lunes, marzo 15, 2010

Adelantos de la novela TSUNAMI, de Ezio Neyra

Ezio Neyra es autor de las novelas HABRÁ QUE HACER MIENTRAS TANTO y TODAS MIS MUERTES. Sin lugar a dudas es una de las plumas más interesantes de la nueva camada de escritores peruanos. En el curso del año publicará TSUNAMI, su tercera novela.
Si quieren saber de qué va esta nueva entrega de Neyra, pego a continuación un fragmento publicado semanas atrás en el blog del crítico y escritor Julio Ortega. También pueden entrar aquí, en donde podrán leer otro fragmento, esta vez en la revista Literal (página 44).


Cuando la tarde ya estaba a punto de convertirse en noche y nosotros
paseábamos por la plaza San Martín, me detuve en un teléfono público para
llamar a Julia, y tras hablar quedamos en juntarnos a almorzar al siguiente
día en un Centro Comercial. Al teléfono, ella me daba indicaciones de cómo
llegar, confirmé cuánto me excitaba el acento de las argentinas, y yo sólo
atinaba a decirle que no entendía bien, y seguro que ella pensó que yo era
un poco tarado aunque la verdad, que no se la podía decir, era que sólo
quería seguir escuchándola y al fin y al cabo qué importaba si pensaba si yo
era un tarado o no. Esa noche salimos a comer unas carnes, *comida argentina* anunciaba el
letrero del restaurante, y mamá siguió quejándose de la maleta perdida.
"Esto no hubiera pasado hace treinta años. Algo está mal ahora. Algo ha
cambiado." De regreso en el hotel, volvió a quejarse en la recepción, el recepcionista
del turno de noche puso cara de no entender bien de qué se quejaba esa
peruana, y a mí me costó quedarme dormido. Al rato me metí al baño y me
masturbé observando lo único que tenía de Julia: una fotografía que Juan
Carlos me había dado para que pudiera reconocerla, en la que aparecía
sentada con las piernas cruzadas sobre una silla verde reclinable. Enfrente
había un escritorio blanco con tres cuadernos sobre él. Encima del
escritorio, dos repisas cargaban varios libros, la mayoría de ellos muy
delgados y con imágenes coloridas en sus carátulas, pequeñas novelas para
estudiantes de inglés. Julia, la sonrisa abierta, miraba la cámara
fijamente, su largo pelo le cubría ambas orejas. Su piel parecía suave y sus
hombros y su cara estaban llenas de pequeñas pecas. Recuerdo que pensé que
tenía la nariz grande, muy grande, y que a mí nunca me habían gustado las
narizonas. Pero también pensé que quizá era culpa del ángulo en que la foto
había sido tomada y finalmente concluí que qué importaba, que incluso hasta
eso, hasta la existencia de su tremenda narizota, podía perdonarle con tal
de que, eso sí, fuera bien argentina y me tratara de *vos* y me enseñara a
bailar tango mientras comíamos un buen pedazo de bife de chorizo con
chimichurri y todas esas cosas con las que empecé a soñar minutos más tarde
cuando me quedé dormido.

Llegué al Palermo Shopping unos minutos antes de lo acordado y tuve tiempo
para pasar por algunas tiendas y ver a las vendedoras que me sonreían porque
querían que les comprara algo y yo como un bobo le entraba al juego y
aparentaba que lo haría y entraba y levantaba el pantalón o la camisa o lo
que fuera y observaba las prendas y luego salía de las tiendas con las manos
vacías y las vendedoras aprovechaban para mirarme con mala cara y
seguramente para maldecirme despacito. Despacito, pero con acento argentino,
como me gustaba. Cuando era hora, caminé hasta el patio de comidas y me
senté a esperar, con el paquete para Julia bien sujetado bajo mi brazo. Me
preguntaba qué le habría mandado Juan Carlos y estuve a punto de abrir un
pequeño orificio en el paquete para observar en su interior, siempre podía
inventarle alguna excusa, si no hubiese sido porque poco después sentí que
me tocaban el hombro.

