"Yo sería el guardián entre el centeno"
Acepto que la primera vez que leí El cazador entre el centeno lo hice con fines utilitarios porque lo leí en su versión original, conocida por todos como The Catcher in the Rye. Andaba por los dieciséis años y tenía que rendir mi examen final del ICPNA – y como nunca me ha gustado estudiar, me preparé leyendo “algo” que sea lo más digerible posible-. La novela me gustó bastante, y a lo largo de los años venideros siempre escuchaba con creciente atención la leyenda que rodea al autor, J. D. Salinger.
Y digamos que el tener esa novela se me había escapado en varias ocasiones de las manos -no así Nueve cuentos-, siempre existía un motivo o suceso que me impedía leerla, recuerdo que hace unos años la olvidé en el taxi, o sea, esta novela me estaba siendo esquiva (tengo que hacer un post sobre libros esquivos, hay uno, en especial, que lo he llegado a leer, ya sea en la cúster, en cafés, restoranes, taxis, etc., pero que se me ha “perdido” hasta en cinco ocasiones, se trata del libro del escritor más joven de la antología Disidentes), pero esta negación libresca llegó a su final ni bien estuve en la librería La familia, en Cusco, a la que fui infructuosamente en busca de libros de escritores jóvenes de esa ciudad.
(A manera de cherry tengo que decir que La Familia es administrada por el buen poeta joven Martín Zúñiga –saludos y un fuerte abrazo-, quien también administra el ya referencial blog Urbanotopia, así es que cuando vayan por Cusco dense una vuelta por La Familia, esta librería no tiene nada que envidiar ni a la más surtida librería de la capital, hasta te dan cafecito, pero eso sí, lastimosamente no se puede fumar, pero la cuota de aventura está asegurada ya que fui testigo cómo se perseguía y agarraba a un infeliz que salió corriendo con varios libros turísticos).
Bueno, volviendo a Salinger, salí de La Familia con un libro que no pensé comprar, y lo leí en dos noches, en las previas a mis juergas en Mythology.
Ni bien cerré el libro me pregunté el cómo pude haber sido tan volado, tan distraído y tan huevas como el haber pasado tantos años sin haberlo releído. No comentaré nada del argumento, sería un insulto hacerlo ya que estoy convencido que no pocos la han leído. Además, toda información a ella se vería enriquecida googleando.
EGEC tiene como protagonista y narrador a Holden Caufield, un adolescente irónico, corrosivo, hastiado de todo, deprimido, ajeno a la hipocresía social y sumamente enamorado. Pero lo que más me gustó de esta novela es el conmovedor cinismo que supura de cada una de sus páginas, hasta en sus pasajes más chocantes Caufield robó en este cínico lector más de una sonrisa cómplice, en un susurro constante en el que se desbarranca toda su intimidad, carente de solemnidad, muy acorde con el desorden mental que lo aqueja (¿?).
Es imposible no notar los puentes existencial entre Holden y su autor. Bien sabemos que Salinger ha mandado a la mierda ser parte de la parrillada de egos que trae –a veces para bien, a veces para mal- el mundo literario, tanto así que la única entrevista que concedió se la dio a un periodista escolar en 1953 (1).
Hay un pasaje que me gustaría compartir, creo que este refleja el puente entre Holden y su autor. No suelo transcribir pero esta vez me daré el gustazo de hacerlo:
Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el sol todo el tiempo.
Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les ensañaríamos a leer y escribir nosotros solos.
Disculpen la expresión, pero este pasaje es de la putamadre. En fin, más allá de los motivos de Salinger en pos de su actitud huraña, creo que se desprende de esta algo que es muy importante, que lo más importante para un escritor es cumplir a cabalidad y enriquecer las dos bases que solidifican una vocación literaria: leer y escribir. Suena fácil, pero en realidad son dos aspectos muy difíciles de cumplir, casi siempre estamos sujetos a las prisas y una variedad de situaciones no menos que baladíes.
Por otro lado, leer El guardián entre el centeno es como leer una novela actual, y esta frescura no descansa en el estilo coloquial, amparado en la técnica hemingwayiana, con el que fue escrito, sino en la vigencia de su espíritu, en una negación frontal a las fruslerías del mundo de hoy, apuñalando sin piedad en el vacío existencial en el que todos estamos inmersos, del cual tratamos de alejarnos con una serie de sucedáneos. Es que todos somos esclavos de las apariencias, no hay que negar eso.
Hace unos meses el escritor español Antonio Orejudo me comentó que para él era inadmisible que alguien que se haga llamar escritor no haya leída esta maravillosa y deliciosa novela. Cuánta razón tiene. Puede sonar hasta medio posero, pero en el fondo es verdad. Pese a lo depre que puede ser Holden, nos termina insuflando vida, al menos, eso ocurrió conmigo en este reencuentro con El guardián entre el centeno.
Cuánta suerte tienes si ya has leído esta novela, te recomendaría que la vuelvas a leer. Y si aún no lo has hecho, solo puedo decir que es una experiencia que difícilmente se borrará de tu memoria de lector agradecido, puesto que las horas invertidas en ella te acompañarán como un susurro subliminal.
(1) Dato tomado del imprescindible Relámpagos sobre el agua, de Guillermo Niño de Guzmán.
