lunes, junio 21, 2010

Recordando a Salinger

Me pasé el fin de semana bebiendo vino y leyendo, y haciendo algunas cosas más. Como ayer domingo fue el Día del Padre, me puse a buscar un gran texto que trate los padres literarios. Sin embargo, en principio encontré algunos artículos pintados de interesantes, bien camuflados del lugar común, que obviamente jamás tendrán cabida en este blog.
Felizmente existe una extraordinaria revista, como la colombiana El Malpensante.
Recordando a Salinger es un extraordinario artículo de la narradora gringa A. M. Homes (traducción de Marcela Riomalo Clavijo; imagen de Diego Patiño), quien recuerda los momentos cruciales de su vida literaria asociándolos con el autor de EL GUARDIAN ENTRE EL CENTENO. Creo que todos los que nos dedicamos a un oficio artístico, alguna vez hemos sentido lo mismo que Homes. Es decir, imposible permanecer indiferentes ante la repentina, o en su defecto anunciada, ausencia de un referente creativo personal (no necesariamente un escritor, podría ser un músico, director, pintor, etc.) que nos ha marcado de tal manera que no demoramos en darnos cuenta de que su influencia no solo ha estado suscrita a su trabajo en sí.


Siento como si hubiera muerto mi padre.
Hay padres biológicos, hay padres adoptivos y hay padres adoptados por sus hijos –padres artísticos o intelectuales, tan importantes en tu desarrollo como cualquier otro, e incluso más porque son elegidos por ti. Es con ese ánimo que quiero decirles: J. D. Salinger fue mi padre –mis disculpas a su descendencia biológica y a mis múltiples padres.
Como en cualquier relación paternal, no recuerdo el momento exacto en que tomé conciencia de la existencia del padre como algo distinto a un padre –esto es, ver a Salinger no solo como mi padre, sino como un escritor; no solo como un escritor, sino como un héroe; no solo como un héroe, sino como un ícono; no solo como un ícono, sino como un caso complicado–. A propósito de la “ansiedad de la influencia”, de la que habla Harold Bloom, éste es un caso que trata literalmente de cómo un escritor hace a otro.
Y como toda toma de conciencia, la mía se dio por pedazos, por fragmentos. No sé cuándo leí “Un día perfecto para el pez banana”, pero recuerdo cuándo comenzó a tener sentido. Todo empezó en los setenta, bajo la confluencia de Dustin Hoffman como Benjamin en El graduado y Seymour Glass, personaje del cuento de Salinger: ambos jóvenes, perdidos y echados a un lado. Además de esta combinación aparece Hoffman, de nuevo, en el papel de Carl Bernstein en Todos los hombres del presidente –los hechos del mundo real que pasaban en mi ciudad natal, Washington D. C., Vietnam y Watergate, fueron el telón de fondo de mi conciencia emergente–. Algunas escenas de esa película se filmaron cerca de mi escuela y recuerdo haber faltado a clases para quedarme cerca y sacar polaroids de los actores, como queriendo ser Warhol. Ese proceso de transformar realidad en ficción, reporteros en estrellas de cine, es parte de la urdimbre en que se convirtió mi experiencia.
Son los setenta. Estoy sudando bajo una camisa de poliéster de cuello ancho y mis gigantescos bota-campana. Muy cool. Paseo por playas y hoteles de la costa de Delaware, en donde paso las vacaciones con mi familia cogiendo olas en una canoa deplástico y quemándome tanto que me toca quedarme en cama durante días, cubierta de ungüento. En ese punto pienso en el bronceado de Muriel, la del cuento de Salinger, cuando al fin logra comunicarse con su madre, que está preocupada a muerte y le pregunta una y otra vez: “¿Estás bien, Muriel? Dime la verdad”.
Mientras paseo por el muelle un calor violento me imprime sobre la piel, prensado en caliente, el eslogan que llevo en la camiseta: “Amor significa nunca tener que decir que lo sientes”, de la película Historia de amor, de Erich Segal. (Extrañamente, Segal murió en Londres hace apenas algunas semanas.) Era 1970. Las épocas de “yo estoy OK-tú estás OK”, cuando todos nos sentíamos OK llevando ropa que no solo nos hablaba a nosotros, sino que también hablaba por nosotros.
En medio de este remolino, este elíxir de paz marchando sobre Washington, Nixon y Kissinger, y la primera guerra transmitida a color por televisión, aparece Seymour Glass como héroe herido de la Segunda Guerra Mundial –piensen en el trastorno de estrés postraumático y todo empieza a hacer clic–. Soy una preadolescente, washingtoniana de cuna, cargo con mi rara y extrema alienación: la inexorable sensación de ser una forastera abandonada al nacer y no ser pariente biológica de mi familia, pero sí, en cambio, testigo doliente de mi hermano, adoptado dos años antes que yo y ahora en la lucha de la adolescencia –completamente miserable–. Estamos en Rehoboth Beach, Delaware. Mis padres, mi hermano y yo compartimos un cuarto de hotel, todo infundido de miseria y olor húmedo y sabor salado.
