Estremecedores suicidios de la literatura
Así lo hayan leído o no, el suicidio de David Foster Wallace (en la imagen) afectó a muchos. Su muerte acaeció tres días después de que leyera ENTREVISTAS BREVES CON HOMBRES REPULSIVOS (tres años antes había leído ese tratado sobre la adicción el consumo llamado LA BROMA INFINITA (precio: 189 soles), que pude devorar gracias a las gestiones de un conocido, que me la prestó por dos semanas).
DFW era el escritor joven que capitaneaba una excelente generación de narradores norteamericanos, integrada por Jonathan Lethem, Michael Chabon, entre otros. Muchos amigos me llamaron para preguntarme qué libro suyo leer, y solo me limitaba recomendarles ENTREVISTAS BREVES…; otros, en tono sarcástico, me pedían que no lea a autores contemporáneos, que no los comentara en el blog, ya que no tardaban en irse al más allá.
Precisamente sobre los suicidios en la literatura estuve conversando con una amiga hace unos días. Abordamos los ocurridos en el imaginario local, en especial si fue suicidio o no el de Juan Ojeda, extraordinario poeta del sesenta al que deberíamos valorar más, y considero que ya es hora que tengamos otra edición de ese canto del límite existencial llamado ARTE DE NAVEGAR. También hablamos de los suicidas de otras tradiciones, especulando sobre sus impulsos internos que los llevaron a tan tremenda determinación, que en algunos casos hasta fue liberadora.
Buscando textos sobre el tema, encontré un extenso artículo de Victoria Márquez Torres, “Los que se apearon en marcha: los más estremecedores suicidios de la literatura”, publicado en la revista Qué Leer de España. Échenle una mirada porque la verdad no tiene pierde.
En El mito de Sísifo, Albert Camus, que murió en un accidente sin ningún viso de suicidio, escribía nada más empezar: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. Y añade: el acto del suicidio “se prepara en el silencio del corazón, lo mismo que una gran obra”.
Pero, ya antes que Camus, también el poeta alemán Novalis había escrito: “El acto filosófico por excelencia es el suicidio; en él se asienta el principio real de toda filosofía…Sólo este acto responde a cualquier condición y lleva las marcas de una acción trasmundana”. Filosofía realizada; en el suicidio se consuma y se disuelve la filosofía.
El anhelo romántico
Aunque la práctica se remonta a la noche de los tiempos, el Romanticismo marca un punto candente en el suicidio literario. Este movimiento cultural supuso una ruptura crítica con el pasado racionalista, ruptura que coincide con la crisis de la conciencia europea. Un ejemplo: el poeta y dramaturgo alemán Heinrich von Kleist (1777-1811), autor de El príncipe de Hamburgo, un alma ardiente arrastrada por una irrefrenable pasión por lo absoluto. Según cuentan sus biógrafos, nunca se mostró más alegre que cuando anunció a su prima que iba a matarse. ¿Y Gerard de Nerval (1808-1855)? Su biografía es apasionada y novelesca como pocas. Lleno de talento, poeta, magnífico traductor (Goethe se leía en la traducción de Fausto que Nerval había hecho al francés), también se abandona a la noche. “No me esperes esta tarde, porque la noche será negra y blanca”, había dicho a una tía suya al despedirse. Al día siguiente apareció ahorcado en un callejón del viejo París.
El suicidio no sabe de geografías. En Portugal podrían citarse igualmente muchos casos: Antero de Quental, Camilo Castelo Branco o Mario de Sá-Carneiro, el gran amigo de Fernando Pessoa, que tuvo una muerte que reviste los rasgos de una pesadilla. Antes de suicidarse, escribe a Pessoa esta misiva: “Pero no hagamos ya más literatura (…). Adiós. Si mañana no consigo la estricnina en dosis suficientes, me arrojaré al metro… No te enfades conmigo”. En la vorágine de una crisis sin retorno, el aún joven poeta, vestido con un traje de etiqueta, hallará la muerte mediante una fuerte dosis de veneno. Si Castelo es un romántico, Sá-Carneiro encarna el desgarro del siglo pasado, su infinita locura y su irremediable soledad.
