Locos por Mad Men
Mad Men. Venía leyendo muy buenas referencias sobre esta serie de tv. Digamos que mi fidelidad a The Wire impedía que la vea como tenía que ser: sin picar capítulos.
Hasta que por fin me decidí y compré todas las temporadas. Y qué mejor que verlas en este contexto electoral. Hasta hace algunas horas, mientras muchos amigos se peleaban y discutían en Facebook por el debate presidencial, yo me reconciliaba con la vida con la primera temporada, que me dejó exhausto y satisfecho.
Los que aún no se acercan a esta excelente serie, les dejo este artículo de Clive James. Publicado en El Malpensante.
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Entre la creciente audiencia mundial que compra series de televisión gringas en DVD, una silenciosa pero grave locura por Mad Men se esparce a niveles altamente sofisticados. Algunas personas nunca comprarían una colección de Entourage (demasiado tonta), Californication (demasiado sucia), Band of Brothers (demasiado ruidosa), Los Soprano (demasiado macabra), The Wire (demasiadas drogas) o incluso de The West Wing (demasiado perspicaz), pero todos tienen una temporada de Mad Men, aunque no hayan visto un solo episodio en televisión.
De hecho, las transmisiones de Mad Men en los canales principales atraen a una audiencia notablemente restringida. En su país de origen, Estados Unidos, el programa fue un éxito para el canal de cable que lo produjo (AMC). Sin embargo, una gran audiencia de televisión por cable equivale a un pequeño porcentaje del raiting de una cadena nacional; además, cuando el programa sale al aire en otros países suele tener un impacto mucho menor.
De todas maneras, los distribuidores de las colecciones en DVD siguen felices porque hay una élite de consumidores cuyo apetito parece crecer por el hecho de que casi nadie conoce el producto. Es como un helado hecho en casa que pasa a manos de un gran fabricante: el mercadeo girará en torno a transmitir el mensaje de que el producto sigue siendo hecho en casa, incluso si sale a camionadas de una fábrica.
He ahí una lección publicitaria: la demanda masiva por un producto usualmente comienza cuando nadie sabe de él, excepto tú y tus amigos. Mad Men está llena de lecciones que se aprendieron sobre la publicidad en sus años de auge, al final de la década de los cincuenta y principios de los sesenta. (Mad Men es una abreviatura de “Madison Avenue Men”, pero eso ustedes ya lo sabían.) Y como eran días de apogeo, llegaban al negocio personas que por su inteligencia antes hubieran podido mantenerse al margen. Precisamente, uno de los ganchos más emocionantes del programa es la sensación que produce ver gente mentalmente enérgica siendo pionera y construyendo una nueva ciudad cuyas bases éticas podrían cuestionar si no disfrutaran tanto de la ausencia de ley, la efervescencia sexual y la vista de Nueva York desde los pisos más altos. En este sentido, el antecedente más cercano de la serie es Deadwood: los hombres de Madison Avenue son forajidos despiadados del oeste con trajes a la medida, que maldicen menos pero fuman mucho más. Y ellos también arriesgan la vida. Ciertamente los actores de Mad Men podrían morir por fumar tantos cigarrillos mentolados.
Si el programa tiene una debilidad –y me atrevo a decir que sí la tiene– es que la emoción que produce esa inteligencia competitiva y tumultuosa es a veces atenuada por un énfasis persistente en los personajes. Sin embargo, eso podría ser parte de su atractivo elitista: cuando algo que sonaba inicialmente como una breve historia de misterio de Raymond Chandler amenaza con convertirse en una novela lenta de Henry James, siempre habrá lectores que se sientan halagados –y podrían tener razón–. Los estudios de personaje son difíciles de hacer y representan una gran oportunidad para los actores.
La figura central de Mad Men es producto de un estudio de personaje y poco más que eso. Alto, apuesto, enigmático y dominante sin mayor esfuerzo, Don Draper es el director creativo de la agencia Sterling Cooper. El nombre de la agencia es inventado y resulta que su nombre, Don Draper, también lo es, o robado. En un capítulo vemos que durante la Guerra de Corea le sustrae a un compañero muerto las chapas de identificación y regresa a casa con una identidad falsa. Entonces, llega a la avenida al menos con un conflicto interior, muy complejo, y hay muchos más esperándolo en el camino.
