domingo, octubre 14, 2018

"la coca nostra"


Una de las quejas que leo y escucho es la siguiente: la poca atención que el circuito literario de la capital le presta a los escritores del interior. En parte este reclamo es válido, pero también del mismo se desprenden las más alucinantes demagogias, tipo “los narradores/poetas de provincias son mejores”.
Desde que administro este blog he tenido la suerte de recibir publicaciones de distintas partes del país, incluso he presentado libros de algunos autores, sin traicionar mi principio de comentar títulos que sean buenos o, en todo caso, interesantes. Ahora, no olvidemos que en las provincias sucede lo mismo que en estos lares: hay escritores buenos, regulares, mediocres, malos e innombrables.
Hace algunas semanas consigné en un post la lectura de una novela, su mención no fue valorativa, solo una seña de que la había leído y que trataría de decir algunas cosas de ella cuando tuviera tiempo, y tiempo es lo que me ha faltado en estas semanas en las que cerré el rescaté de dos libros de un narrador peruano canónico.
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Desde Chanchamayo, la editorial Alejo publicó en mayo La coca nostra de Wilfredo Silva, que según las coordenadas de la solapa, es periodista de oficio. Lo que nos presenta Silva es la historia de Diego Escobar, Chato, en el mundo del narcotráfico, mas su periplo criminal no está ambientado en Perú, sino que parte de Estados Unidos hacia un tránsito intercontinental, el cual nos depara una serie de personajes entre los que hallamos al mismo Chapo Guzmán y mandamases de mafias de toda laya. Se entiende que el Chato ha adquirido el bienestar económico que una vida decente jamás le iba a brindar, pero su vida cambia tras el asesinato de su familia y a partir de entonces su existencia no tiene otro objetivo que no sea la venganza. Uno de los méritos de Silva es la confección de un personaje que por podrido moralmente no deja de exhibir humanidad. Es decir, se nos ofrece un personaje dueño de una ética forjada en el crimen y que se enfrenta a una desgracia que lo lleva a pensarse y también a recordar su país de origen, Perú, metáfora del retorno añorado tras perder lo que más quería. A él solo le queda el consuelo de un hijo que pide proteger antes de culminar sus últimas comisiones.
A lo dicho, sumemos el ritmo narrativo, recurso clave que ayuda al lector a obviar los alarmantes descuidos de edición, sea en lo formal y en el contenido. Bache de lado, Silva se impone como un ducho contador de historias. Además, la novela no tiene otra pretensión que la de entretener al lector con una historia que en la generalidad de su argumento avanza con buen pie sin que uno sienta que está malgastando el tiempo, cosa que en lo personal agradezco mucho, más en tiempos en los que la chancaca narrativa y el amaneramiento estilístico son asumidos como mérito en nuestro insuperable pueblito literario. 
Tengo entendido que hay autores que vienen desarrollando propuestas ligadas al tópico del narcotráfico. No sé cuán verosímiles puedan ser esos proyectos teniendo en cuenta que la realidad nos indica que estamos lejos de la desgracia de tener un cartel. Seguramente esta situación fue lo que convenció a Silva de ambientar LCN fuera del país. Más allá de esta impresión, me agrada bastante que la novela esté inscrita en la pureza del género del divertimento, una veta que podría marcar una interesante tendencia si más autores locales se atrevieran a creer en él, lo que propiciaría lo inaudito: conocer la calle.

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