miércoles, febrero 27, 2013
lunes, febrero 25, 2013
sábado, febrero 23, 2013
viernes, febrero 22, 2013
Colombiano de culto
Sabía algo del narrador
colombiano Rafael Chaparro Madiedo (1963 – 1995). Sabía que murió joven,
víctima de lupus, y que a la fecha es un autor de culto, pero tan de culto que
más de un dizque ecléctico de la lectura habla de su obra sin haberla leído.
Digamos, pues, que sin proponérselo, este autor ya alcanzó la posteridad.
Llevaba años buscando
su emblemática novela Opio en las nubes.
Y esta llegó de la mano de un viajero de a pie, de un pata que ha recorrido
toda Latinoamérica tirando dedo, y estoy seguro de que el mismo Chaparro lo
eligió desde el más allá para entregármela.
Pues bien, la espera
valió la pena. Claro que sí.
Ahora, no hay mejor
estación para leerla que en verano. No sé qué sensación tendría si la hubiera leído
en primavera o invierno. Como me dice la experiencia, son los libros los que
llegan a ti. La novela en cuestión me trasladó a esos lejanísimos meses de
verano en los que me veía felizmente forzado a no hacer nada, meses de verano
en que esperaba la llegada de la noche para recién empezar el día, el día
dedicado a las cervezas, cigarros, marihuana, mujeres, cervezas, tragos cortos,
las lecturas y, obviamente, a la mejor etapa del rock.
En Opio en la nubes hay harto rock, y del bueno, pero entre líneas se
percibe la sensualidad y el sabor de la salsa, sensualidad y sabor regentada
por sus más de diez personajes-protagonistas a los que solo les importa dejar
la piel al final de la jornada, personajes de carne y hueso, aunque no
necesariamente humanos, que se desplazan en una ciudad innominada, Bogotá a lo
mejor, pero una Bogotá con mar, cuya brisa enciende en ellos los arranques más
desaforados.
Protagonistas, sí. Una
novela coral, también. Una novela sin un tronco argumental, tanto mejor. Una
novela de estructura desordenada, a propósito. Su pensando desorden no es
gratuito, en absoluto. Si no fuera así, su hacedor no hubiera tenido la
libertad creativa de inyectar el gran flujo poético que exhibe su prosa, flujo
que se refocila en la variedad de voces que testimonian los avatares, amores,
desilusiones de estas sensibilidades de marcado respiro disidente; disidencia
contra la nada, una patada artera, y merecida, a un contexto abúlico y
apabullante que amenaza arrebatarles lo mejor que tienen: la juventud. Juventud
que desfila, animados por las drogas de todos los planetas, en bares y cafés de
nominación psicodélica: Bar La Gallina Punk, Bar Kafka, Bar Anaconda, Bar Los
Moluscos, Bar La sucia mañana del lunes, Bar Triste México, Bar La Cosa Divina,
Café Del Capitán Nirvana, Opium Streap Tease…
Microcosmos en
conflicto. Aquí nadie es feliz. Tampoco infeliz. Pero esa nada emocional no les
impide eclosionar y vaya que les gusta... No le temen a nada, viven porque sí y
en este río de vitalismo aprendes, aprendes en especial de mujeres como
Amarilla y Marciana, que irrumpen con sus extensos y líricos monólogos ante la
mirada atónita y postura lánguida de sus amantes y amigos que las aman y
desean, impartiendo un magisterio perdurable de amor, ternura y sexo. Chaparro
conoció bien a las mujeres, pero también a los hombres, su Gary Gilmour, que
por momentos parece la parodia de una parodia de James Dean, pero Gilmour no
solo es parodia, es de esos tipos capaces de matarse por la revolución, sin
importar cuán disparatada sea esta, hace las cosas por el mero hecho de
hacerlo, como si su vida estuviera regida por la consigna del no aburrimiento,
consigna que también hacen suya Max, Daisy y La Babosa, hasta Lerner, el gato
tímido. Tan loco era Chaparro que hasta los animales y las plantas hablan en
esta novela.