El surrealismo, especialmente en Francia, también es otro momento álgido. En el segundo número de la Revolution surréaliste (1925) se planteó esta encuesta: “¿Es una solución el suicidio?” Sea solución o no lo sea, los nombres de Jacques Vaché (1896-1919), gran amigo de André Bretón, entronizado por éste como uno de los protomártires del surrealismo y que murió de una sobredosis de opio en el Hotel de France de Nantes; Jacques Rigaut(1899-1929) y René Crevel (1900-1935) ocupan un puesto en ese singular martirologio.
Aunque no sólo los surrealistas se sumaron a la muerte súbita. Pierre Drieu La Rochelle (1893-1945) –que acabó quitándose la vida–, en Fuego fatuo (Louis Malle llevó la novela al cine), nos presenta otro tipo de suicida: aquél que no es capaz de encontrar un sentido a su relación con los hombres… Y tan fascinado estaba ya este escritor por la idea que, en un escrito suyo dedicado a un amigo suicida, no duda en afirmar: “Morir es lo más hermoso que podías hacer, lo más fuerte, lo más”.
Protesta, rito o grito
El suicidio de Sylvia Plath (1932-1963), una de las poetas norteamericanas más reputadas del siglo XX, supuso un terremoto para una familia marcada para siempre por el estigma del dolor y el desconsuelo. Plath se suicidó el 11 de febrero de 1963, cuando contaba treinta años. Se levantó de madrugada, preparó el desayuno a sus hijos, que dormían en la habitación de al lado, tostadas y leche caliente, que dejó sobre la mesa. Después selló las rendijas de la ventana con los trapos de cocina y abrió la espita del gas. No ahorró un detalle sobrecogedor: el paño que colocó en el horno para no tener que apoyar la cabeza directamente sobre el metal.
Mucho se ha escrito y se ha especulado sobre la muerte de Plath. Unos dicen que el fallecimiento de su padre, en 1940, supuso un trauma que nunca llegó a superar; otros, sin embargo, aducen que la infidelidad de su esposo, uno de los grandes de las letras británicas, Ted Hughes, que la abandonó por la poetisa Assia Wevill, fue la causa determinante para que Plath acabara con su vida. Recientes estudios señalan que Sylvia sufría un trastorno bipolar y que la medicación actual le habría salvado la vida.
Seis años después, la familia Hughes/Wevill vivió otro episodio luctuoso, después de que Assia siguiera los pasos de Sylvia abriendo la espita del gas y quitándose la vida. En este caso, Wevill no murió sola, se llevó por delante a una de sus hijas, Shura, de apenas cuatro años. Eso ocurrió el 23 de marzo de 1969. 46 años después, Nicholas Hughes, el hijo menor de Sylvia, profesor universitario de Ciencias del Mar en la Universidad de Fairbanks, se suicidó colgándose de una soga en su casa de Alaska.
Primo Levi (1919-1987) se lanzó al vacío por el hueco de un ascensor donde vivía, en el barrio de La Crocetta, en Turín, sin dejar carta de despedida. Anne Sexton (1928-1974), cuyo nombre real es Anne Gray Harvey, respiró el humo de su coche, en el garaje, hasta morir, vestida únicamente con un abrigo de piel que había pertenecido a su madre.
Marina Tsvietáieva (1892-1941), una mujer que sufrió lo indecible, se ahorcó, de pura desesperación, en el pueblo de Elábuga, con la misma cuerda con la que Boris Pasternak había sujetado sus pobres pertenencias en la estación de Moscú, al despedirla. Días antes había intentado encontrar trabajo por enésima vez. Su solicitud, dirigida al soviet de Litfond, es un documento demoledor para la historia de la literatura rusa: “Ruego que se me dé trabajo como lavaplatos en el comedor de Litfond que va a abrirse”. Pero la dirección dudaba si contratar a una antigua emigrante, esposa de Serguéi Efrén, un ser pusilánime, incapaz de proteger a su familia y responsable de su desdichado regreso a la Unión Soviética. Efrén adquiere talla humana cuando, torturado por la policía de la mayor maquinaria de exterminio que ha conocido la humanidad, se niega a acusar a su mujer y se ciñe a la verdad de los hechos una y otra vez, a pesar de su lamentable estado físico y psíquico. Le fusilaron en octubre de 1941. Y ahí la gran Tsvietáieva, la poeta que había hecho del amor al prójimo su única bandera (“yo soy la que ama”), se hundió. Su última carta fue para su hijo Mur, de dieciséis años; en ella le decía que comprendiera su decisión porque “esto ya no soy yo”. Unos meses antes, pensando en su propio destino y en el de tantos otros, escribió: “Y mi ceniza será más caliente que su vida”.
