viernes, agosto 12, 2011

Escribir, descubrir


No estoy seguro si un su momento reproduje una entrevista de Juan Gabriel al narrador E. L. Doctorow, en Babelia. Creo que no. La pueden ver aquí.
Ahora, el autor de El ruido de las cosas al caer nos entrega un atendible artículo en su columna de los viernes en El Espectador. En el texto, JGV hace referencia a la entrevista hecha a Doctorow, centrándose en sus respuestas sobre su libro Homer y Langley, llegando de esta manera a ensayar una explicación sobre los derroteros ocultos de los escritores al momento, precisamente, de escribir.
Los que quieran, pueden encontrar las muy buenas publicaciones de Doctorow en las librerías Ibero.

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Hace un año y medio, con motivo de la publicación en España de su novela más reciente, entrevisté a E.L. Doctorow, uno de los grandes escritores de su generación —y ojo, que no es cualquier generación: la de Philip Roth, John Updike y Joyce Carol Oates, para mencionar sólo tres nombres— y autor de por lo menos dos novelas imprescindibles, dos novelas sin las cuales nuestro mundo sería más pobre: Ragtime y El libro de Daniel.

El nuevo libro, como recordarán los lectores memoriosos, se llamaba o se llama Homer y Langley, y es la historia de dos hermanos que sucumben a lo que la psiquiatría ha llamado “síndrome de Diógenes”: la compulsión de acumular cosas, así como el encierro voluntario y otras señales de misantropía más o menos aguda.
Pues bien, en estos días releí el libro y recordé una de las respuestas que Doctorow me dio esa tarde de invierno en Nueva York. Yo le había dicho que Homer y Langley me parecían testigos de la historia, pero testigos que lo eran desde su casa, un lugar del que rara vez salen, y que en ese encierro había una suerte de tensión entre la vida pública y la privada. La novela como género, le dije, es eso: un lugar donde las convulsiones del mundo que ocurre afuera se ven cifradas o contenidas en los problemas de la gente que vive adentro. “La paradoja”, me dijo Doctorow, “es que los dos son ermitaños que a pesar de sí mismos siguen conectando con el mundo exterior. Pero nada fue premeditado. Para mí, la obra de ficción tiene una especie de integridad, y hay que permanecer en ella, no pensar fuera de ella. Lo que sucede viene como un descubrimiento: uno no cree que está inventando, uno cree que está descubriendo. Uno es el lector instantáneo de su propio trabajo. Me parece sabio no saber demasiado acerca de lo que escribo”.
Siempre me he sentido muy a gusto en esa idea de escribir desde la ignorancia, no desde el conocimiento; desde la exploración de lo recóndito y lo oculto, no desde la explicación de lo ya conocido. Creo que fue en un texto de Javier Marías donde encontré por primera vez una etimología iluminadora: el verbo latino invenire, del cual deriva nuestra palabra “invento”, quiere decir también “encontrar” o “descubrir”. De manera que los novelistas, al inventar, no crean de la nada: descubren lo que estaba escondido. Y lo hacen, además, escribiendo, igual que le sucedía a Montaigne cuando escribía sus ensayos no para exponer lo que pensaba sobre tal o cual problema, sino precisamente para saber qué pensaba. No es gratuito entonces que tantas grandes novelas, de Lolita a Respiración artificial, sean manuscritos ficticios: es, quizás, la manera que tienen los novelistas de permitirles a sus narradores ese lujo raro de averiguar su propia historia, de descubrir, escribiendo, quiénes son.
Recuerdo muy bien haberle dicho a Doctorow que éste sin duda era su caso: muchas de sus novelas son manuscritos de sus personajes. “Siempre me ha interesado la idea de que alguien está escribiendo el libro que uno está leyendo”, me dijo. “Y así ha sido con la mayoría de mis libros. La gente tiene una voz distintiva cuando escribe. Muchas veces es una voz más explícita que la que usan para hablar”. Y al cabo de un rato, añadió: “Uno escribe para descubrir sobre qué escribe”.

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