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Si la memoria no me falla, más de una
vez he dicho que vengo leyendo muchos diarios de escritores. Llámalos dietarios,
si gustas.
Nunca he sido un ferviente lector de
diarios. Digamos que he leído los diarios que debía leer, dietarios que me
gustaban, pero solo eso, que me gustaban.
Entonces, en qué punto cambia mi gusto
por una pasión voraz que me lleva a leer cuanto diario se me presente en el
camino.
Imagino que esta historia comienza a
mediados del 2008. Más o menos entre agosto y diciembre, quizá uno de los
periodos más telúricos de mi vida, en todo sentido, telúrico desde el literario
hasta el emocional.
Por esa época me tocó presentar a un
joven autor español, Javier Alonso Benito, en el Centro Cultural de España.
En la presentación, el pata ofreció una
conferencia sobre la literatura del yo en la narrativa española actual. Quizá
fue una de las lecturas más largas y pesadas que haya podido escuchar (y leer
de costado, siguiendo la lectura), puesto que el texto se componía de más de
veinticinco páginas.
El público dormitaba.
El público se iba.
Pero a medida que leía de costado y
escuchaba, memorizaba muchos datos de escritores de diarios que Javier
consignaba.
A veces pienso que esa lectura se hizo
para mí y no para los sufridos asistentes, porque los asistentes fueron víctimas
de ese mal llamado modorra.
De los libros y autores mencionados,
conocía a casi todos, pero en su faceta de escritores de ficción.
Días después de la presentación, me
interesó explorar esa libertad que permite el registro diarístico.
De esta manera comenzó mi apego por los
diarios o por aquellos libros que fueran agradables presas de la indefinición
genérica. En la búsqueda me sentía como si hubiera llegado tarde a una fiesta,
en la que solo se pasaban las canciones que sugestionaban a los asistentes a abandonar
la reunión.
O sea, me preguntaba por qué no había diarios
o “esos” libros de indefinición genérica desde antes. Pero sabía también que de
nada vale lamentarse. Como bien aprendí hacía mucho: todas las cosas tienen su
momento y, en cuanto a los libros, estos son los que te buscan y encuentran, y
cuando te encuentran tienen el poder de remecerte.
Los lees.
Los relees.
Los picas. Es decir, se vuelven
interminables.
Cada vez que me preguntan por Pessoa, no
pienso en la poesía de Pessoa.
No, no pienso en su gran poesía.
Pienso ante todo en Libro de desasosiego.
He llegado al punto, por demás
caprichoso, de ser un lector radical sobre la proyección de este libro: si te
consideras lector, no puedes pasar por alto Libro
de desasosiego, peor si te haces llamar escritor.
Estamos pues ante un libro vivo, fresco,
que nos anuncia la verdad de la libertad de la escritura, esa verdad que
algunos vendedores catalogan de novedad, de los nuevos caminos que
supuestamente debe recorrer la narrativa de hoy, cuando lo cierto es que Pessoa
ya había construido ese camino.
No se trata de un libro experimental,
que lo es.
Es un libro de registro convencional,
aunque no lo es.
Ocurre que Libro de desasosiego es la vida en literatura tal cual, el
mestizaje mágico entre el contenido y la forma, que garantizan su necesaria
actualidad.
Hay que ir hacia atrás para poder
avanzar.
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