Yukio Mishima (1925-1970) es ya un símbolo; su suicidio por el ritual del seppuku, una ofrenda a la muerte, es un acto de valor y lucidez único. Asqueado de una época mediocridad, era, según Truman Capote, un hombre jovial, aunque extraordinariamente sensible. En un famoso autorretrato, aquél en el que Capote dice de sí mismo: “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”, nos explica el escritor americano que se quedó atónito cuando, en una biografía del escritor nipón, aparecida después de su muerte, se le atribuían las siguientes palabras: “Ah, sí. Pienso mucho en el suicidio. Y conozco a muchas personas que seguramente se suicidarán. Truman Capote, por ejemplo”. Y éste comenta: “Creo que le falló la intuición; yo jamás tendré el valor de hacer lo que él hizo…”. ¿Lo tuvo?
Otro caso singular es el de John Kennedy Toole (1937-1969), autor de La conjura de los necios. Creyéndose un escritor fracasado, se suicidó a los 32 años.
Pero, para quisquillosos, el fino poeta colombiano José Asunción Silva (1865-1896), que antes de suicidarse visita al médico para que éste le dibuje sobre el pecho el lugar exacto del corazón en donde se deberá alojar el disparo que le ocasionará la muerte. Antes, aún se acordó de dejar abierto Il trunfo della morte, de D´Annunzio.
El autor a un suicidio pegado
La vida de Horacio Quiroga (1878-1937) es una concatenación de hechos trágicos que marcarán el devenir de su paso por la Tierra. Su padre se mató de un escopetazo en un accidente de caza. Sus dos hermanas, Pastora y Prudencia, murieron muy jóvenes de fiebres tifoideas. Su padrastro, Ascencio Barcos, se suicidó delante de él. El propio Horacio mató a su mejor amigo accidentalmente de un disparo de pistola (la crónica cuenta que Quiroga estaba examinando el arma que Federico Ferrando acababa de comprar para batirse en duelo). Casó con Ana María Cirés y nunca debería haberlo hecho, porque consideraba al matrimonio un continuado trato entre desconocidos y escribió: “La luna de miel fue un largo escalofrío”. Ana María se suicida envenándose con una dosis de sublimando, al parecer insuficiente, ya que agonizó durante ocho días. Su segunda esposa, María Elena Bravo, lo abandonó llevándose a la hija de ambos. La inhumanidad de la selva (que él amaba), su infancia espeluznante, no ya el desamor sino su teórica imposibilidad de sentimentalidad entre hombre y mujer, y la muerte en todas sus variantes son las luces de su obra literaria. Fue maestro del tremendismo (en La gallina degollada, un matrimonio se reprocha las taras de cuatro hijos subnormales y bestializados que acaban destripando y comiendo a la única hija sana de la pareja.) Horacio Quiroga siempre sufrió dispepsia y antes de los 60 años un médico le diagnóstico cáncer de estómago. En la madrugada del 19 de febrero de 1937 puso fin a su vida ingiriendo una dosis de cianuro potásico. La historia turbulenta del poeta no terminó con su muerte, ya que sus dos hijos, Eglés y Darío Quiroga, se suicidaron en 1938 y 1951 0 1952, respectivamente, utilizando los mismos procedimientos que su padre.
Casos sonados y sangrantes
Pero los dos suicidios más legendarios del siglo pasado son sin duda los de Virginia Woolf (1882-1941) y Cesare Pavese (1908-1950). En la biografía que le dedicó su sobrino, Quentin Bell, hijo de su hermana Vanessa, se nos dice que Virginia dejó una nota en el mantel y salió hacia las once y media; “dejando el bastón en la orilla del río Ouse, se metió una voluminosa piedra en el bolsillo de su abrigo. Acto seguido se dirigió hacia la muerte, la única experiencia –como le había dicho a Vita– que nunca podré narrar”.
A Cesare Pavese, autotitulado “maestro en el arte de no gozar”, lo que le empujó a la muerte fue saber que su vida se había vaciado de sentido y el encontrarse agotado. “Mientras hay un proyecto, no hay existencia absurda”, escribió el poeta. Pero, ¿si nos falta? Pavese dejó también, en su diario, una última anotación. He aquí lo que en ella dice: “Lo que tememos más secretamente ocurre siempre… Basta un poco de valor…Todo esto da asco. Basta de palabras. Un gesto. No escribiré más”.