Hoy en día más de uno
se sube al bus Chaparro Madiedo, como sea quieren cogerse del estribo. No es para
menos. Opio en las nubes la vio
putas durante años. No fue muy bien saludada. Y eso que fue publicada en 1992,
a buena distancia de aquellos lustros (de la primera mitad del siglo pasado) en
donde había poca tolerancia para la experimentación, poca apertura mental para
las nuevas formas y escasa sensibilidad para detectar lo original. A paso de
tortuga la novela fue abriéndose paso, empezó a generarse hinchas, cófrades,
que la querían para sí y nadie más, algo parecido a la devoción que despiertan
algunas bandas en el siempre indefinido rock alternativo, y como estas, ya ha
sido captada/rescatada, pero para bien, por Troppo Editores de España, que al
menos en teoría le asegura una justa difusión. Ese es el destino de los grandes
libros, no ser tan caletas. Aunque la edición que cayó en mis manos pertenece a
Babilonia de Colombia, un tanto rústica, sencilla, pero con un apreciable buen
gusto en su diseño.
martes, febrero 19, 2013
domingo, febrero 17, 2013
sábado, febrero 16, 2013
viernes, febrero 15, 2013
lunes, febrero 11, 2013
domingo, febrero 10, 2013
Buco, otra vez
El rock peruano es un tema
harto sensible, del que muchísimos se han llenado la boca, cuando en realidad
ninguno le ha dedicado la debida importancia que demandaba. No es lo mismo ser
un especialista en artículo que uno en largo aliento, puesto que si hay algo
que indefectiblemente notamos en Demoler
y Se acabó el show es la envidiable
dimensión de trabajo de Carlos Torres Rotondo –Buco en adelante.
Pues bien, las
comparaciones entre ambas publicaciones vienen al caso, pero estas tienen que
abocarse a señalar sus grandes diferencias, no su contenido valorativo, puesto
que en Demoler se hablaba de nuestra primera
escena rockera, la comprendida entre 1957 y 1975, al punto que se llegó a
decir, y al respecto no creo que haya duda alguna, y sin ánimos chauvinistas,
que el mejor rock que se hacía en Sudamérica era el de estas tierras. Se
trataba de un libro, bajo ciertos matices, enteramente musical.
Ahora en Se acabó el show. 1985, el estallido del
rock subterráneo (Mutante, 2012), Buco pone sobre la mesa a toda una
generación, generación que vivió la década más complicada y sangrienta de la
historia del Perú contemporáneo. Generación de la desazón, la desesperanza, el
exilio y el frenesí. Una generación que lo tenía todo para perder, pero una
facción de esta, sabiendo que iba a perder, se lanzó a la realización de una
utopía: la música de la furia. Había que gritar, la única opción. Y hubo mucha
gente a la que le gustó esta propuesta que sintonizaba con lo que sentía,
propuesta que también se hizo presente en otras manifestaciones artísticas. No
era para menos, todos estaban inmersos en la misma mierda.
Se
acabó el show presenta algunas trampas, placenteras e
intelectivas, por cierto. Y la mejor manera de disfrutarlo no es asumirlo como
un libro, sino como un documental. ¿Libro objeto?, se preguntara alguno. (Llámalo
como quieras, potencial lector.) Lo que sí tengo en claro es que el formato en
el que se nos narra el estallido del rock subterráneo era el idóneo. Durante el
proceso de su lectura, tenía la sensación de estar ante una narración en 3D,
como golpes canábicos en medio de la frente que enriquecían los testimonios de
los casi cincuenta personajes convocados, convocados a quienes no les interesa
quedar bien con la verdad de la historia oficial –fácil es hablar de la
historia oficial desde la distancia – sino con su verdad, verdad mezquina,
ególatra e irritante, pero que guarda relación con la violencia emocional que
los llevó a hacer no poco, puesto que en medio de las discrepancias y chismes y
los pocos recursos, se llegó a formar un circuito en donde la música venía
repotenciada con el voltaje lírico de sus letras. No había pues espacio para lo
fino y bien trabajado. La gente quería poguear y sacarse la mierda pogueando y
olvidarse que vivían en un país que no les ofrecía absolutamente nada, salvo
frustración.
Lo que es evidente es
que la presente publicación se hubiera visto mermada en el formato de libro que
conocemos. Los recortes de prensa, afiches de conciertos, fotografías,
manifiestos y demás, no son elementos aditivos de la historia, no juegan al
efectismo, son más bien parte del discurso central, discurso en donde el
zurcido invisible de Bucco es no menos que magistral, llevando a buen puerto la
negación de su voz –que vimos en primera persona en Demoler− en pos de una presencia ausente en cada testimonio,
testimonio coral, en especial en aquellos grupos que alimentan y retroalimentan
a la primera camada de rock subterráneo: Leuzemia, Narcosis, Guerrilla urbana,
Zcuela cerrada y Autopsia.
En los últimos años
viene creciendo el interés por la historia del rock peruano. Son cada vez más
las personas que no solo lo consumen, sino que también leen sobre el mismo.
