miércoles, enero 20, 2010

El blog de José de Piérola: Escrito en el aire


Quizá el referencial escritor José de Piérola sea el que mejor estructure sus novelas, entre los autores peruanos obviamente. Creo que aquello se debe a su evidente e indiscutible herencia de la novelística decimonónica, al menos esa es la impresión que siempre he tenido de su poética; y aún no sé si seguirá esa línea en su última entrega SUMMA CALIGRAMÁTICA (Norma, 2009).

Revisando mis cuentas de correos electrónicos y navegando en busca de una imagen de Romy Schneider para un futuro post, mientras doy cuenta de mi desayuno frugal de verano, me topo con la agradable sorpresa que De Piérola administra un blog, llamado Escrito en el aire. Entonces me pongo a leerlo y la verdad es que tiene más de un post a recomendar, digamos que se trata de un blog metaliterario, en el que se reflexiona sobre el siempre volátil y no por ello menos apasionante oficio de escribir. El blog está dividido en cuatro secciones: Bitácora, Libros, Taller y Cine & Literatura. Para que tengan una idea de qué va Escrito en el aire, les dejo con el post El romance del siglo.

Por más de cien años, el cine y la novela han sostenido un apasionado romance cuya duración ha sido cuestionada desde muy temprano por quienes vaticinan la muerte de la novela. Desde la carta de defunción extendida por José Ortega y Gasset en 1925, con La deshumanización del arte e Ideas sobre la novela, hasta la más reciente, renovada por el crítico de cine norteamericano John David Ebert en 2004 con su artículo «Film: The New Novel». Se suman a este coro quienes postulan que debido a la irrupción de las novísimas formas de comunicación —como los teléfonos móviles y las redes sociales— la novela es cosa del pasado. No hace falta, por supuesto, refutar ninguna sentencia de muerte. La obvia, vibrante salud de la novela es una respuesta contundente. Lo que sí vale la pena es recordar los orígenes del romance del siglo.
Cuando Louis Le Prince filmó Roundhay Garden Scene en 1888, inyectando por primera vez movimiento a la fotografía, el resultado no fue más que una curiosidad de parque de atracciones. Pasarían varios años antes que los primeros cineastas notaran que, además de documentar la realidad, este nuevo medio también podía contar historias. Puestos a la obra, los cineastas definieron pronto los dos modos de hacer cine que sobreviven hasta hoy. El cine de corte realista inaugurado por la película The Great Train Robbery, filmada en 1903 por Edwin Stanton Porter, cuyo título es lo suficientemente explícito como para que cualquier lector reconozca una de sus numerosas iteraciones, que sin duda ha visto. El otro modo, el cine no realista, lo inauguran las películas de Georges Méliès. Uno de su mejores ejemplos es Le Diable Noir filmada en 1905. Esta deliciosa película, que trata de las travesuras con las que un diablito atormenta al inquilino de una pensión, es también un muestrario de los primeros efectos especiales en el cine (todos en cámara), con los que Méliès crea la categoría que ahora se premia con un Oscar. Cuando el cine supera su adolescencia es flechado por la novela, ya madura, aunque quizá por eso más atractiva.
Los resultados no se hacen esperar. Una de las películas más conocidas de Méliès, Le Voyage dans la Lune, que éste dirige en 1902, es precisamente una adaptación libre de la novelas De la Tierra a la Luna de Julio Verne y El primer hombre en la Luna de H. G. Wells. Méliès es con justicia uno de los santos patrones del cine ya que con esta adaptación también establece uno de los lazos más fuertes que unen al cine y la novela hasta hoy.
Muy pronto el cine también aprende de la novela la técnica de la narración paralela —la alternancia de varios hilos narrativos— para contar sus historias más complicadas. Sin embargo, pese a su juventud, el cine también le enseña un par de cosas a la novela. Tomemos, por ejemplo, la técnica del montaje: la yuxtaposición de tomas cuyo efecto combinado es diferente al efecto de cada una de ellas. Esta técnica narrativa es ahora tan básica, tan fundamental, que pocos espectadores la reconocen en la pantalla. Cuando la cámara, digamos, muestra un rostro asustado, luego el mecanismo de una bomba, luego el plano general de un avión. Según Sergei Eisenstein, a quien se le considera, si no su inventor, por lo menos su primer teórico, el montaje está basado en la escritura china y la dialéctica de Hegel, que parece algo que habría escrito Borges. En todo caso, gracias a que el cine le enseña a toda una generación un nuevo lenguaje narrativo, la novela puede darse el lujo de producir obras como The Sound and The Fury de William Faulkner o La Casa Verde de Mario Vargas Llosa.
