domingo, mayo 20, 2012

Lima desde lejos



Reseña publicada en el segundo número de Estante.






Si hay un joven autor peruano al que debamos seguirle la ruta, ese es Juan Manuel Chávez (Lima, 1976). Digamos que Chávez se encuentra muy lejos de los asentamientos humanos de la literatura peruana. No necesita de la fidelidad de los amigos del bar para sentirse “alguien” y en plena vigencia. Tampoco de las gollerías del mundo de la academia. Lo mucho o poco que ha logrado en lo literario es fruto de su formación, inteligencia y evidente talento.

Muchos lo recuerdan como el risueño conductor radial del programa cultural La Divina Comedia, otros lo asocian a sus excelentes conferencias que brindaba en el Británico. Yo lo recuerdo por un robo que sufrió: cuando se le otorgó, en 2002, el Copé de Plata a razón del cuentazo “Sin cobijo en Palomares”.

Chávez es también autor de dos novelas, como la celebrada La derrota de Pallardelle (2004) y la juvenil Allí va el señor G (2009). También tiene en su haber el cuentario Sonríen los desamparados (2006) y la investigación La guerra del Pacífico y la idea de nación (2010).

Ahora nos entrega Limanerías (Casatomada, 2012), un peculiar libro de ensayos sobre Lima, sus costumbres, taras y pequeños grandes detalles. Muy bien escrito, por cierto. En cada página Chávez demuestra su generosidad intelectual y su capacidad de enseñanza. Sumemos también la influencia mayor de la publicación: la deliciosa antología sobre Lima de Raúl Porras Barrenechea, El río, el puente y la alamadea (segunda edición, de 1965; no confundir con la hilacha de Munilibros de 1987).

Sin embargo, el libro no cuaja. Y me preguntó: ¿Por qué no despega si cumple los requisitos para dicho fin? ¿Por qué yo, en calidad de lector, me sentí inmerso en la desazón, sabiendo de las cualidades de Chávez?

En cierta ocasión le escuché lo siguiente a Peter Elmore, el entrevistador le acababa de pedir un consejo para los jóvenes escritores, a lo que respondió: “hay que saber mirar y escuchar”. Esta declaración la tuve presente, como un mantra, al terminar Limanerías. En ninguna de sus cuatro secciones (“Tiempos antiguos”, “Un camaleón entre dos espejos”, “Paisaje peruano” y “Omisiones”) encontré el compromiso vital del autor para con su tema a desarrollar. Su proyecto le exigía un compromiso parecido al de los novelistas de best sellers, como, por ejemplo, meterse en el meollo de las calles y explorar. No sé, quizá salir en las noches y ruquear; emborracharse en el Queirolo; entrar sin pagar, a riesgo que te saquen la mierda en la puerta, al Directorio; pelearse con el negro “Paciencias” en Etnias; bajar la resaca con un ceviche de carretilla entre Wilson y Colmena, irse a tonear al Boulevard de Los Olivos, dialogar con los jóvenes empresarios de Comas… O sea, enriquecer los apuntes del Moleskine con sudor, sobaco, carca y moco, tal y como lo hizo Porras Barrenechea en su ya citada antología. El legendario historiador sabía de sus limitaciones, por eso los textos que firma en su florilegio solo se suscriben a lo que él conoce, no escribe de lo que no sabe, de lo que no ha comprendido.

Estás falencias de Chávez no son cosa menor. Ojalá fueran de estilo y concepto. Ojalá fueran de edición. Ojalá fueran por falta de talento. A los creadores e intelectuales de su talla  hay que exigirles un compromiso vital con su tópico. No podemos quedarnos en “lo interesante”, en la “elasticidad y pulcritud del estilo”, en aplaudir el derroche de inteligencia. No. Todo discurso de no ficción debe nutrirse de consecuencia. Con mayor razón cuando el mismo descansa en la ensayística. Si no lo haces, suenas falso, plástico, sumamente distante…

A medida que llegaba a la última página, tenía la esperanza de encontrar un detalle de relieve, de esos que grafiquen la “huachafería”, uno de los puntos centrales del libro. Y tuve la esperanza de hallarlo en la sección “Paisaje peruano”, en donde somos testigos de un recorrido pormenorizado por cada una de las cuadras del Jirón de La Unión. Me lo imaginaba a Juan Manuel Chávez viendo las galerías, caminando despacio, guardando en la memoria ocular los pequeños destellos que definen a nuestra querida ciudad. Piensa en Valdelomar, en la bohemia literaria y política de décadas atrás, y la compara con el sarao frívolo de hoy. Compra un helado de menta con chispas de chocolate. Hace calor y se arrepiente del helado, que lo necesario es una chelita bien helada y un cigarrito Hamilton para matizar. Llega a La Plaza San Martín… El recorrido ya está hecho... “Lima es sumamente huachafa”, piensa.

A pocos metros de él, vendedores de sebo de culebra, y un poquito más allá unos turistas españoles tomándole fotos al monumento del libertador. Se acerca. Los españoles ríen. A los segundos una decena de turistas franceses también empiezan a tomarle fotos al monumento. Y no demoran en reír. ¿Por qué ríen tanto?, se pregunta. Entonces nuestro autor abre su Moleskine y escribe algo más o menos así: “Debajo de San Martín hay una mujer esculpida, con una llamita en la cabeza. Dice la historia que el alcalde de entonces le había pedido al escultor una llama sobre la cabeza de la mujer, y la única llama que conocía este imbécil era el conocido auquénido. Y allí está, para risa de los que saben mirar.”

Una lástima, detallitos como estos, no figuran en Limanerías.

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