En la vida, como en Salinger, hay dolor, ruptura, un deseo romántico de que en algún lugar, allá afuera, exista algo distinto, algo más, otra cosa. Entonces el dolor aparece de nuevo: es inútil ser optimista cuando sabes que esto es todo, que esto es lo que hay.
Estoy en la playa. Todo está bañado en un blanco cegador a pleno sol. Estoy pegajosa de sal y loción Coppertone; atrapada para siempre con mi familia, en sentido literal y figurado.
Estoy en medio de cosas: ni Sybil Carpenter ni Seymour Glass, ni niña ni adulta, tengo poderes de ver y comprender, pero no la habilidad de actuar. Soy una observadora distante. Salgo a caminar, un breve momento de libertad, de independencia. Inexplicablemente me han permitido pasear por la playa, y eso hago, como un prisionero en libertad condicional. La distancia que recorro se amplía hasta que una invisible cuerda elásticade ansiedad me jala de vuelta. Usualmente llego hasta el punto donde el parasol de nuestra familia ya no alcanza a verse, y entro en pánico.
Mientras camino, una multitud se reúne justo delante de mí. Un semicírculo de personas se forma alrededor de algo en la orilla. Me apresuro. Un tiburón pequeño ha sido arrastrado con vida a la arena y mira al grupo de espectadores con su brillante y profundo ojo negro, implorando que hagan algo.
“Es un tiburón arena”, dice alguien. También hubiera podido decir “pez banana” (todavía es la edad de la inocencia, aún faltan un par de años para Tiburón).
“¿Muerden?”, pregunta alguien.
El tiburón yace quieto, mirándonos impotente. Los adultos observan, los niños estiran los dedos de los pies hacia él como tratando de provocarlo para que haga algo. Alguien grita: “Traigan una pala”, y recuerdo no haber estado segura de si querían usar la pala para pegarle hasta matarlo o para salvarlo empujándolo de vuelta al agua. Varias personas se separan del semicírculo y van rápido en busca de palas. Un niño pequeño de más o menos cinco años se abre campo entre la multitud y llega a la mitad del círculo. Mira hacia abajo, al tiburón, y rápidamente –decidido– lo agarra por la cola y lo arroja al agua. Listo. La escena se me antojó salingeresca.
Pienso en “Pez banana”, en el final tan distinto de la historia. Seymour Glass sentado en una cama gemela mientras su esposa Muriel duerme en la otra. Seymour Glass disparando un solo tiro a su cerebro. Tan aterrador hoy como en 1948, y honestamente tiene perfecto sentido.
Para mí, ese fue el principio de todo, y después viene un punto intermedio, cuando he leído todo lo de Salinger y he desarrollado el hábito de escribir cartas a extraños (en este punto piensen en el comentario de Holden Caulfield sobre leer un libro y desear que “el autor que lo escribió sea un gran amigo tuyo y que puedas llamarlo por teléfono cuando te dé la gana”).
Mis padres me dejan en la biblioteca pública –la que tiene directorios telefónicos de cada ciudad de Estados Unidos–, y yo busco nombres. Nombres de gente cuyo trabajo me interesa. Soy demasiado tímida para pensar en llamar y demasiado asustadiza para escribir a cualquier extraño –podrían resultar “raritos”–, pero los extraños famosos parecen, hasta cierto punto, bastante confiables. (Es sorprendente la cantidad de gente famosa que tenía su dirección y teléfono en el directorio en los años setenta y ochenta.) Les escribo a artistas, músicos, directores de cine. No exagero, no digo: “Soy una gran fan, por favor mándeme un autógrafo de 8 x 10 en papel brillante”. Les cuento sobre mi vida, sobre mi día en el colegio, sobre estar atrapada en esa vida de niña y sobre el libro de poemas en el que estoy trabajando, Una introducción a la muerte con extractos de vida. Son poemas que escribo a mano y que comedidamente entrego a mi madre a manera de tortura, para que los transcriba en su Smith Corona de cartucho intercambiable, porque ella sabe escribir a máquina y tiene mejor ortografía que yo, y porque quiero asegurarme de que sepa exactamente lo mal que me siento.
Entre una página y la siguiente, mamá llama al psiquiatra de niños. Yo escribo mis poemas, escribo mis cartas, soy amiga por correspondencia de todos; desde Pete Townshend, de The Who, hasta el director John Sayles, y al escribir, voy labrando mi salida de casa, lento pero seguro.