Pero los registros textuales eran pocos, por decir algo. Y en esa escasez de
textos, abundaban los que se escribían por el mero hecho de cumplir, reflejado
en laxas investigaciones, o sea, poca ambición por parte de sus especialistas
de turno. Se hacía necesaria la presencia de un escritor que no solo sea un
intelectual, sino también un comprometido con su tema. Y para bien de todos,
ahora lo tenemos.
Ese es Buco, ¿quién
más?
Lo que ha hecho este
autor es impresionante y me alegra que seamos testigos directos de su proeza,
porque lo que logró solo lo logran los elegidos: Buco escribió Demoler y editó/escribió Se acabó el show, es decir: la tradición
del rock peruano.
No se diga más.
jueves, febrero 07, 2013
miércoles, febrero 06, 2013
martes, febrero 05, 2013
La poesía empieza por casa
Las antologías de
poesía son lo que más abundan en la literatura peruana. En ellas tenemos de
todo, absolutamente de todo. Para bien o para mal, son necesarias, fungen de
entes cartográficos. La historia de la poesía peruana está en sus antologías.
Allí vemos lo más grande, lo perdurable, como también las rutas torcidas de sus
antologadores, carcomidos de sentimientos menores. Lo mismo podría decirse de
las antologías disfrazadas de muestra, que por lo general suelen ser lo más
bajo e improvisado que pueda existir, salvo excepciones, salvo excepciones.
Hace un rato me
preguntaron por una antología representativa de la generación del sesenta. En
principio se me vino a la mente Los
nuevos (1967) de Leonidas Cevallos. Antología canónica, una suerte de
fotografía escrita de lo que pasaba en su contexto, que para algunos, entre los
que me incluyo, se hace necesario releer cuantas veces sea posible.
Tenía el libro en
cuestión en manos. Sin embargo, levanté la mirada y vi el lomo de Generación poética peruana del 60
(Universidad de Lima, 1998), de Edgar O´Hara y Carlos López Degregori. Conocía
ambos títulos. Y como tenía tiempo libre, me puse a hacer lo que hago en mi
tiempo libre: leer. En este sentido, para un lector no hay nada mejor que
comparar. La mayoría de las veces resulta estimulante hacerlo.
A comparación de Los nuevos, la presente antología,
disfrazada de muestra, tenía una ventaja, puesto que se forjó bajo un universo
ya establecido por el tiempo. Sus encargados tuvieron que escoger de lo bueno
que quedó de esa generación, es por ello que su selección, aparte de fuerte, no
experimenta el envejecimiento prematuro, envejecimiento prematuro que por momentos
contamina al florilegio de Cevallos.
En el prólogo, cuyo título
encabeza el post, se hace énfasis en los caminos recorridos hasta antes de la
salida de Los nuevos. Los nuevos significó
el punto de llegada, la meca, de lo transitado en cuanto a estilo y temática
durante los sesentas. Sus vates forjaron obra bajo el influjo de la “tradición
anglosajona y francesa (Pound, Eliot, Perse)”, poéticas no ajenas a las
convulsiones políticas y diferencias ideológicas, es decir una poesía política,
pero sin discurso político, en “solidaridad política con la imagen de la Cuba
revolucionaria”. Pues bien, y aunque no se diga ni en Los nuevos ni en esta antología disfrazada de muestra, queda en
evidencia la influencia mayor de estos otrora poetas sesenteros, al menos para
mí: Bob Dylan.
Ahora, lo que hace el
dúo de antólogos disfrazados de compiladores es más que plausible. Nos entregan
un amplio espectro de poemas referentes,
sueltos e incluso poemarios íntegros, a la fecha inubicables (no los
hallas ni en Mercadolibre)… En espera del
otoño de Javier Heraud, Las palomas y
la fuente de Mario Razzeto, Ausencias
y retardos de César Calvo, David
de Antonio Cisneros, Charlie Melnik
de Luis Hernández, Los encuentros de
Reynaldo Naranjo, Chloe de Antonio
Claros, Sol interior de Joaquín
Martínez Pizarro, Elogio de los
navegantes de Juan Ojeda, De la voz y
el estío de Raúl Bueno, Los días
hostiles de Carlos Henderson, Casa
nuestra de Marco Martos y En los
cínicos brazos de Mirko Lauer… A ellos se suman Rodolfo Hinostroza, Arturo
Corcuera, Luis Enrique Tord, Manuel Ibáñez Rosazza, Mercedes Ibáñez Rosazza, Julio
Ortega y Winston Orrillo.