El actor escogido para el papel es ideal para representar a una figura de autoridad llena de secretos. Bendecido con una voz profunda, porte de atleta y buena apariencia –por encima del promedio pero dentro del rango de lo creíble–, Jon Hamm es el actor que lo tiene todo, excepto la sensatez de haber cambiado su nombre. Debió haber un momento, antes del éxito, en el que todavía tenía la oportunidad de hacerse llamar, digamos, Jon Hunque. Su agente y todos sus amigos deben haber intentado decirle: “Escucha Jon, por Dios, escucha, vas a ser un gran actor, pero Ham significa mal actor, incluso con una m adicional. Cámbiatelo, cámbiatelo”. No lo hizo porque no era necesario. Estamos en un nuevo mundo en el que el mercado de masas puede lidiar con los hechos tal como son, crudos.
En el viejo mundo, como aparece en Mad Men, esto no es posible. Los hechos tienen que ser amañados por los hombres de Madison Avenue. Muy pocos de los personajes de la serie son mujeres, pero, como la inteligencia creativa es un requisito, hay una puerta abierta para chicas talentosas que quieran entrar, aunque al otro lado las estén esperando hombres con la ética sexual de una jauría de lobos exaltados por el alcohol. Con carita de cierva por su mirada tímida, pero con una aguda inteligencia, Peggy Olson (Elisabeth Moss) está resuelta a destacarse contra todos los prejuicios. Embarazada por un ejecutivo de cuenta ¬–una actuación excepcional de Vincent Kartheiser–, entrega el bebé a sus familiares para evitar que se le convierta en un lastre en su carrera.
Una de las incontables contradicciones internas de Don Draper es que puede reconocer el potencial de Peggy, y a la vez reprimir sin escrúpulos a su mujer. Betty (January Jones) era una modelo al estilo Grace Kelly hasta que conoció a Don; desde entonces, cuando no está en el diván, es la típica ama de casa desesperada. No tiene la menor idea de qué hace su marido en la oficina ni mucho menos fuera de ella después del almuerzo. Sin embargo, mientras está en el trabajo, Don debe cuidarse del ojo vigilante de la jefe de secretarias, Joan Holloway (Christina Hendricks), cuyo pronunciado trasero puede ser considerado el segundo personaje más importante de la serie. La mayoría de artículos escritos sobre Mad Men, especialmente aquellos firmados por mujeres, mencionan la prominente retaguardia de Joan, incluso antes de hacer referencia al reto sexual que impone la mirada meditabunda de Don Draper. La suposición general es que se ha hecho un trabajo extraordinario al reproducir cómo eran las cosas en esos días.
Y así es, especialmente en el aspecto visual. Desde los créditos iniciales, que hacen pensar en el trabajo que Saul Bass hizo alguna vez para Alfred Hitchcock, la apariencia de la serie repara en cada detalle de la época. Los cortes de pelo y el vestuario de los hombres son absolutamente exactos. La ropa de las mujeres es tan perfecta que duele: también la corsetería bajo los vestidos está en su lugar. Todos los elementos gráficos se han diseñados desde cero, evadiendo la torpeza de los directores de arte que suelen representar a los personajes de la época leyendo revistas que lucen viejas.
Incluso a los que vivimos esa época nos costará mucho trabajo encontrar errores, y los que no, bien podrán sentir que la atmósfera de una poderosa agencia de publicidad ha sido capturada. Bajo los techos, casi siempre encuadrados dentro de la toma –la cámara pasa la mitad del tiempo apuntando hacia arriba desde una altura inferior a los ojos–, la olla a presión está a punto de explotar, cargada de angustia, ambición y tensión sexual. No hay tomas con cámara en mano ni con steadicam, hasta el estilo de grabación es tomado de la época. Podrías llegar a pensar que se trata solo de eso. Sin embargo, hay más de un motivo para preocuparse por la voluptuosa figura de Joan.
Ella es una parodia e incluso en ese momento hubiera sido considerada una exageración. Su convicción de que el único destino deseable para una joven oficinista es el matrimonio suena plausible, pero su personificación de bomba sexual es una construcción del creador del programa para mostrarnos un pasado con rasgos mucho más definidos de los que realmente tuvo. Matthew Weiner –quien controla Mad Men de la misma forma que Aaron Sorkin controlaba The West Wing– ha divisado una historia compleja sobre personajes brillantes, pero la ha simplificado en el proceso. La idea de que una mujer debía ser una yegua de cría ciertamente todavía era frecuente, pero hombres tan inteligentes como los ejecutivos de publicidad ya se la cuestionaban. Cuando Marilyn Monroe sacude el trasero en Niágara, de 1953, ya había muchos hombres que sabían que era un chiste, y para principios de los sesenta el ideal de una sensualidad descarada ya había dado paso a algo mucho más sutil en la mente de cualquier hombre que pudiera leer.
