viernes, septiembre 21, 2018

remolino


De los directores que sigo con atención, el canadiense Denis Villeneuve es uno de los que encabeza la lista. Hace poco volví a su segundo largometraje, Maelström de 1999, del que podemos desprender algunos lazos que veremos en el futuro, como en la injustamente subvalorada Enemy, de 2013 y basada en la novela El hombre duplicado José Saramago.
Si tuviéramos que señalar reparos a Maelström, estos no pasarían de la dimensión caprichosa. La película es protagonizada por una joven Marie-Josée Croze (la vimos en el rol de seductora asesina a sueldo en Munich de Spielberg), que interpreta a Bibiane Champagne, supuesta empresaria de un negocio que no es más que la fachada de una red de narcotráfico conducido por su familia. Pero es también alcohólica y según los datos brindados, como que su suerte en el amor es no menos que nefasta (la historia empieza con ella abortando). Cierta noche arrolla a un hombre que labora en una pescadería y no lo auxilia. Este acontecimiento acelera el descuido del “negocio”, del que es despedida por su hermano. Bibiane asume esta situación como unas forzadas vacaciones, en las que intentará encausar su vida. Sin embargo, conoce a Evain, el hijo del hombre atropellado, iniciando con él un romance. 
Hasta aquí, una descripción lineal del argumento, que en realidad es lo de menos, porque lo que brilla es la disposición de Villeneuve de los recursos oníricos y surreales. Prestemos atención a la voz en off, la que “ordena” la narración, un pescado que es troceado una y otra vez por un adiposo ejecutor, del mismo modo pensemos en la aparición del gordo solitario que en distintos momentos resulta clave en las decisiones de Bibiane y Evain. Y claro, el conocido remolino noruego, del que se sirve el director para titular su película, suerte de representación de lo que es la vida, un vaivén de posibilidades a elegir.

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