El 8 de diciembre de 1980 tengo diecinueve años, sufro de una ansiedad de separación profunda y no logro irme a la universidad. Sigo viviendo en casa de mis padres y tomo clases en la American University, en Washington. El 8 de diciembre es el cumpleaños de mi mejor amiga. Ella es un año y diez días mayor que yo, estoy hablando por teléfono con ella cuando oigo la noticia de que le han disparado a John Lennon. Es tarde en la noche, y pronto llega la noticia de que Lennon ha muerto. Tengo náuseas, siento que algo horriblemente malo ha sucedido: algo ha sacado de ruta la teoría básica de la relatividad. Poco después, me entero de que Mark David Chapman sacó de su bolsillo una copia de El guardián entre el centeno y se paró ahí a leerla mientras Lennon agonizaba. Es insoportable la apropiación psicótica de la literatura; se trataba de algo sagrado que pertenecía no solo a uno de nosotros, sino a todos.
Me siento obligada a escribir. La Smith Corona en la que mi madre transcribía mis poemas se ha convertido en mi instrumento preferido. Estoy tomando un curso de escritura teatral, y trabajo en una obra titulada La hora de la llamada; una historia en la que Holden Caulfield es una persona real que hace mucho conoció a J. D. Salinger en un vagón de metro y entra a un show de llamadas radiales para pedir a la gente que deje de aferrarse al libro, que siga con su vida. La gente llama con preguntas, confesiones, queriendo saber si Holden salió bien librado. El último que llama es el mismo J. D. Salinger.
Regreso a la biblioteca y uso la revista Variety para ubicar las cartas-llamada hechas a estaciones de radio reales. Cuando acabo, regreso a la biblioteca, hurgo un poco y encuentro una lista de teatros alrededor del país. Voy a la fotocopiadora local e ingenuamente mando la obra a diferentes teatros. Gano el concurso de escritura del teatro Source, en Washington.
Fui al teatro para conocer a los productores, y recuerdo estar sentada ahí viéndolos caminar de allá para acá, mirando sus relojes, sin darse cuenta de que yo era la persona que estaban esperando. Se sorprendieron: puede que tuviera diecinueve años, pero parecía de doce. No tenían ni idea de que A. M. Homes no era “ningún tipo cuarentón”. Cuando empezó a producirse la obra, papá me llevaba a los ensayos, que eran por la noche en el teatro de la calle 14, una zona de la ciudad que acabó incendiada durante las revueltas por el asesinato de Martin Luther King y que nunca habían recuperado. No sé cómo se regó la voz sobre la producción de la obra, pero el caso es que al teatro llegó una nota de la agente de Salinger de esa época, Dorothy Holding (quien murió en 1997 y a quien está dedicado Nueve cuentos), diciendo que paráramos, que lo que estábamos haciendo era uso no autorizado del material de Salinger. El productor llamó a alguien que llamó a alguien más que supuestamente alegó el caso con el autor, pero el comunicado de Salinger era que él quería que su personaje permaneciera plano en el papel –había rechazado ofertas para hacer el cereal Caulfield y otras miles de cosas–, y debo decir que estuve de acuerdo. Para mí el punto no era joder a J. D. Salinger, sino, de hecho, tratar de decirle a la gente que lo dejaran en paz. El Washington Post y el Washington Times cubrieron la historia. La pregunta que todos se hacían era: ¿es Holden Caulfield una figura pública? ¿Puede escribirse sobre él sin permiso? En esencia, ¿puede él actuar sin su autor? Dado que yo no estaba empleando ningún material del libro, la gente pensó que era una pregunta interesante, un área gris de la ley de derechos de autor. Personalmente, yo no tenía ningún interés en provocar la ira de mi padre/héroe y para propósitos de producción cambié los nombres: Holden se convirtió en Harmon y El guardián entre el centeno se convirtió en La vida fuera del campo. La obra se estrenó en Washington en 1982. Tenía veinticuatro años, todavía vivía donde mis padres, y mientras mi familia de Washington, mi tía y mi tío de Chicago y muchos más fueron al estreno, yo me escondí en casa, abrumada por una timidez peculiar de la que nunca me he recuperado del todo.
¿Cómo es posible que hayan pasado veintiocho años desde entonces? Es como si hubiera parpadeado y, por algún extraño truco espacio-temporal, hubiera pasado de ser esa laboriosa niña perdida que escribía a máquina desesperadamente, a convertirme en una autora/mamá en sus cincuenta, viviendo en Nueva York y todavía escribiendo a máquina como si bailara tap. ¿Cómo es posible que a sus noventa y uno, Salinger esté muerto? ¿Tendremos algo más de él, algún regalo desde la tumba? ¿Alguna vez veremos los años de escritura guardados en privado, o lo que tenemos ya es suficiente?
Sin Salinger escondido en Cornish, New Hampshire –su silencio una suerte de eco budista–, respondiendo sin responder, devolviéndonos las grandes preguntas, no estoy segura de querer más. Estoy contenta con lo que tengo. Y me intimida la extraña y no tan sutil manera en que hemos llevado con nosotros a este callado y sagaz león, como quien lleva consigo a algún amado y gastado animal de peluche; la manera en que hemos tejido sus palabras, su manera de pensar, inexorablemente en nuestro ADN: todos somos sus personajes, todos somos Holden Caulfield, Seymour Glass y toda la familia Glass.

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