Veinte poetas que nos
brindan un panorama completo, muy completo, de una década valiosa para la
tradición poética peruana. Es posible ver el trabajo de alfarería que se reconfigura en
cada uno de sus poemas, en ellos es posible notar no solo la sensibilidad, sino
también los nuevos cauces que en cuanto a forma van emprendiendo. Poesía de
aprendizaje, sin más, en franca búsqueda del yo poético y en onda con el “Arte
poética” de Heraud.
Toda selección viene
con sus límites. Un lector atento de poesía peruana se dará cuenta de que hay
algunas ausencias, pero el dúo de antólogos disfrazados de compiladores marcó
bien su criterio de escogencia, tejiendo un puente cronológico entre Corcuera
(1935) y Lauer (1947). A lo mejor una injusta arbitrariedad, pero en este caso
necesaria.
Este imprevisto acercamiento
hizo que volviera valorar lo que pensaba de ciertos poetas de esa generación, en
especial con aquellos que nunca he podido sintonizar: Corcuera, Naranjo,
Orillo, Hernández, Tord, Lauer y Martos. Y ahora sé, por milésima vez, porque
nunca me transmitieron nada.
Si Los nuevos es la cumbre, Generación
poética peruana del 60 es el sendero a esa cumbre. El paisaje que ofrece es
diverso y desafiante y el mero hecho de recorrerlo vale la pena. Como suena.
lunes, febrero 04, 2013
¿Imposible amor?
Una de las cosas que
siempre me ha gustado de Alonso Cueto es esa aparente facilidad con la que saca
adelante sus novelas. Digamos que estamos ante un discípulo aprovechado de
Chéjov y Carver, en cuanto a estilo. De su rica obra, algunos títulos me son
predilectos, como La hora azul, Deseo de noche, El susurro de la mujer ballena y La batalla del pasado.
Cuerpos
secretos (Planeta, 2012) es su última entrega. Y seamos
francos: se trata de una muy buena novela. Pero la misma no es de lo mejor de su
producción, aunque si esta fuera firmada por otro autor, estaríamos hablando de
una novela consagratoria. Esto es lo que les pasa a los grandes: tienen que
lidiar con hijas (porque las novelas son eso: hijas) con más experiencia y
contundencia.
Sabemos que los intereses
narrativos de Cueto siempre se han movido en los conflictos existenciales de
las sensibilidades de la clase media y alta limeña. Y si la memoria no me es
tramposa, es la primera vez que el autor sale de sus caminos temáticos ya
recorridos --y dominados en los libros señalados líneas arriba-- para abordar
ahora una realidad que solo había explorado de perfil, nunca de manera frontal:
la clase emergente. De manera frontal porque si no fuera así, no estaríamos
ante una un cruce violento de realidades, en donde priman las diferencias
sociales, raciales y económicas; cruce canalizado en sus dos protagonistas:
Lourdes de Schon y Renzo Lozano Quispe.
Lourdes pertenece a la
clase alta, tiene la vida comprada y ostenta cuarenta años bien llevados. Renzo,
de veinticinco, de origen provinciano, cuya única aspiración en la vida es
tener su propia academia de matemáticas en Los Olivos.
Entre ambos nace un
romance. ¿Parece imposible, no? Obvio.
Sin embargo, lo que los
une no es la dependencia sexual ni la mera atracción física, sino la
insatisfacción que despiertan en ellos las realidades a las que pertenecen.
Lourdes llega al punto límite de su vida, está cansada del continuo baile de
máscaras, de la frivolidad que la rodea, de las infidelidades de su esposo, no
se siente mujer y tiene todo el derecho del mundo a serlo, es un ente mecánico
que sonríe y aguanta. Renzo es idealista, muchacho esforzado, pero también
sufre del hartazgo que le depara su realidad inmediata, por ejemplo: el mal
gusto de los que nunca tuvieron y que ahora tienen. Lourdes y Renzo se
encuentran lejos de lo que algunos tarados designan como “aristotélicamente
imposible”, sino que resulta verosímil su romance, siempre y cuando se
comprenda el vacío que los coloca en el borde de la vida misma, esas ganas de
vivir que ya no pueden reprimir más. Como es lógico, en el tratamiento el autor
narra mejor lo que conoce, la geografía emocional y sensorial de Lourdes, y
evidencia más de un óbice en cuanto a la de Renzo (hizo falta un mayor trabajo
de campo).