Entre las muertes más estremecedoras está la de Emilio Salgari (1862-1911), que murió desangrado en un bosque a las afueras de Turín, tras una angustiosa agonía en la que intentó una y otra vez degollarse con una navaja de barbero.
Suicidas de barras y estrellas
El escopetazo de Ernest Hemingway (1899-1961) es ya legendario. El gran aventurero de la vida y de la literatura sabía que sus días estaban contados (cosa que, por otra parte, sabemos todos). El suicidio de su padre fue en su día una experiencia profunda. Vitalista de la doctrina y de la práctica, su obra está presidida por la muerte.
Jack London (1876-1916), seudónimo de John Griffith London, cuyo origen biológico es incierto (se le supone hijo de una vidente y de un astrólogo), también buscó la muerte cuando la gloria y el dinero le sonreían. Muchos ven en él al precursor de Hemingway. Autodidáctica, rebelde, romántico. Spencer, Charles Darwin, Karl Marx y Nietzsche influyeron en su actitud vital. Revolucionario y derrochador. Gastó, gastó, gastó. Nunca perdonó a una sociedad que le hizo sufrir de forma atroz en su infancia.
Como se sabe, los escritores norteamericanos afrontan su profesión a cuerpo limpio. Muchos de ellos realizaron su aprendizaje en la vida y el éxito, cuando lo alcanzan, viene determinado por la aceptación del público. La incidencia de los poderes públicos es nula, pues en modo alguno entiende el poder –al menos, el poder político– que sea su misión tutelar, para solapadamente luego dirigir, la vida cultural del país. Y, así, como debe de ser, a la intemperie y lejos del presupuesto, el escritor encara la ardua aventura de las letras. Es el público quien, justo e injusto, decide siempre.
David Foster Wallace, la gran promesa de la narrativa estadounidense, se ahorcó en 2008 en su casa. En alguna ocasión había pedido que le protegieran de su propia pulsión de quitarse la vida. Foster, de 46 años, estaba considerado como el mejor cronista del malestar actual de la sociedad norteamericana gracias a obras como La broma infinita o Entrevistas breves con hombres repulsivos
Entre Rusia y España
Serguéi Esenin (1895-1925) y Vladimir Maiakovski (1893-1930) se relacionan por más de un motivo. A primera vista era Maiakovski el que parecía más rudo, más elemental si se quiere, más épico también. Esenin era más lírico, más campesino, aun bajo la apariencia brutal con que a veces se revestía. Se define a sí mismo como golfo, pícaro y gamberro. Gran aficionado a la bebida, se ahorca al término de tres días de borrachera, presa de un ataque de locura, después de escribir unos versos con su propia sangre. Esenin, a su vez, nos dirá que en esta vida morir no es nada nuevo, que lo difícil no es morir, sino seguir viviendo…
La lista es inabarcable, pero la figura de Stefan Zweig (1881-1942) también debe figurar en ella. La experiencia de la guerra y la decadencia de Europa bajo el nazismo fue mortal para este noble espíritu. Antes de acabar con su vida envenenado en Brasil escribió: “Creo que lo mejor es finalizar, en un buen momento y de pie, una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro, y la libertad personal el bien más preciado de la Tierra”. Y su despedida terminaba: “Saludos a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer de Europa después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me voy antes”.
En el apartado español del suicidio literario hay por último ejemplos muy impactantes. El caso de Ángel Ganivet (1865-1898) arrojándose en Finlandia, donde ejercía de cónsul, a un río helado es ya un símbolo en la España del 98. O el de Gabriel Ferrater (1922-1972), que a punto de cumplir cincuenta años se suicidó atándose una bolsa de plástico a la cabeza. Aunque el suicida español más legendario es Mariano José de Larra (1809-1837). Como él mismo dice al final de su artículo: “¡Aquí yace la esperanza!”. Es decir, aquí está enterrada su propia esperanza. Su vida. Ya que la vida no le dio, a él y a tantos otros, tregua, que ahora descansen en paz.
2 Comentarios:
hola, como estas, soy el supay, he puesto ese post por lo bien documentado e interesante, espero sepas perdonar mi pirateada, un abrazo, nos vemos pronto...
http://supay-666.blogia.com/
Piratea todo lo que gustes, siempre y cuando vayan los créditos, jaja.
Abrazos
Gabriel
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