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No sé si algún día tenga hijos, pero sí
tengo una sobrina, Gianella, que desde el viernes se encuentra internada en la
clínica debido a un golpe en la cabeza. A lo mejor sufrió ese golpe mientras
entrenaba en el colegio. Gianella, aparte de bonita, inteligente y sensible, es
una potencial deportista, no se conforma con la ventaja de su talla sobre los demás,
muy alta para su edad. Solo espero que no le pasé lo que a mí, que a los
catorce dejé de crecer, pero falta, falta para que llegue a los catorce.
Le pregunto a Gianella cómo está y ella
me dice que se encuentra mejor, pero que podría estar mejor si la saco de la
clínica y la llevo a La Punta a almorzar y que hagamos el mismo recorrido de la
última vez, ese recorrido que empezó en Chorrillos, con un taxista que por
primera vez en su vida hacía una carrera a La Punta, algo de lo que recién pude
darme cuenta al ver las calles bravas del Callao por donde según él cortaría
camino, hecho que motivó a que me ponga en alerta ante una posible trampa. Abrí
mi libreta de apuntes y en una de sus páginas le escribí a Gianella que tuviera
cuidado, que probablemente vayamos a tener que salir del taxi.
Durante algunos minutos nuestro taxi era
el único en esas calles bravas. Solo veíamos a ciertos parroquianos sentados en
los bordes de las veredas, desperezándose de lo realizado horas antes. Por los
parroquianos no tenía problema alguno, no porque me les fuera a enfrentar, sino
porque tengo conocidos en el Callao. Mi preocupación era lo que pudiera hacer
el taxista, que para colmo, había bajado la velocidad.
A nuestro lado izquierdo, y a media
cuadra, el mar y algunas viviendas de esteras.
El auto se detuvo.
El taxista volteó.
Y yo listo, acomodándome rápido, para la
pata en el mentón.
“Jefe, creo que me he perdido. Nunca he
ido a La Punta, solo seguía los letreros que decían Callao”.
A veces las estupideces me causan ternura.
Le dije que no se preocupara.
El taxista prendió el auto.
Desde mi ventana saludaba con la mirada a algunos parroquianos. Uno de ellos se
había puesto de pie, acercándose para ver si había algún problema, pero con un
movimiento de mano le dije que no. El parroquiano volvió a su vereda.
Le indiqué al taxista el camino que todo
taxista pensante debía tomar para llegar a La Punta.
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