viernes, noviembre 11, 2011

Poesía o muerte


En Revista Ñ esta extensa nota de Carolina Esses sobre la poeta rusa Marina Tsvietáieva.

...

Escribía de mañana. Bien temprano y con el estómago vacío. Hundía los codos en la mesa, permanecía ajena a todo lo que no fuese la hoja en blanco; no caminaba por la habitación, no abría y cerraba un libro, se quedaba como si la hubieran clavado a la silla, repitiendo algún verso, buscando esa unidad entre el sonido y el sentido que tanto la fascinaba. La escena nos llega de la mano de su hija Ariadna en ese extenso retrato que es Marina Tsvietáieva, mi madre (Circe, 2009). Podía escribir cualquiera fueran las circunstancias que la rodearan y de hecho, así lo hizo. En los años de la Revolución Rusa ella misma cosía sus cuadernos. Pero ya, mucho antes –según cuenta la propia Tsvietáieva en ese precioso ensayo sobre la literatura y la infancia que es Mi Pushkin (Acantilado 2009)– de pequeña, se había confeccionado pacientemente uno en el que copió hasta el cansancio –porque una mancha, un borrón bastaban para arruinarlo todo– el poema de su adorado Pushkin: “Al mar”. Alguna vez el hijo de Pushkin fue de visita a la casa familiar. La pequeña Marina lo esperó debajo del piano de su madre.
Heredera de una pasión
Marina Tsvietáieva nació el 26 de septiembre de 1892 en Moscú. Escribió poesía, teatro, ensayo, diarios y una extensa correspondencia. Su padre era profesor de historia del arte y fue el fundador del primer museo de artes plásticas de la Rusia prerrevolucionaria (hoy el Museo Pushkin de Bellas Artes); su madre, “una polaca de sangre azul”, según la propia Tsvietáieva, tocaba el piano de manera brillante. De su padre heredó la pasión por el trabajo, la renuncia; de su madre –esa madre cuyas últimas palabras fueron: “sólo añoro la música y el sol”–: el amor por la música, la naturaleza, la poesía. En su “Respuesta a un cuestionario”, incluida a modo de autobiografía en el libro y disco El sol de la tarde (Colegio Universitario de Humanidades, 2008) en el que Elena Forlova canta los poemas de Tsvietáieva –regalo de su incansable traductora Selma Ancira–, la poeta reconoce algunas de sus influencias. Los poetas franceses, los alemanes: Goethe, Hölderlin, Heine. De sus contemporáneos: Pasternak. Siempre: “Los gitanos”, de Pushkin. Para su generación los poetas-faro eran Aleksandr Blok (1880-1821) y Anna Ajmátova (1889-1966). De Ajmátova, como de Maiakovski o de su adorado Rilke a quien le dedicó ese hito de la poesía rusa que es la “Carta de Año Nuevo” se sentía hermana, compañera de armas. Otra cosa era Blok, a quien le dedicó una antología de versos, Versos a Blok, fundador del llamado movimiento simbolista. Según cuenta Ariadna, lo veneraba como a un dios. Lo vio dos veces, pero nunca se atrevió –o no quiso– acercarse a él: “sabía que los únicos encuentros que jamás decepcionan son los encuentros imaginarios”. De él toma, explica Laura Estrín en su prólogo a Tres poemas (Alción, 2006) cierta “temeraria” sinceridad, un particular realismo “que la hace decir (igual que Blok); Todo esto ha existido, mis versos son mi diario.”
Tsvietáieva hablaba alemán y francés tan bien como su propia lengua. Había estudiado en Suiza, donde la habían educado gobernantas e institutrices. Apenas había tenido contacto con el pueblo ruso, con las zonas rurales, mucho menos con las áreas industriales. Sin embargo, aquel crudo invierno de 1919 en el que murió su hija pequeña, Irina, hacía rato que Moscú era sinónimo de campesinos, de interminables caminatas en busca de al menos una ración de alimentos; de la solidaridad de Diunia, la lechera, que recibía de manos de Tsvietáieva objetos inútiles, trozos de papel con alguna anotación a cambio del bidón de leche que religiosamente le llevaba. Entonces, en el ruso literario de la poeta comenzaron a mezclarse otras voces, otra música. Diálogos, conversaciones que apuntaba en sus cuadernos. “Lo que para Marina había sido inaudible hasta entonces, ininteligible, encontró una voz cuya fuerza ella enseguida percibió y absorbió para siempre. El tiempo pasó y ella, siempre la misma y sin embargo muy diferente de la antigua Marina Tsvietáieva, proclamaba en su famosa carta a Maiakovski, no sólo la fuerza sino también la verdad de la Rusia revolucionaria”, cuenta Ariadna en su libro.

La escena que da lugar a esa carta es memorable. A días de abandonar Rusia rumbo a Berlín para reencontrarse con su marido, Serguéi Efron, que había formado parte de la lucha antirrevolucionaria con el ejército blanco, Tsvietáieva se encuentra con Maiakovski en plena calle. “¿Qué mensaje puedo llevar al extranjero?”, le pregunta. La respuesta del poeta es rotunda: “Que la verdad está aquí”. Años más tarde –en 1928– luego de una celebración junto a él en el Café Voltaire de París, Tsvietáieva escribió un texto a modo de homenaje que se publicó en un periódico de izquierda. A partir de ese artículo, el único diario para el cual esporádicamente escribía dejó de hacerle encargos.

