Señalamiento de lo imposible
A continuación, el excelente texto del narrador Alexis Iparraguirre, leído en el marco del Congreso Nacional de Excritores de Literatura Fantástica y Ciencia Ficción Peruana, llevado a cabo el último fin de semana en la Casa de la Literatura Peruana.
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Lo imposible es asunto antiguo en la literatura. Acaso la religión aún reciente el despojo de este conjuro primigenio y visiblemente suyo. Así, los hombres han tenido alas desde Caldea y Yavé es un asaltante que camina por el Sinaí y hostiga a los judíos con sus demandas de brujo egocéntrico: ámenme solo a mí, únicamente a mí, y entonces entendemos las exigencias seniles del rey Lear a sus hijas en el drama de Shakespeare; la literatura y la religión se conocen de cerca y saben los efectos de lo imposible y lo inusitado en los simples mortales.
Pero la religión, como los hombres que huían de la nocturnidad para que el lobo no los devore en la noche de los tiempos, sabía, que lo imposible pertenecía al orden de la vida real para bien o para mal. El profeta abre los ojos en una costa desconocida, y observa navegar a Leviatán, el de las mis varas, permutación de la forma demoniaca. El demonio es un ángel caído cuyo encuentro estremece, pero que se entiende tanto como encontrarse con Yavé en el desierto, o con el depredador en el bosque. Frente a ello, la literatura afirma su linaje seglar y herético introduciendo a la verdad de los hechos la variedad del matiz. Un lobo puede hablar y disfrazarse de abuela; un lobo puede ser el sirviente de un hombre oscuro en una calle oscura que encuentra en el perfil del cuello macilento de una dama el camino de la sangre pero también el de un lecho para el despliegue de sus deseos; un vampiro, a veces, no ha clavado su espada contra una cruz sino que halla su camino entre los laberintos inciertos de la evolución para fundamentar una nueva y acaso inhumana humanidad. Pero la literatura no supone que sus maravillas integren el tejido de lo real. La literatura vive porque supone un mundo real que ha desterrado de sí, entre otras muchas experiencias probables, lo imposible. Nuestro mundo , a diferencia del de los pueblos del desierto, simplemente desaparece lo imprevisible de lo efectivamente sensible: el hombre alado caminando entre nosotros, la zarza ardiendo que no incendia, los carros de fuego que convierten a los profetas en otros dioses.
La modernidad llama a todo eso inventos inciertos, fastos necesarios de la imaginación cuyo cultivo concentrado en las artes y en el entretenimiento podía revertir en la libertad del espíritu o en su adecuada distención; a lo sumo, prefiguraciones fantasiosas que modelaban a los niños y a los jóvenes para afrontar los verdaderos acontecimientos serios de la vida adulta. Como toda visión racional, la modernidad pretendió, sin incidía, reducir la suma de los hechos a unos cuantos axiomas. No es de extrañar que quienes desprecian la religión por supersticiosa desprecian el trato con lo imposible pensando que enfrentan el mismo tipo de engaño. No lo es: la religión es una manera de procesar lo imposible; la modernidad es un método para negarlo. En ella, la literatura sobre lo imposible es un huerto cerrado, poblado por las formas públicamente risibles de lo inadmisible: los ovnis, lo paranormal, la ciencia de los psicópatas, los abracabadras para subnormales.
A veces, es cierto. No toda literatura sobre lo imposible es un inquietante encuentro con la verdad sobre el error metodológico de la existencia moderna: a saber, que el mundo es el drama del hombre y únicamente de lo que conoce. Pero ello no la hace inútil ni mucho menos: la literatura sobre lo conocido persistentemente urde, como las arañas, finísimas o inesperadas distinciones, cuanto más sensibles más asombrosas, sobre lo que sabemos cuando nos miramos al espejo. Así, existe alguien llamado Marcel que puede no encontrarse a sí mismo porque su madre no le dio el beso de buenas noches; nos exaspera un estudiante de los jesuitas en Dublín que requiere a un padre ausente del modo en que solo sucede en la Odisea o en Hamlet. Del mismo modo, entendemos que los elfos, enanos y guerreros de los hombres son heraldos de los bosques en retirada contra el maquinismo inhumano de los hechiceros negros y del Ojo, que también son alemanes fanatizados y la Esvástica; sabemos que algunos vampiros son solo adolescentes que sienten miedo y ardor por la pequeña muerte que es el sexo. Esa literatura es intensa o emocionante o es la conmoción para ese lado del corazón que trafica, pero no con sueños, que está intacto, ajeno a la desilusión o al deseo. Pero de esa literatura no me interesa hablar hoy.
