miércoles, septiembre 07, 2011

Reseña a "Playas"


Hace unas horas recorrí buena parte de los enlaces del blog. Al llegar al blog El Hablador, presté mucha atención a la reseña de Francisco Ángeles sobre Playas, el celebrado libro de cuentos de Carlos Calderón Fajardo.
La reseña de Ángeles es la más completa y argumentada que haya leído, en lo que va del año, sobre un libro peruano.

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Carlos Calderón Fajardo cada día es más CCF: la abreviatura, como debe saber cualquier publicista, es más que una sencilla operación económica; es, en realidad, la consolidación de una marca. Marca rara en este caso. CCF, nacido azarosamente en Juliaca, de niñez barranquina, educado en Europa, sociólogo de profesión, con estudios de filosofía, antiguo profesor en una universidad de Ingeniería, amigo de Arguedas y Ribeyro, pareciera encerrar una enigmática contradicción. Pero esta aparente contradicción de identidad es en realidad un eclecticismo trasladado a su literatura. Por ello, desde La colina de los árboles (1980), sus libros han recorrido diversos géneros narrativos: el gótico (El viaje que nunca termina, 1993), el realismo social (El huevo de la iguana, 2007), el policial (La conciencia del límite último, 1990), el cuento fantástico (El hombre que mira el mar, 1989), lo metaliterario (Historias de verdugos, 2007), la novela histórica (La conquista de la plenitud, 2000), la novela de expatriados en Europa (La noche humana, 2008), y así podríamos seguir y no acabar nunca. Y literalmente no acabar nunca: en el momento en que pensemos haber terminado el conteo, CCF habrá publicado un nuevo libro, quién sabe en qué registro, y de acuerdo a ese ritmo frenético que agarró en la segunda mitad de la década pasada y que lo ha llevado a publicar más de un libro por año. Los libros, claro, son muy distintos entre sí, y eso quizá no le ha permitido el éxito editorial que se hubiera podido esperar de un escritor de su trayectoria: en un momento en que se necesita una ayudita de contratapa para vender, ideas claras y marketeras en las entrevistas, un concepto que englobe la literatura que uno escribe, el escritor que ha pasado por todos los temas, estilos y géneros tendrá que admitir que la versatilidad no siempre paga. De esta manera resulta difícil internacionalizarse y acariciar la luz de los reflectores con una sonrisa satisfecha. De esta manera, también, es posible explorar diversos terrenos para encontrar un espacio personal lejos de las listas de los más vendidos. Y de esta manera, finalmente, uno se prepara realmente para un libro que condense todas las experiencias literarias (y no literarias), todas las formas y estilos antes trabajados.
Playas, una extraña summa de la obra de CCF, es un libro inclasificable, un conjunto de textos literarios que desde hace unos años circulaba por el ambiente literario como rumor. Se decía que era un libro sobre playas firmado por ese escritor raro que se dio cuenta de que no estaba mal ser un escritor raro, y por tanto escribir libros raros, libros arriesgados. Pero si anteriormente el riesgo significaba para CCF abandonar los territorios seguros de géneros ya transitados para adentrarse en estéticas diversas, el riesgo en Playas es mucho más radical: dejar de lado los marcos y romper en definitiva con una idea tradicional de cuento, es decir, destrozar las pautas de taller que motivan a escribir bonito y sorprender en el final, a empezar con un línea contundente y capturar al lector como si el escritor fuera la policía migratoria.
Playas incluye 33 textos y, como es previsible, no todos son del mismo nivel. Digamos, para empezar a pisar suelo concreto, que la primera parte es largamente superior a la segunda. Esta última, titulada “La playa de la familia Mussolini”, se enmarca en lo que usualmente se conoce como escritura metaliteraria: el autor cita, comenta y completa las historias narradas en libros o relatos de autores célebres. Encontramos, por ejemplo, una mirada paródica sobre el momento que sirvió de inspiración a la escritura de La muerte en Venecia en “Tadzio en la playa El Lido”; a un peruano que, perdido en un raro oficio en un hospital neoyorquino, conoce fortuitamente a Harold Brodkey en “El cronometrador de moribundos”; y a personajes como Truman Capote, Mario Levrero y Roberto Bolaño en diversas escenas playeras.
Sin embargo, el mejor texto de esta segunda parte es “Playa La Speranza y Playa Vespucci”, que empieza narrando la historia del Agostino de Alberto Moravia. Pero, lejos de resumir mecánicamente el argumento de dicha nouvelle, el mencionado texto ofrece una perfecta versión en miniatura del libro del italiano, es decir, trasciende la simple finalidad de informar de qué trata una historia, y a cambio la utiliza como base para pergeñar un intenso relato breve. Y después de ese relato, completa el original, lo que no está en Agostino, lo que ya no es parte del mundo de los libros sino de la realidad: el encuentro entre la madre del protagonista y el autor, muchos años más tarde, donde se revela el trágico final del antiguo adolescente que inspiró la novela.