Lo cierto es que esos primeros años del siglo XX marcaron su vida y su obra de una manera rotunda, inevitable. El escenario de la Rusia devastada por la Revolución y las guerras civiles al que le hizo frente sola con su hija Ariadna. La pobreza extrema. La ausencia de su marido. Sus sucesivos exilios. El paso por Berlín. La estadía en Praga donde quedó cautivada por las fábricas y los obreros y escribió ese poema excepcional titulado “Poema de la montaña” que comienza así: “Te estremeces y caen montañas de tus hombros”. Las pequeñas habitaciones en aldeas checas con sólo dos o tres libros a mano y apenas lo indispensable para comer –pero rodeada de bosques y de ciruelos. Aquellos catorce años en París escribiendo poemas que escandalizaban a los otros exiliados. Mucho más tarde, 1937, sería el año del regreso de su marido y su hija a la entonces U.R.S.S. de Stalin. Detrás vendrían los interrogatorios, el retorno de la propia Tsvietáieva con su hijo Gueorgui para reunirse con ellos en 1939. Una vez en Moscú, salvo Pasternak y Ajmátova el resto de los intelectuales le darían la espalda. Tsvietáieva quedaría en la más profunda pobreza. El desenlace es trágico: acusado de espionaje, su marido es ejecutado en 1941 y Ariadna recluida a ocho años de “reeducación” en un campo de concentración. Tsvietáieva se suicida en Elábuga en 1941. Las cartas, los diarios, las anotaciones fueron un legado del que se ocupó paciente, mucho tiempo después, su hija Ariadna.
Extranjera en su lengua
Si bien su poesía fue leída y reconocida en Rusia en los años previos a su partida Tsvietáieva nunca se sintió parte de ningún círculo literario: ni en Moscú ni entre los exiliados rusos. Su marido, con quien, luego de la Revolución, se reunió en Berlín y partió rumbo a Checoslovaquia –“¿Montañas? ¿Colinas? ¿Música? ¡Vayamos a Checoslovaquia!”, decía entusiasmada en esos días en los que parecía que la fortuna podía cambiar– comenzó a pensar que su participación contra los bolcheviques en la revolución del 17 había sido el primer error de una serie de elecciones que tendrían repercusiones trágicas inevitables. En el extranjero, sin lectores y casi sin interlocutores, Tsvietáieva escribía cada vez más para sí misma. Hasta que, poco antes de abandonar Berlín, le llegó una carta. Era Pasternak, que había leído Verstas, uno de los libros de la poeta. Fascinado, le decía: “¡Cuán extraña y tonta es la vida! Hace un mes, me bastaba dar cien pasos para reunirme con usted.” El encuentro real, ese que no se produciría sino hasta el regreso de Tsvietáieva a Moscú en 1939, sería, a partir de esa carta, un largo encuentro epistolar entre 1922 y 1936. “¡Qué gran, qué diabólicamente gran artista eres, Marina!”, escribiría Pasternak en una de estas cartas, “Pero ni una palabra más sobre el Poema, si no, tendré que dejarte, abandonar mi trabajo, dejar a los míos y, dándonos la espalda a todos, escribir sin parar sobre el arte, sobre la revelación de la objetividad que nadie ha estudiado nunca de verdad, sobre el don de identificarse con el mundo, porque tu obra ha alcanzado con tal exactitud elevadas cuestiones, como toda obra auténtica.”

De versos en los que brilla el manejo de la elipsis; de gran potencia visual –y sonora, aunque en la traducción este aspecto nos llegue como una resonancia lejana–; de sentido, por momentos, oscuro o difícil de asir; sumamente lírica, plagada de diálogo, exclamaciones, preguntas; de imágenes que se cortan abruptamente como si el sentido fuera a caer en el vacío de un acantilado con la velocidad de una piedra; plagada de consideraciones en torno a la creación literaria, a la Rusia de su tiempo, al amor, la poesía de Tsvietáieva es considerada hoy como una de las más importantes de la literatura del siglo XX en Rusia.

Su obra se construye en el peligroso cruce con la vida, se sobreimprime a la vida: “Hace mucho pongo la vida y la muerte entre comillas/ como chismes notoriamente vacíos”, dice en “Carta de Año Nuevo”. Su hija Ariadna recuerda casi como un mandato la frase de su madre: “Quieres describir un árbol, ¡pues conviértete en árbol!” Esa encarnación de la vida en la literatura fue el camino que siguió Tsvietáieva. A pesar de haber escrito en la más profunda soledad espiritual, a pesar de haber escrito –como suele suceder con las obras maestras– a destiempo, para un lector futuro, siempre supo –y defendió– el valor de sus versos. Su obra es luminosa, plena, verdadera. “¿Cómo se escribe en el lugar nuevo?”, le preguntaba a Rilke en ese maravilloso poema con motivo del primer Año Nuevo después de su muerte. Tsvietáieva ya conocía la respuesta, el rezo compartido: “...si estás –estará el verso: tu mismo eres–/ ¡Verso!”.

0 Comentarios:

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal