lunes, diciembre 12, 2011

El porvenir de Emma Rouault


En la última edición de Babelia, esta relectura de Antonio Muñoz Molina de Madame Bovary de Flaubert.
La idea, como parece sugerir el autor de El invierno en Lisboa, es volver y descubrir la todavía fuerza de los clásicos, en este caso, por medio de un personaje que no ha envejecido nada de nada.

...

Quizás con las mejores novelas pasa como con las caras de las personas más queridas, que no hay modo de saber recordarlas, y nos sorprenden siempre cuando de nuevo las tenemos delante. La cara es diferente, más detallada todavía en pormenores y significados. La novela es como si nunca la hubiéramos leído. Asombra la insuficiencia del recuerdo, la jactancia tonta de haber dado por supuesto un conocimiento que se nos escapa, incluso de hablar con aplomo sobre algo que en gran parte habíamos olvidado. Lo que distingue a las mejores novelas es su capacidad perpetua de metamorfosis. Al llamarlas clásicas se les atribuye de manera instintiva una inmovilidad de mármol. El término obras maestras las falsifica al convertirlas en monumentos solemnes, y por lo tanto ajenos al presente, más adecuados para la reverencia y la retórica que para la lectura verdadera, pretextos para discursos y centenarios.
En un par de noches de insomnio provocado por el jetlag he terminado Madame Bovary. En el aturdimiento de un despertar a media mañana el fulgor de la lectura permanece como el recuerdo de haber vivido una de esas noches memorables de la primera juventud que duraban hasta después del amanecer. James Joyce exigía un lector ideal que sufriera un insomnio ideal. No creo que Flaubert, tan exigente con su propia escritura, tan propenso a prolongar el trabajo hasta la madrugada, se hubiera conformado con menos. Como todo el mundo, yo pensaba que conocía bien Madame Bovary. Pero lo que yo creía conocer o recordar era una parte mínima y bastante engañosa de esa novela que tiene todavía un impacto mayor porque parece que hubiera sido escrita ayer mismo, como esos cuadros de hace décadas o siglos que nos sobresaltan con el ímpetu de sus colores y la audacia de su composición.
La historia que uno cree que recuerda, sobre la que incluso es capaz de disertar con aplomo de experto -la mujer imaginativa que huye a través del adulterio de un matrimonio mediocre y padece luego el castigo de una muerte terrible- resulta ser solo una parte de la novela. Su enunciado simple de melodrama deja de lado una riqueza de personajes y situaciones que mantiene tan alerta al lector como los juegos sutiles del punto de vista. La primera sorpresa de Madame Bovary es que Emma Bovary tarda en aparecer, y que su muerte no es el final de la novela. Lo que hace Flaubert con el punto de vista narrativo es tan moderno, tan sofisticado, que uno ha de mantenerse alerta para no perder el rastro. Casi a cada momento cambia el encuadre y la atención ha de ajustarse como la lente de una cámara a las modificaciones bruscas de cercanía y distancia. Uno cree recordar una novela escrita en tercera persona, con ese escrúpulo de objetividad que consideran tan manido los expertos: en realidad, es una extraña primera persona la que cuenta la historia, que arranca muy lejos de lo que será luego su centro, en el aula de un internado donde el narrador sin nombre, cuando era niño, vio llegar a un alumno nuevo, ese grandón torpe del que todos se burlan. Madame Bovary es la novela de ese chico que no cuadra en la escuela y parece destinado a no tener mucha suerte en la vida, a ser luego un estudiante de medicina mediocre sin dinero ni amigos, a conseguir un puesto ni siquiera de médico sino de oficial de sanidad en un pueblo sin lustre, a casarse con una viuda mayor que él que le acerca cada noche los pies helados en una triste cama conyugal. Una vez le avisan de madrugada para que vaya a atender a un agricultor próspero que se ha roto una pierna. Cuando llega a la granja lo recibe la hija joven, que tiene los ojos claros y la mirada directa, las manos demasiado largas y delgadas para ser atractivas, que sabe dibujar bien y tocar el piano y es muy aficionada a los libros, Emma, Emma Rouault. La exviuda amargada y enferma muere al cabo de solo catorce meses de matrimonio. El viudo tosco, tímido, con pocas ambiciones y menos porvenir, tiene de pronto la oportunidad de casarse con esa mujer joven que le había parecido tan inaccesible que ni se atrevía a desearla. Extasiado de haberla merecido, colmado de una felicidad erótica que no sabía que existiera, mira a su esposa tocar el piano. Entonces hay un quiebro súbito y esa música la escucha de lejos alguien que pasa de noche por las afueras del pueblo, un oficial de juzgado.
En una carta a Louise Colet Flaubert habla de la extraña felicidad de desaparecer en la ficción y ser al mismo tiempo todos los personajes: el marido tosco, la esposa, cada uno de sus amantes, cada personaje episódico. Pero no hay secundarios en esta novela, del mismo modo que no los hay en la vida real, pues no hay nadie que no sea el centro de su propia historia. Por eso el relato desborda a la figura de Emma con una amplitud que yo no recordaba, y acaba dejándola atrás, porque ese es el destino de cualquiera, y no hay un telón que caiga para subrayar un final trágico, como en las novelas y en las óperas que a ella la seducían. Pero tampoco había sabido recordar de verdad su presencia magnífica: entra en la habitación donde espera su amante y dice Flaubert que "se desnuda brutalmente"; en una noche de carnaval y desesperación deambula sola hasta el amanecer tapada con una máscara; su mano blanca aparece un momento entre las cortinillas del coche de alquiler en el que recorre desde hace varias horas la ciudad encerrada con su amante. Y para matarse no bebe un veneno, tal como uno imagina: vuelca un frasco de arsénico en polvo y se lo come a puñados.
Por contraste con esa inmediatez física, y con la dificultad de las palabras para nombrar los extremos del deseo y el dolor, se ven más claras las insuficiencias y las mentiras de la literatura, la degradación infecciosa del charlatanismo político. En Madame Bovary hay una demolición permanente de esas retóricas verbales y visuales que en cada época sostienen la conformidad social, más eficaces todavía porque casi todo el mundo las obedece sin saberlo. En toda gran ficción hay un examen y una crítica del propio acto de contar. En Flaubert el estilo es un ácido arrojado a la cara misma de la palabrería, pues someterse a ella lo condena a uno a vivir en la mentira, incluso cuando cree actuar en rebelión. El hermoso instinto de felicidad de Emma Rouault queda malogrado por un orden social siniestro y por una afición excesiva a la literatura. Y si no estuviera siempre tan ebria de novelas, versos, y óperas, tal vez habría sabido averiguar a tiempo que su desgracia no la traerá el amor, sino los engranajes crueles del dinero, que entonces, igual que ahora, actúan con perfecto sigilo bajo el ruido de la literatura, de la política, de la religión, de la propaganda. Emma Bovary es tan contemporánea nuestra que sucumbe bajo el peso monstruoso de una deuda que no puede pagar.

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