Si la segunda parte es literaria e internacional, la primera, “Del mar cercano”, ubica su escenario en conocidas playas de nuestro litoral. Algunos de los textos que componen esta sección inicial son definitivamente cuentos, como “Una rusa en Punta Hermosa”, “La mariposa de Ancón”, “Caballos de Playa” y el mencionado “Playa Ballena”, y están a mi juicio entre los mejores relatos producidos por nuestra narrativa en la última década. En líneas generales, encontramos los momentos más bajos de la colección cuando los textos no consiguen desprenderse del todo de las fórmulas canónicas, esos que intentan una vuelta de tuerca en la última línea. Pero cuando el autor deja de lados las formas tradicionales, el manual de Quiroga/Cortázar/Ribeyro, cuando parece que ha renunciado a la banalidad de contar una historia, y a cambio de eso escribe para capturar una sensación esquiva, para atrapar la percepción de lo que se esfuma, Playas llega a alturas a las que la narrativa peruana de los últimos años no está acostumbrada. Parece complicado esperar semejante reconocimiento de parte de cierta crítica, de esa crítica con manual, de esa crítica de recetario que trata los textos como si fueran un pisco sour y el crítico el encargado de comprobar si las cantidades por ingrediente fueron las correctas. Esa crítica, más conservadora de lo que le gustaría aceptar, defensora del orden establecido y de las bondades del maquillaje sonrosado antes que de lo desestabilizador, esa crítica, repito, encuentra defectos visibles en la prosa. Pero la prosa de Playas, esa prosa nerviosa, repetitiva y cortante, no es sino la voz angustiada de un narrador siempre a punto de descubrir una verdad que intuye sería mejor no saber. La voz torturada de un narrador que escribe como si no conociera el final, pero presintiera su inminencia.
Este rasgo, compartido por muchos de los textos, es en Playas una intervención sobre el esquema policial: no hay muertos, al menos no muertos producto de un crimen que se deba resolver, pero sí una especie de investigación dirigida a develar un secreto. Solo que el secreto no revela culpables, sino el descubrimiento de una verdad que, en última instancia, encierra el sentido de una vida. La destrucción, la vejez, el fracaso, la muerte, los grandes temas que aborda este pequeño libro no están necesariamente asociados a sensaciones negativas, sino que sirven para resaltar lo vivido previamente, ayudan a ordenar y entender las circunstancias que nos han llevado a un punto determinado, usualmente en la vejez. Y por ello conducen a los personajes a una sensación de plenitud, a un regocijo quieto, contemplativo, antes que a la desesperación. Ese es el gran descubrimiento de Playas, esa es la razón por la cual se diferencia del mero relato de una historia. Mientras el camino usual seguido por los narradores es utilizar los episodios previos para su truco de magia (el final sorpresivo), cuando CCF vence esa tentación, que en el fondo es un facilismo, el facilismo avaro de cancelar tempranamente cualquier hipotético placer en la relectura, Playas va a paso firme hacia la epifanía, al punto inmóvil que condensa la verdad.
Pero habría que definir de qué clase de verdad estamos hablando. Y, para ello, digamos que esta verdad toma la forma de un secreto, a veces el secreto ominoso de otras personas (“La biografía de Pío L.”), y otras un secreto desconocido sobre uno mismo, la cifra de nuestro pasado y nuestro futuro (“Playa Ballena”). Es el secreto de personajes extraños, solitarios, que a veces tienen una idea fija que les da sentido a sus vidas: en “La mariposa de Ancón” el tipo raro es un alemán casi mudo, lector fanático de Nabokov, cuya idea fija es encontrar una especie desconocida de mariposa; en “Playa Revés”, el narrador está obsesionado con una mujer fantasmal que es también un símbolo; en “Solo vive en Pucusana”, el protagonista es un joven escritor cuyo deseo más ferviente es entender la frase final de una reseña negativa sobre su libro. La frase dice: “no asoma en ningún momento el eco de la vida”, frase que pareciera ser una guía que Playas intenta remediar. Y lo consigue a la perfección porque, si algo tiene Playas, es precisamente el eco de la vida. Y por eso es una obra de madurez, definición que se regala muchas veces como una muletilla, y que en el fondo no debiera tener nada que ver con la edad del autor ni con la cantidad de libros publicados, sino con el éxito al alcanzar la mariposa esquiva del sentido de la vida. En eso se resume Playas: el libro de alguien que vio, frente al mar, algo que todavía no hemos alcanzado a atisbar los demás, algo que quizá no veremos nunca, y que este libro nos anticipa.

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