Me interesa la que convoca lo imposible y no lo puede domar como los médicos a la mala salud. Ofrezco un ejemplo: dos magos pelean; hoy no me interesa confirmar que vence el más noble. Hoy me interesa saber si alguno duda de que es mago porque sueña con ovejas negras (tal vez con ovejas eléctricas), o con que los magos no existen. O con que los magos que sueñan no pelean porque se los dice el niño con fierros que cruza incidentalmente la calle a las seis de la tarde. O el niño cruza la calle al mediodía y, solo para él, las niñas son magas mutiladas por una pelea inconclusa, lo que se comprueba cuando, venturosamente, les renacen de las clavículas ínfimas las alas de ángel.
Confieso que una vez supe que se podía hablar con los muertos. No con médiums. Con máquinas en tanatorios. Las mujeres no dejaban de estar casadas con los difuntos, que encerrados en sarcófagos de cristal, les seguían diciendo el presupuesto del diario a sus cónyuges desde el otro mundo. Ese es el universo de Ubik, una novela de Phil K. Dick. En ella, no me extraña que la tecnología consiga que la electricidad de los cerebros de los hombres sigan generando pensamientos después de que sus corazones se aquietan o sus cuerpos se despedazan en accidentes cósmicos. Más bien, me parece un imposible en estado puro el impreciso sitio de la muerte que consigue Dick. Parece un umbral reducido por las máquinas a lo controlable y predecible, pero es el pozo que contiene a las máquinas, a los personajes, al lector, y comprobamos nuestro engaño y nuestra ignorancia porque ella depreda invisible y meticulosamente cualquier explicación sobre cualquier asunto en “Ubik”. “Ubik” es una novela sobre el control tecnológico de la muerte, una operación de compra y venta para parientes melancólicos. Pero Dick enuncia la muerte de los semivivos sin explicarla, como los lobos en la noche o los hombres alados en el desierto de los judíos. Pero, más aún, la hace evidente a los sentidos, aunque sigue siendo un trasmundo imposible para la comprensión de los hombres y nunca deja de serlo, incluso para Dick mismo. No es el drama de velorio o del hospital de los tiempos modernos, donde morir es algo que siempre le pasa a otros, los que son adecuadamente, civilizadamente, limpiados, vestidos y empaquetados para que la familia extensa se vista de duelo el fin de semana. En “Ubik”, la muerte es algo que nos pasa a nosotros constantemente y nos está devorando siempre y metódicamente. Y solo se puede decir que es “algo” porque, como todo lo real imposible, no tenemos (nunca tendremos) formas de hacerlo nuestro. Nuestros ancestros se protegían de ello haciendo el gesto contra el mal de ojo, o la señal de la cruz.
Nosotros los emulamos cerrando buenos libros y pensamos en ellos horas, días, quizás toda la vida. Pero nuestros ancestros sabían que eso estaba ahí, esperando. Por eso me interesa una literatura que procese lo imposible real, porque no existe nada parecido en nuestro mundo para enfrentar los zarpazos que provienen de ese espacio, a menos que se acepten los tristes consuelos de la religión. Desde luego, también porque lo imposible irreductible es un detonante de los delirios de la imaginación, placeres difíciles que son cada vez menos incitados porque se nos ofrecen como inútiles frente a una imagen inalterable del mundo común: cada mañana la misma ciudad, el mismo cielo, la misma cosas en el sitio de siempre.
Me gusta escribir sobre hechos imposibles irreductibles porque tengo la esperanza de poder evocarlos de la forma en que las gitanas leen el futuro, mirándolos en la ansiedad y en ilusión del curioso cuya mano sostienen. Compruebo que no soy buen fisionomista. He escrito un libro cuya contratapa copio: “Siete relatos protagonizados por niños genios, por adolescentes hipnotizados por la droga menos, ancianos agitados por la locura, detectives acorralados por un asesino, y un enigmático francotirador se sitúan en un barrio de pesadillas, condenado a ser devastado por huracanes apocalípticos”. Desde luego, tengo el anhelo que eso sean solo márgenes, la invocación de un hechicero loco que pide a los lectores que lo amen, como otro que persigue a gritos a un pueblo en un desierto. Lo imposible está en el centro de las historias a las que esa contratapa presta boca, como una máquina ingenua que quiere extraer voces al hocico de la muerte.
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