El romance entre una
mujer mayor y un hombre menor no es suficiente para una novela que pretenda ser
un espejo de la sociedad peruana actual. Ni hablar. Y eso lo sabe su autor, es
por ello que recurre a otros registros, como el policial y el melodrama. Muy en
especial en el policial, género tan permeable en la novelística contemporánea,
en el que es todo un capo. Por medio del policial Cueto hace posible que su novela
se ramifique y cuestione, porque eso es lo que depara Cuerpos secretos: un constante cuestionamiento a las taras de todos
sus protagonistas, como el esposo de Lourdes, José, y el amigo de Renzo, Félix.
Cada personaje aquí es un elemento simbólico de una realidad mayor, realidad
mayor que hostiga a los amantes y a la que deciden enfrentar, motivados por la
honestidad de un amor que se nutre de la oportunidad de llevar adelante una tan
anhelada segunda vida.
sábado, febrero 02, 2013
viernes, febrero 01, 2013
Aquí hay poesía
Es cierto que la poesía
peruana en los últimos treinta años (o quizá un poco más) experimenta un franca
caída libre. Ya no estamos en los decenios maravillosos, cuando la cantidad de
poemarios publicados no sentía divorcio alguno con la calidad. Ahora debemos
hurgar, dejar de lado los amiguismos o favores. Visto así, no digo gran cosa;
sin embargo hay repetirlo cuantas veces sea necesario. Hoy en día estamos en la
casi “nada” poética, “nada” repotenciada por los ánimos ocultos al momento de
valorar, se nos miente de manera descarada y pobres de aquellos que creen y
hacen suyas esas mentiras, entonces corremos el riesgo de seguir en el círculo
vicioso de la mediocridad, porque la poesía, muchacho/muchacha, no es solo
ritmo y efectismo verbal, es también compromiso vital con lo que escribes,
puesto que solo así, por más bueno, regular y malo que seas en tu comunión con
ella, llegarás a hacer algo mínimamente honesto.
Porque la poesía es
honestidad. En la poesía no hay lugar para lo falso. Un chorrito de falsedad
(posería), lo pudre todo. Así de simple. Así de dura y pendeja es la poesía, y
más aún la de nuestra tradición, quizá la mejor en castellano.
Semanas atrás leí el
último poemario de Victoria Guerrero, Cuadernos
de quimioterapia (Paracaídas Editores, 2012). Y lo volví a leer la noche de
ayer, motivado por la visita de un poeta, que admiro y respeto, con el que
estuve conversando de, vaya novedad, de poesía peruana contemporánea,
rememorando en algo las sesiones de su ya mítico taller de poesía que dirige,
algo más de dos décadas, en una universidad nacional.
Cuando hablamos de la
poética de Guerrero, coincidimos en una conclusión: Guerrero es lo más
importante que le ha pasado a la poesía peruana en los últimos treinta años. Su
poesía, ante cada entrega, no ha experimentado otra cosa que no sea el
fortalecimiento, proyectando en el lector una lozanía discursiva, haciéndola
más fresca y vigorosa, en comparación con otras propuestas –algunas de ellas, a
la fecha, canónicas o en vías de serlo – a las que no solo ya le han salido
canas, también visibles arrugas.
Hay que tenerlo en
cuenta desde ya: Guerrero debe figurar entre nuestras cinco voces poéticas
vivas más importantes. Claro, si incluimos a nuestros queridos muertitos,
estaría un “poco” más atrás. Pero esta es nuestra realidad, una grata realidad,
porque estamos ante una pluma que indefectiblemente tiene todos los requisitos
para dejar escuela, tradición personal; escuela y tradicional que estoy seguro
a ella no le interesa impartir. Porque es una poeta de verdad. Lo suyo es
escribir y lacerarse en la poesía, cimentar incomodidad en ella misma, disponer
del sufrimiento personal-familiar (ver el pequeño sobre que acompaña la
presente entrega), siendo este el único canal con el que atraviesa los tópicos
que le conocemos desde El mar, ese oscuro
porvenir, título bisagra en su obra. Tópicos que ya le conocemos, pero
ahora bajo una voz íntima que grita y llora, llevando la indignación y
decepción personales hacia una interpretación del mundo de hoy; hacia una
desacralización de referentes poéticos no solo en castellano; hacia una postura
política, porque estamos ante un poemario político; hacia una estado de
violenta contemplación ante las oleadas de las enfermedades, la enfermedad,
violenta contemplación que arde con la verdad de la palabra, su palabra.
Cuadernos
de quimioterapia, no apto para lectores fáciles, mucho
menos ingenuos.