Y digamos que el tener esa novela se me había escapado en varias ocasiones de las manos -no así Nueve cuentos-, siempre existía un motivo o suceso que me impedía leerla, recuerdo que hace unos años la olvidé en el taxi, o sea, esta novela me estaba siendo esquiva (tengo que hacer un post sobre libros esquivos, hay uno, en especial, que lo he llegado a leer, ya sea en la cúster, en cafés, restoranes, taxis, etc., pero que se me ha “perdido” hasta en cinco ocasiones, se trata del libro del escritor más joven de la antología Disidentes), pero esta negación libresca llegó a su final ni bien estuve en la librería La familia, en Cusco, a la que fui infructuosamente en busca de libros de escritores jóvenes de esa ciudad.
(A manera de cherry tengo que decir que La Familia es administrada por el buen poeta joven Martín Zúñiga –saludos y un fuerte abrazo-, quien también administra el ya referencial blog Urbanotopia, así es que cuando vayan por Cusco dense una vuelta por La Familia, esta librería no tiene nada que envidiar ni a la más surtida librería de la capital, hasta te dan cafecito, pero eso sí, lastimosamente no se puede fumar, pero la cuota de aventura está asegurada ya que fui testigo cómo se perseguía y agarraba a un infeliz que salió corriendo con varios libros turísticos).
Bueno, volviendo a Salinger, salí de La Familia con un libro que no pensé comprar, y lo leí en dos noches, en las previas a mis juergas en Mythology.
Ni bien cerré el libro me pregunté el cómo pude haber sido tan volado, tan distraído y tan huevas como el haber pasado tantos años sin haberlo releído. No comentaré nada del argumento, sería un insulto hacerlo ya que estoy convencido que no pocos la han leído. Además, toda información a ella se vería enriquecida googleando.
EGEC tiene como protagonista y narrador a Holden Caufield, un adolescente irónico, corrosivo, hastiado de todo, deprimido, ajeno a la hipocresía social y sumamente enamorado. Pero lo que más me gustó de esta novela es el conmovedor cinismo que supura de cada una de sus páginas, hasta en sus pasajes más chocantes Caufield robó en este cínico lector más de una sonrisa cómplice, en un susurro constante en el que se desbarranca toda su intimidad, carente de solemnidad, muy acorde con el desorden mental que lo aqueja (¿?).
Es imposible no notar los puentes existencial entre Holden y su autor. Bien sabemos que Salinger ha mandado a la mierda ser parte de la parrillada de egos que trae –a veces para bien, a veces para mal- el mundo literario, tanto así que la única entrevista que concedió se la dio a un periodista escolar en 1953 (1).
Hay un pasaje que me gustaría compartir, creo que este refleja el puente entre Holden y su autor. No suelo transcribir pero esta vez me daré el gustazo de hacerlo:
Lo que haría sería hacerme pasar por sordomudo y así no tendría que hablar. Si querían decirme algo, tendrían que escribirlo en un papelito y enseñármelo. Al final se hartarían y ya no tendría que hablar el resto de mi vida. Pensarían que era un pobre hombre y me dejarían en paz. Yo les llenaría los depósitos de gasolina, ellos me pagarían, y con el dinero me construiría una cabaña en algún sitio y pasaría allí el resto de mi vida. La levantaría cerca del bosque, pero no entre los árboles, porque quería ver el sol todo el tiempo.
Me haría la comida, y luego, si me daba la gana de casarme, conocería a una chica guapísima que sería también sordomuda y nos casaríamos. Vendría a vivir a la cabaña conmigo y si quería decirme algo tendría que escribirlo como todo el mundo. Si llegábamos a tener hijos, los esconderíamos en alguna parte. Compraríamos un montón de libros y les ensañaríamos a leer y escribir nosotros solos.
Disculpen la expresión, pero este pasaje es de la putamadre. En fin, más allá de los motivos de Salinger en pos de su actitud huraña, creo que se desprende de esta algo que es muy importante, que lo más importante para un escritor es cumplir a cabalidad y enriquecer las dos bases que solidifican una vocación literaria: leer y escribir. Suena fácil, pero en realidad son dos aspectos muy difíciles de cumplir, casi siempre estamos sujetos a las prisas y una variedad de situaciones no menos que baladíes.
Por otro lado, leer El guardián entre el centeno es como leer una novela actual, y esta frescura no descansa en el estilo coloquial, amparado en la técnica hemingwayiana, con el que fue escrito, sino en la vigencia de su espíritu, en una negación frontal a las fruslerías del mundo de hoy, apuñalando sin piedad en el vacío existencial en el que todos estamos inmersos, del cual tratamos de alejarnos con una serie de sucedáneos. Es que todos somos esclavos de las apariencias, no hay que negar eso.
Hace unos meses el escritor español Antonio Orejudo me comentó que para él era inadmisible que alguien que se haga llamar escritor no haya leída esta maravillosa y deliciosa novela. Cuánta razón tiene. Puede sonar hasta medio posero, pero en el fondo es verdad. Pese a lo depre que puede ser Holden, nos termina insuflando vida, al menos, eso ocurrió conmigo en este reencuentro con El guardián entre el centeno.
Cuánta suerte tienes si ya has leído esta novela, te recomendaría que la vuelvas a leer. Y si aún no lo has hecho, solo puedo decir que es una experiencia que difícilmente se borrará de tu memoria de lector agradecido, puesto que las horas invertidas en ella te acompañarán como un susurro subliminal.
(1) Dato tomado del imprescindible Relámpagos sobre el agua, de Guillermo Niño de Guzmán.
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