miércoles, febrero 03, 2010

Borrador de un sueño - Babelia

En la última edición de Babelia, el célebre narrador español Antonio Muñoz Molina (EL JINETE POLACO, EL INVIERNO EN LISBOA), en el artículo Borrador de un sueño, no oculta su pesar sobre el libro póstumo de Vladimir Nabokov, la novela THE ORIGINAL OF LAURA.
De la lectura del artículo se colige que la publicación tiene todas las características de un libro – objeto. Pero lo que más llama la atención (indignación) es la justificación del hijo del autor, Dimitri, que intenta encausar la novela en la tradición de los testamentos literarios traicionados.

En Lausana, en la habitación del hospital en el que iba a morirse, entre el letargo de la fiebre y de las medicinas, Vladímir Nabokov soñaba completa una novela y a veces creía que ya había terminado de escribirla, y que se la leía en voz alta a un grupo de oyentes. Sus sueños habían sido siempre muy vívidos. El detallismo de su imaginación visual se hace transparente en una escritura que elude con una especie de liviana maestría la dificultad de las palabras para contar con precisión la realidad física, las vaguedades y las abstracciones del lenguaje. Según su biógrafo, Brian Boyd, Nabokov "visualizaba una novela en su mente, completa de principio a fin, antes de ponerse a escribirla". Pero en Lausana, en la primavera y a principios del verano de 1977, su imaginación de novelista y de entomólogo era invadida por los malos sueños que anticipaban la muerte, y en sus momentos de lucidez comprendería que la novela vislumbrada con tanta claridad ya no iba a llegar a existir. El cuerpo hinchado y dolorido por la enfermedad era su prisión. Había contraído una infección hospitalaria que le inflamaba los bronquios, que le provocaba dolores insoportables en los dedos de los pies.
Un año antes, después de una primera estancia en el hospital, había contado el sueño de la lectura en voz alta de la novela completa: en el interior de un jardín de altos muros, para una audiencia que incluía pájaros y gatos y a sus abuelos muertos hacía muchísimos años. El despertar desbarataba la felicidad y el alivio de haber terminado de escribir. En la vida diurna, la novela era un mazo descabalado de fichas de cartulina, idénticas a las que había usado desde el comienzo de su vida de profesor en Estados Unidos: las fichas en las que se apuntaban notas y referencias bibliográficas, las que servían para catalogarlo todo en una época muy anterior a la de las computadoras. A lápiz, con su letra pulcra, inclinada y picuda, Nabokov subdividía la escritura de cada una de sus novelas en el espacio breve y muy reglamentario de las fichas, y en cada una completaba un fragmento tan cerrado sobre sí mismo como un poema. El tamaño de la cartulina, su tenue rayado, parecen excluir la posibilidad del arrebato y del abandono, de desarreglo efusivo y estético que Nabokov tanto detestaba: en cada ficha hay un principio y un fin, y la provisionalidad de lo escrito a lápiz añade un nuevo escrúpulo de control. Una palabra que no fuera justa podría ser borrada sin rastro, sin el melodrama de las tachaduras de tinta sobre un papel más frágil que la cartulina y por lo tanto más propicio a ser desgarrado o estrujado (estrujando hojas de papel y tirándolas a la papelera después de arrancarlas de la máquina de escribir me imaginaba yo cuando era muy joven a los escritores).
Un título, The Original of Laura , y ciento treinta y ocho fichas escritas a lápiz era lo que quedó de la novela que Vladímir Nabokov había soñado y estuvo escribiendo hasta poco antes de morir. A su mujer, Vera, le había hecho prometerle que destruiría el manuscrito si a él no le daba tiempo a terminarlo. Pero quién borra voluntariamente un rastro de la persona amada después de haberla perdido. Vera Nabokov no se decidió a cumplir la promesa hecha a su marido y cuando ella también murió, en 1991, las fichas estaban guardadas en la caja fuerte de un banco. El tiempo acentuaba la leyenda. Que en alguna parte estuviera preservada una novela inédita de Nabokov de la que nadie sabía nada confirmaba la duración de su presencia después de la muerte. Lolita, Pnin, Pálido fuego, Sebastian Knight, Habla, memoria habitan en la imaginación de los lectores más allá de la materialidad del estilo y de las páginas escritas, en un reino propio que nos parece invulnerable al olvido, esperándonos siempre con toda su intacta verdad en cuanto abrimos de nuevo uno de esos libros.
Y sin embargo cuando vi en las librerías hará unos dos meses un recio volumen con el nombre de Vladímir Nabokov y el bello título de la novela con la que seguía soñando poco antes de morir no me sentí tentado de hojearlo, ni leí las reseñas que iban apareciendo. Me retenía algo que yo no sabía lo que era, un desagrado, una especie de pudor. El libro ha llegado a mi casa como un regalo, y ya no he tenido más remedio que abrirlo. Los editores lo han titulado "una novela en fragmentos": es verdad que son fragmentos, pero no que sea una novela. Más de treinta años después de la muerte de su padre Dmitri Nabokov ha recuperado las fichas de la cámara acorazada del banco suizo en el que estaban guardadas, y uno comprende que permanecieran en un sitio así: el sitio del dinero, no el de la literatura. Cada página del libro contiene el facsímil de una de las fichas, y su transcripción. Para completar el aire de reliquia, las fichas pueden ser desprendidas de las páginas, y organizadas en el orden que uno quiera darles, como tal vez habría hecho Nabokov.
El efecto, entre obsceno y lujoso, es de tristeza. Dmitri Nabokov invoca ejemplos clásicos de lo que llamó Milan Kundera testamentos traicionados: los herederos de Virgilio no quemando la Eneida, Max Brod preservando contra la voluntad expresa de Kafka los manuscritos de sus novelas inéditas. Pero en The Original of Laura sólo hay ruinas, aunque de vez en cuando brille entre ellas el oro puro de un tesoro perdido. La hermosa novela ya construida en la imaginación de Nabokov resulta ser una serie de ráfagas inconexas, como los sueños mal recordados después de una noche de fiebre. La reiteración de lo familiar confirma la evidencia de un derrumbamiento. Hay una mujer de veinticuatro años tan delgada que su espalda parece la de un niño que se está bañando, y sus pechos los de una niña de doce; hay un padrastro sórdido que ronda a la niña cuando la madre no está: su nombre es Hubert H. Hubert; hay un hombre muy gordo que huele mal y es humillado sexualmente por esa mujer muy delgada que se llama Flora y sobre la que alguien escribirá una novela llamándola Laura; hay unos hombros que emergen de un vestido sin tirantes y son tan blancos como el empeine revelado por unas babuchas de terciopelo negro. En una sola ficha cabe la horrenda tristeza de un encuentro sexual fracasado: la mujer muy joven sentada de espaldas sobre el regazo del marido gordo, mirando distraída hacia algo mientras salta rítmicamente sobre él para acabar cuanto antes, sin que se encuentren nunca las miradas, "como sapos, como tortugas". Un hombre embotado y enfermo imagina la dulzura de morir o de ir borrándose poco a poco a sí mismo como se borra una figura sobre una pizarra. De pronto una sola línea inconexa alude a un paraíso: Los toldos color naranja en los veranos del sur. Pero quizás Nabokov ya no soñaba una novela sino el borrador de una pesadilla.

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