Justo ahí, sin embargo, radica la gran inverosimilitud de la serie. La mayoría de los hombres de Mad Men van por la vida como si no leyeran nada más que los copy de sus propios comerciales. El único intelectual entre ellos fuma pipa para demostrar una inusual introspección; los demás viven en un mundo sin libros. Ni siquiera el ultrainteligente Don Draper tiene un libro en su casa. En un momento de la trama se topa con una colección de poemas de Frank O’Hara y su atención es capturada por la palabra impresa. (Este episodio ha hecho con las ventas póstumas de O’Hara lo que Cuatro bodas y un funeral hizo con W. H. Auden, pero esta vez los lectores probablemente quedaron muy confundidos porque los poemas de O’Hara pocas veces llegan más allá de no ser prosa.) De resto, el hombre de las grandes ideas de la agencia actúa como si Gutenberg nunca hubiera existido.
En Mad Men, las corporaciones nunca cuestionan su derecho a manipular una audiencia cautiva. La verdad histórica es muy diferente. Vance Packard ya había publicado Las formas ocultas de la propaganda y la élite de la sociedad de consumo lo había leído. Los libros de crítica social eran bestsellers y películas como Marty ganaron el Oscar. Bob Newhart, Mort Sahl y Lenny Bruce ya habían grabado sus discos satíricos y la mayoría de los hombres de Madison Avenue los habían escuchado. Algunos de estos publicistas, entre los que se destaca David Ogilvy, estaban produciendo comerciales exitosos que parodiaban los fundamentos de su cultura. Estos hombres eran mucho más conscientes de lo que estaban haciendo, de en qué estaban metidos, de lo que la serie los hace parecer. Hubieran discutido y, tratándose de personas inteligentes, podría esperarse que tuvieran argumentos inteligentes acerca de los fines éticos y los métodos legítimos de su oficio.
Y ése hubiera sido el conflicto realmente interesante en la mente de Don Draper. El personaje pasa la mayoría del tiempo cuestionándose, pero casi nunca cuestiona su trabajo. Aunque ello tendría que haber sido justamente parte de su trabajo, pues una de las formas en que se desarrolló la publicidad fue haciéndose más consciente de sí misma. La publicidad era un medio y cuestionarse era lo que todos los medios hacían en su camino hacia la construcción del mundo mediático en el que ahora vivimos.
El mundo mediático en el que ahora vivimos ha creado Mad Men, un producto de alta calidad y con plena conciencia de que su audiencia prefiere buscarlo a estrellarse con él por la fuerza. Incluso cuando se estrellan con él por la fuerza, gracias a una hábil campaña de promoción internacional, siguen convencidos de que lo descubrieron solos. Pero lo que están descubriendo es otra ilusión, una ilusión extraordinariamente matizada y fascinante, la ilusión de un pasado en el que incluso las personas más brillantes no eran tan brillantes como nosotros. Se habla mucho en la prensa de que el secreto del atractivo de la serie radica en la nostalgia: nostalgia de los tiempos en que un hombre era un hombre, una mujer con curvas de reloj de arena no tenía otra ambición que quedarse en casa y cocinar, y todo el mundo fumaba como un tren sin pensar en pisar los frenos. Pero hay algo más. El acierto de no presentar la vida en la Avenida Madison como un parque de diversiones.
En realidad parece más una prisión, y la joven Peggy debe luchar para escapar de ella. Pero nadie piensa en fugarse, aunque la verdad incómoda es que muchos publicistas de la época lo estaban pensando. Simplemente no habían resuelto qué hacer después porque estaban atrapados en una paradoja: la riqueza que ganaban era lo que les daba la libertad de cuestionar sus vidas. Sumidos en la misma paradoja, nos deleitamos con la oportunidad de mirar hacia atrás de manera condescendiente a estos tipos tan inteligentes por no haber sido lo suficientemente inteligentes para vivir como ahora. Mad Men es una campaña de mercadeo: lo que vende es un sentido de superioridad y lo vende de forma brillante. Personalmente, no me canso de ver esta serie. Pero entonces tampoco podría cansarme de fumar esos cigarrillos Rothmans King Size en su nueva cajetilla.
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