Me atrevo a sugerir que la relación fructífera, el apasionado romance del cine con la novela todavía no ha terminado. Es por eso que resulta inevitable tomar en serio el artículo de Ebert (mencionado líneas arriba) aparecido en la revista The Antioch Review (Autumn, 2004), pp. 740-753. En éste, Ebert basa su argumento en dos ideas básicas. La primera es que, cuando la conciencia de una época cambia, aparecen nuevos medios para expresar las experiencias de esta nueva conciencia. El cine sería para el siglo veinte lo que la novela fuera para el siglo diecinueve. La segunda idea es que el cine de fines del siglo veinte ha empezado a expresar los grandes mitos de la época con un poder de persuasión que escapa a la novela.
Si Ebert tiene razón en lo primero, entonces, después de la aparición de Internet, de la creación de las redes sociales, de los teléfonos móviles, cosas que sin duda cambian la conciencia de la época, el siglo veintiuno debería reemplazar el cine con un nuevo medio capaz de expresar su zeitgeist. Una editorial japonesa, ha apostado a esta idea lanzando una serie de novelas por teléfono móvil. Lo único de malo, de cara al artículo de Ebert, es que después las vende impresas de la manera tradicional. La segunda idea de Ebert resulta menos persuasiva ya que no hay razón estética ni práctica que impida a una novela captar los mitos de su época (después de todo, los grandes mitos occidentales reaparecen con frecuencia en la novela).
Pero gran parte del problema de Ebert, así como de quienes pronostican en general la muerte de la novela, es la visión positivista de que todo, incluyendo el arte, se desarrolla de manera lineal, y que cuando aparece un avance, éste desplaza a la tecnología anterior. Quizá esto sea cierto en el mundo de las computadoras, la cirugía de corazón abierto y los lavaplatos, pero no en el arte. Saramago, con su sabiduría bíblica, lo tiene bien claro cuando dice: «El arte no avanza, se mueve».
Ebert no es el único que quiere desahuciar la novela. Hay un coro, por lo cual resulta difícil señalar voces individuales, que señala que la novela realista ya no tiene futuro porque lo que ésta puede hacer ya lo hace el cine, y con creces (Ebert diría que es precisamente el cine realista el que no tiene futuro, pero esa es otra discusión). Según esta otra visión, la novela está condenada a morir a menos que se concentre en lo único que la distingue: el lenguaje. Su supervivencia dependería de traer el lenguaje al primer plano. La belleza del texto debe ser lo único que importe. Pasando por alto el retintín vanguardista de semejante afirmación, no conozco a ningún novelista que afirme que el lenguaje sea secundario en la novela (inclusive Stephen King lo defiende con ardor). Pero, pongámonos de acuerdo, la novela no es poesía ni prosa poética, aunque por momentos lo parezca (de hecho, basta darle una mínima oportunidad para que la novela, la muy coqueta, se vista con las ropas de prácticamente cualquier otra forma de escritura).
Me atrevo a pronosticar la longevidad del romance del siglo, en parte porque como todo el mundo, inclusive quienes lo nieguen, hay algo de romántico en mí. Pero también por una razón mucho más importante. Como todos los grandes romances, éste también depende de la productiva tensión que existe entre lo que la pareja tiene en común y lo que parecen ser diferencias irreconciliables.
Sin duda, lo que el cine y la novela tienen en común es que ambos cuentan historias. Es decir: la forma en que un ser humano confronta un problema que le parece ineludible. La diferencia irreconciliable es que el cine es un medio visual. Le basta cinco segundos para producirnos la ilusión de que estamos dentro de una catedral gótica. La novela, por el contrario, es subjetiva. Puede entrar a las profundidades del alma de sus personajes con una facilidad que produce incomodidad al cine. (Sí, estas son dos categorías diferentes, eso las hace irreconciliables.) Es cierto que la novela realista aspira a crear un mundo visual en la mente del lector, y que ciertos directores se esfuerzan por bucear en el mundo interior de los personajes, pero cuando estas cosas ocurren, los dos medios corren siempre el riesgo de perder la gracia en el intento.
Dada mi aventurada predicción, es mi intención examinar en esta sección de la bitácora, uno de los aspectos de este apasionado romance: la forma en que algunas novelas han sido llevadas al cine. Imagino que el aspecto mítico, así como la historia que cuentan las novelas, resultarán más adaptables al cine, mientras que la interioridad de los personajes, así como la textura del lenguaje pagarán la factura en el proceso. Espero que alguno de ustedes me acompañe en este tramo del viaje. Les dejo dos películas completas, tal como se las concebía entonces, para que se diviertan.
Imagen, José de Piérola

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Gracias Gaby por el dato, soy hincha de Pepe

Carlos

8:15 a.m.  

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