LA TETA ASUSTADA, nominada al Oscar como mejor película extranjera
Gracias a los envíos electrónicos de David Abanto, me entero de la nominación de LA TETA ASUSTADA, de Claudia Llosa, al Oscar como mejor película extranjera. En lo personal me parece una muy buena película, pero tampoco es la gran cosa, menos aún la calificaría como la mejor en la historia del cine peruano. Si me preguntaran por mi película peruana favorita, pues respondería no por una, sino por tres: LA BOCA DEL LOBO de Francisco Lombardi, DÍAS DE SANTIAGO de Josué Méndez y LA MURALLA VERDE de Armando Robles Godoy. Sin embargo, no hay que caer en la mezquindad, la nominación de LTA es de por sí un hecho histórico, y algo me dice que puede ganar. Ojalá sea así.
Pego entonces una reseña de Ricardo Bedoya, publicada el domingo 22 de marzo del año pasado, en El Comercio.
En “La teta asustada”, Fausta (Magaly Solier) no deja de caminar. Lo hace en el hospital, en el mercado, por los corredores de la casa de Aída, entre bastidores hacia el escenario de un teatro, en su barrio. La cámara de Claudia Llosa la sigue en su tránsito. ¿Hacia dónde va la caminante? ¿De qué se aleja? ¿Qué encuentra en el camino? ¿Qué toma y qué deja en su itinerario?
Fausta transita entre dos órdenes de elementos naturales antagónicos, pero imbricados: la “tierra” y el “agua”. En vía de superar el apego arcaico a la madre, convertida en un cuerpo muerto y en trance de descomposición, corta la vinculación mórbida con la “tierra”, sustrayendo el tubérculo que sella su cuerpo llenándolo de raíces y bacterias, para acceder al florecimiento personal, la afirmación de su capacidad creadora y el ejercicio de su sexualidad en el orden abierto del “aire” y del “mar”.
EL CUENTO DE FAUSTA
Fausta, por eso, es un personaje singular. Protagoniza una aventura personal, pero además condensa la trayectoria simbólica de una película que se ofrece con los tiempos y fases de un cuento o una fábula.
Al inicio, Fausta solo tiene voz. Canta para expresar el dolor de la memoria intrauterina de la violencia y su propia capacidad para fabular, inventando canciones que solo ella escucha (a veces escuchamos las canciones sin ver el movimiento de sus labios, lo que lleva a una dimensión de sentido muy rica que, lástima, no podemos analizar). Solo importa la voz porque su cuerpo rechaza cualquier contacto, roce o toque. Es un cuerpo que se moviliza pero nada más, porque ha somatizado el terror. Las manos contraídas, cerradas en puños, de Magaly Solier son expresión visual del enraizamiento del dolor: manos nudosas como papas.
La joven oscura y taciturna es vista con inquietud por su entorno social. Está enferma de miedo y solo ella puede ser rozada por el pezón de la madre muerta porque ya adquirió la enfermedad. Fausta es refractaria a las celebraciones matrimoniales que organiza su familia. Opaca, contraída, con las manos agarrotadas, es excéntrica a ese mundo colorido de artefactos kitsch, de platos de causa servidos con cubiertos rosados, de velos de novia sujetos con globos, de ataúdes llamativos, de trampantojos con paisajes marinos en medio del desierto limeño. La cámara registra los ritos de la modernidad popular, hecha de fusiones insólitas, con una distancia que reproduce la impávida subjetividad de Fausta, que lo mira todo desde el miedo arcaico y la memoria del dolor ancestral. Marcada por los fantasmas de la esterilidad, la impotencia, la agresión y el disgusto sexual, es ajena a las efusiones y promesas de eterna felicidad conyugal.
Alejándose de los desbordes kitsch, Fausta entra a la casa de Aída, que luce como un castillo protector separado del “desborde popular” por una puerta levadiza. Encuentra entonces a dos personajes de valencias opuestas: la mujer con función narrativa de “hada protectora” (con el pago de su trabajo logrará el entierro de su madre), pero que se revela malévola y depredadora, y el jardinero bienhechor. El encuentro con cada uno de esos personajes marca el rumbo de su relación con ellos. Fausta conoce a la señora Aída luego de avanzar por las estancias de una casa que recorre como si estuviera en un laberinto. El desenfoque de los fondos acentúa la impresión de suspenso, de ocurrencia inminente de algo fuerte o acaso siniestro. En el dormitorio de Aída, severo y ocre, decorado con fotos antiguas en las que destaca el retrato de un militar sobre el que se refleja Fausta sosteniendo un taladro, tiene la muchacha el estremecimiento de ver la representación dolorosa de su trauma (el militar agresor) y la intuición del malestar que vendrá. El encuentro con el jardinero, en cambio, está marcado por un salvoconducto. Fausta, la de los puños contraídos como papas, le pide al jardinero que muestre sus manos para dejarlo entrar: el hombre extiende una mano abierta y rugosa.
LOS TRES CONTRATOS
Como en “Madeinusa”, cuya trama narrativa estaba estructurada en torno a intercambios y reciprocidades, aquí también hay pactos. Fausta celebra contratos con Aída y con el jardinero. El primero es explícito, dicho, declarado: Fausta entregará canciones y recibirá perlas de la señora. Emilio Bustamante, en un interesante artículo publicado en el blog “Páginas del diario de Satán”, citando a Luis Millones y a Hiroyasu Tomoeda, ha explicado uno de los sentidos de ese intercambio y de la canción de la sirena: “En la cultura andina existe la creencia de que algunos músicos pactan con las sirenas como si lo hicieran con el diablo; ellas les afinan los instrumentos o les otorgan un don a cambio de su alma. El tiempo de vida de los músicos es contado por la sirena en granos de quinua que el sujeto tentado le entrega. Cuando acaba el conteo, acaba la vida del músico y la sirena se lleva su alma al fondo del mar (o al infierno)”.
El otro contrato celebrado por Fausta es implícito y está en el orden de lo no-dicho: el jardinero la ayudará a florecer, despertando sus sensaciones, deseos e instintos, a cambio de entablar conversaciones en quechua, esa lengua de los afectos íntimos y las querencias ancestrales.
A Aída le interesa la voz de Fausta. Al jardinero, el cuerpo y los sentidos de la muchacha. Aída establece una relación de dominación con Fausta (más que al mito fáustico, esa relación evoca la apropiación de la sensibilidad de la “plebeya” enfermera por la altiva actriz en “Persona”, de Ingmar Bergman), que culmina con la apropiación de su canción, pero no de su voz. El jardinero, en cambio, mezcla los afectos paternales con la atracción erótica. Cuida a la muchacha, la estimula con el olor de las flores y el sabor de los caramelos, le explica la persistencia de la música aun cuando el instrumento esté roto y la rescata del “castillo de la bruja” en una escena en la que Fausta le muestra —involuntariamente— el seno al jardinero, anunciando el último ciclo de la película y el contrato final de Fausta.
El último segmento de “La teta asustada” se vuelca con nitidez a lo simbólico. Antes que por la claridad de la narración, Llosa opta por la sugerencia, la omisión y el misterio. Fausta celebra entonces su último contrato, de afanes cósmicos: ofrece al mar el cuerpo de la madre a cambio del alma que perdió. La imagen final muestra a Fausta celebrando el olor de unas papas florecidas. La cámara recorre el tallo erguido y culmina su recorrido mostrando las formas redondeadas de las papas que sobresalen de la tierra. Fausta está abierta a otros sentidos y posibilidades de vida, que no excluyen la presencia de lo fálico.
1 Comentarios:
Un gran triunfo que llena de orgullo a todos los peruanos
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