¿Hay ministro de Cultura?
Vi hace unos días el Cristo del Pacífico, también llamado El Gordo Vago. Tamaña huachafada que nos deja el saliente presidente García. Un capricho que pudo evitarse si personas como el Ministro de Cultura, Juan Ossio, no hubieran hecho alarde de una actitud pasiva y ahuevada.
Al respecto, este artículo de Víctor Vich en La República.
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Quizá en un país como el Perú nada hubiera podido impedir que Alan García instalara ese Cristo en el Morro Solar. La falta de instituciones (y unos medios de comunicación que no ayudan a redefinir la política) da pie a que ella siga entendiéndose como la necesidad de hacer “grandes obras” y nunca como la urgencia por construir aparatos institucionales sólidos y descentralizados que impidan el paso de la autoridad al autoritarismo. La falta de instituciones en el país promueve que un Presidente, cual Rey, pueda hacer lo que quiera, como quiera y donde quiera.
Pero en esta historia del Cristo en el Morro Solar hay un responsable adicional, y debo decirlo aunque ello me cueste el saludo y la amistad universitaria. Me refiero al ministro de Cultura, Juan Ossio. Me explico mejor: si ha existido alguna autoridad que pudo haber contribuido a frenar tal barbaridad, esa debió haber sido el ministro de Cultura, quien debió mostrar su disenso y no defender lo indefendible. ¿Por qué no lo hizo? La respuesta no es difícil: porque en el Perú hasta los sectores más ilustrados siguen entendiendo la política como una “prebenda” y como un conjunto de favores que hay que agradecer; porque en el Perú la política sigue siendo una suma de complicidades con el “amo tutelar” a quien nunca hay que cuestionar y al que hay que apañar en todos su engreimientos.
El ministro Ossio debió discrepar de tal atentado contra la ciudad y liderar la oposición contra ese monumento que es una ofensa múltiple a nuestra propia tradición religiosa, al espacio público, a todos los artistas del país y a las propias políticas culturales que en este momento muchos colectivos, intelectuales y activistas están intentado ejecutar. El ministro debió renunciar a su cargo y hacer entrar en razón al presidente, o enfrentarse a él. Quizá, si él renunciaba, hubiera existido una pequeña crisis de gabinete y algo se hubiera podido negociar. El propio ministro hubiera podido liderar la oposición con todo el sector cultural y ello hubiera contribuido a su mayor cohesión. No conozco a nadie del sector cultural que se encuentre a favor de ese monumento atroz e indefendible. No hay que ser ningún radical para afirmar que se trata de una obra demencial.
Pero lo que más llama la atención de esta historia es que el ministro Juan Ossio sea un antropólogo de profesión, es decir, una persona que apuesta por las particularidades locales y que las defiende y fomenta. La antropología, hasta donde yo sé, hace todo lo contrario a promover la imitación burda de otras culturas y ha sido justamente esa disciplina la que ha descubierto que ese tipo de prácticas es siempre un gesto autoritario de poder.
Da mucha pena que el Ministerio de Cultura termine así su primer periodo de funcionamiento. Hoy sabemos que la aprobación de tal monumento solo duró un día en ese ministerio. Es muy triste haber descubierto eso. O quizá haya que decirlo mucho más académicamente: en lugar de convertir a la cultura en un agente que contribuya a la construcción de una mayor ciudadanía garantizando, sobre todo, el derecho de las minorías, lo que hoy tenemos son las muertes de Bagua, Islay y la crisis actual con la comunidad aimara; en lugar de utilizar la cultura para introducir nuevas representaciones que cuestionen a los poderes existentes, lo que hay es un ministerio que se somete al poder y que avala la imposición de una copia. Más aun: en lugar de fomentar a la cultura como la instancia más crítica de una sociedad, lo que hoy se nos entrega es su conversión en una institución servil. Tristísimo. O patético, por decir lo menos.
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