"Sí, sí, soy yo", dije, y Julia se sentó frente a mí y sonreía y sonreía
como si no tuviera palabras.

Tras el silencio, hablamos por aproximadamente una hora. Hablamos del clima
en esa época del año, hablamos de Juan Carlos, de cómo se conocieron en una
universidad de Virginia, de lo poco que le gustó pasar esos meses en Estados
Unidos.

"Qué país tan frío", decía, "yo prefiero Argentina; perdón, Latinoamérica."

Por mi parte, hablé poco, hablé mucho menos de lo que habló ella quizá
porque lo que yo realmente quería era escucharla y observarla y para eso no
era necesario pretender y tratar de decir cosas inteligentes. Vestía unas
botas altas de tela negra, unos jeans color guinda, un saco pequeño y ligero
debajo del cual llevaba una camisa gris. Su cuello estaba cubierto por una
bufanda verde. Me percaté de que su cara no tenía tantas pecas como en la
foto y de que su nariz, en efecto, no era pequeña, ni siquiera mediana, sino
una enorme narizota cuyo tabique se situaba incluso por encima, bien al
medio de sus cejas, que el del resto de narizotas que había conocido hasta
ese momento. Como Julia seguía hablando y yo sólo debía decir cosas como
"sí, el clima está muy raro" o "no, en Lima nunca hace frío", trataba de
darme razones helénicas, mitológicas, para no descartar la posibilidad de
acostarme con ella únicamente debido a su nariz. Se me vino a la cabeza,
recuerdo, la imagen de una clavadista soviética de nombre Svletana que había
visto por televisión durante las Olimpiadas de Seúl. La cámara hacía la toma
de abajo hacia arriba, y todo lo que yo veía era una rubia perfecta de
piernas larguísimas y de traje de baño azul que dudaba ante el salto al
vacío que estaba por realizar. Tras el salto, que incluyó no sé cuántas
vueltas de atrás hacia adelante y hacia todos los costados, esas cosas que
uno nunca entenderá cómo pueden llevarse a cabo, Svletana, la bella
Svletana, sacó primero su cabeza y luego todo su cuerpo de la piscina y la
cámara por fin hizo que su cara fuera visible a los televidentes que tan
ansiosamente esperábamos la imagen completa de su cuerpo. La desilusión
llegó de inmediato cuando fue evidente que lo que más resaltaba de su figura
no era ni su fabuloso cuerpo, mojado tras el salto, ni su piel dorada ni su
largo pelo que ya había dejado caer hasta más allá de sus hombros. Lo que,
en cambio, más sobresalía era su monumental nariz. Si bien al comienzo me
sentí como decepcionado, y mi malestar duró varios segundos, poco después,
cuando a Svletana se le dio por saltar sonriente de un lado para otro debido
al fantástico puntaje que recibió, a mí también se me dio por sonreír, por
poco empiezo también a brincar, y por pensar que al fin y al cabo no era tan
grave, que sólo se trataba de una nariz, de una nariz soviética, que no era
más que una parte pequeñísima de esa idealizada Svletana que se mantuvo
saltando como un canguro y que luego se trepó a los brazos de su entrenadora
y la llenó de besos al mismo tiempo que yo comenzaba a pensar en hacerme de
grande entrenadora soviética de salto ornamental. Lejos ya Svletana, Julia
seguía sentada frente a mí, sin traje de baño, con el pelo recogido y la
piel seca, pero con una nariz cuyas dimensiones competían con las de su
rival soviética, sobre todo cuando uno se le sentaba enfrente y ella
continuaba hablando poniéndose un poquito de perfil y a mí me entraban las
ganas de recomendarle que mejor se sentase mirando bien de frente.

Nariz aparte, Julia era encantadora.

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