de esta. Mario es el encargado natural para cuidarla. Se hace uso del hijo más inútil, pues.  Madre e hijo viajan a Milan, gastan lo poco que queda de la fortuna familiar, pero los galenos italianos poco pueden hacer, le sugieren a Mario que no deje de velar por ella, mienten y Mario sabe que ellos mienten, pero les sigue el curso, les sigue el curso sin más, refugiándose en el alcohol y en las noches en las que solo puede desear el placer y consuelo del sexo sin conseguirlo. Se autodestruye y le gusta autodestruirse. En el otro sendero, tenemos la vida de Arón. La metáfora de la historia política argentina del siglo XX.
He recomendado la lectura de esta novela-no-novela a muchos amigos y conocidos. Cuando les comento que ya van cuatro veces que la releo, me dicen que algo anda mal en mí. A lo mejor sí. No se puede frecuentar y admirar la desgracia, dicen. O sea, reconocen la maestría narrativa del autor. Eso es indudable. Pero también reconocen que su lectura resulta incómoda, lo cual es cierto.
Dije incomodidad. Eso es: vuelvo a estas páginas por incomodidad. Si un texto, sea o no de ficción, no es capaz de cuestionarte, no sirve de nada. La literatura, la que queda con nosotros, no es solo aglomeración de lindas palabras canalizadas en un estilo trabajado. Pensar así, aparte de injustificable ignorancia, es reducir la esencia de aquello que llamamos literatura.


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