martes, septiembre 21, 2010

Entrevista: Luis Hernán Castañeda

(Entrevista publicada en Proyecto Patrimonio (Letras.s5.com))

“Para mí cada libro es un mundo nuevo que se impone y pide ser escrito por razones diferentes, siempre intensas y profundas, y además oscuras para mí en alguna medida”

Luis Hernán Castañeda (Lima, 1982) es uno de los escritores peruanos más reconocidos de la última década. Su obra –compuesta por Casa de Islandia, Hotel Europa y Fotografías de sala- ha sido apreciada por los lectores y saludada por la crítica. En esta entrevista Castañeda y yo conversamos sobre su última novela El futuro de mi cuerpo (Estruendomudo, 2010).
Me gustaría saber cuánto ha tallado la distancia en tu nueva novela El futuro de mi cuerpo.
Hace cuatro años que vivo y sigo estudios de doctorado en Boulder, Colorado, la pequeña ciudad universitaria donde pasa la historia de mi novela, y esa experiencia no sólo me ha puesto en contacto con otros textos, otros escritores y, en general, con otros estímulos, sino que también me ha dado mayor lucidez crítica para darme cuenta de que las cosas no han cambiado para mí, la literatura sigue interesándome por las mismas razones de siempre, sólo que ahora las enfoco y las verbalizo con más claridad, todo lo cual me ayuda a ser más consciente del camino que deseo seguir. Te diría entonces, hablando de aquello que la distancia me ha dado en términos de autoconocimiento, que me interesan y siempre me han interesado los buenos argumentos, las historias persuasivas, pero no por eso dejo de pensar que las historias en sí mismas, por más complejas e ingeniosas que sean, no valen gran cosa si no están habitadas por personajes vivos, dueños de mundos interiores ricos, capaces de desplegar sentimientos y pensamientos, de respirar en la página, y todo esto logrado gracias al poder de sugerencia y de “contaminación”, por llamarlo de algún modo, de la materia de la prosa, del lenguaje en efervescencia, que es un material vivo y denso, una realidad muy poderosa y capaz de darle cuerda al mundo íntimo de lector, de llevarlo a sitios desconocidos dentro de sí mismo. Así que, mucho más que las historias, lo que me interesa, como lector en otros y como escritor en mí, es la vitalidad del lenguaje, que es lo primero y la condición de todo lo demás. Dicho esto, puedo agregar que no me considero un verdadero diseñador profesional de argumentos, alguien que se interese demasiado por los problemas técnicos del relato, más allá de tener que resolverlos para que la maquinaria se eche a andar; tampoco soy el escritor al que se le ocurren “historias geniales”, que se deja emocionar por el valor intrínseco de una sucesión afortunada de eventos que le producen placer por su grado de intrincación, como podría producírselo una partida de ajedrez, o por su conexión temática o superficial con realidades sociales o extratextuales de importancia para el país, para el mundo o para el universo.
Entonces te interesa…
Lo que más me interesa es el poder del relato, pero cuando está animado por la chispa de la imaginación y cuando esta se deja contemplar en sus engranajes internos; dicho de otro modo, me encanta la posibilidad de estudiar el funcionamiento de la imaginación literaria, tratar de entender y practicar la necesidad de producir historias a través del lenguaje, y reflexiono mucho sobre estos procesos en mis libros, en los que suelen aparecer contadores de historias, sujetos imaginativos a los que se les ocurren distintas locuras, o que tienen la inventiva para exagerarlo todo y modificarlo a su antojo para crear simetrías, enfatizar sentidos, impresionar al que escucha, armar escenas, experimentos, planes y aventuras. Lo curioso es que, la mayor parte de las veces, estos creadores no crean lo que se les viene en gana, siempre son co-autores de alguien o algo más, una persona, una circunstancia, un rasgo de ellos mismos, cualquier fuerza diseminadora de la autoría, que en ocasiones es una mezcla de autoridad y de sujeción, asunto que estoy explorando en la nueva novela que voy releyendo y corrigiendo por estos meses, La noche americana. En ese sentido, en un sentido meta-literario, la luz para crear y el acto de contar lo imaginado tienen para mí un gran interés, y quiero representar eso, que, como bien sabes, es un cuento de nunca acabar: una historia lleva a otra historia, la primera mentira conduce a la segunda y así interminablemente, es la infinita máquina de contar. Esa fábrica de incontinencia la identifico siempre con la metáfora central de La ciudad ausente, la novela de Piglia: la mujer-androide de Macedonio Fernández, Elena la Eterna, que nunca deja de contar historias. Y pienso también en El hablador de Vargas Llosa, una novela poderosísima sobre el acto de fabular, sus motivaciones y consecuencias y lados oscuros; ésa es una novela que he releído varias veces e intuyo que seguiré releyendo. Me interesa, para terminar, lo desmedido de la ficción liberada, a pesar de que mis libros suelen ser mecanismos muy controlados y discretos, o al menos esa es la impresión que yo tengo. A fin de cuentas, lo que me interesa es el exceso, entendido como una ética de escritura y como una bandera para la vida, lo cual no implica necesariamente escribir libros gordísimos. Mira tú a César Aira y a Mario Bellatin, dos escritores excesivos en su obra, pero sintéticos en cada libro particular.
A medida que leía la novela, pensaba mucho en el “desarraigo”. Los protagonistas Ángel y Serena dan la impresión de no encontrar su lugar.
El futuro de mi cuerpo es una novela donde todos se pierden; recuerdo que un profesor mío, en la Universidad de Colorado, siempre habla de las Soledades de Góngora como de un laberinto para perderse, no para encontrarse, y a mí me parece que la mía es también una novela para perderse, tanto en el plano de las vivencias de los personajes como en un plano teórico-crítico, si es que a alguien se le ocurriera emprender una lectura de esa naturaleza. Así que el tema del desarraigo está planteado desde el inicio. Y estamos hablando de una novela de separación, protagonizada por migrantes, así que el desarraigo es doble. Por una parte, están Ángel y Serena, dos jóvenes peruanos ex estudiantes de literatura, que han estado juntos por tres años y ahora, justo cuando empieza la historia, se encuentran a punto de separarse, así que lo que ve el lector es el rápido y violento proceso -el arco temporal es apenas de tres o cuatro días- mediante el cual dos personas son arrancadas una de la otra; en otras palabras, Ángel deja de ser la residencia de las raíces de Serena, y lo mismo es cierto dicho al revés, así que a partir de ahora los dos carecen, hablando en términos sentimentales, de un lugar donde afincarse, un hogar donde vivir. Además de eso, son peruanos que viven en Estados Unidos, que han vivido en ese país por algunos años y, sin embargo, nunca han logrado “sentirse en casa”, quizá por culpa suya, por su incapacidad de hallar un punto de negociación entre lo propio y lo ajeno. Así que tampoco “encuentran su lugar” en términos culturales, son fantasmas de otras tierras, deambulan de aquí para allá sin echar raíces en ninguna parte. Este es el caso de Ángel y Serena, pero ellos no son los únicos: hay otros personajes que pasan tribulaciones parecidas, en particular uno que se llama Misti Layk'a, nombre curioso, pues implica una contradicción entre dos mundos. Este personaje tampoco habita su lugar, pero su solución al problema es mucho más radical y delirante que la de los demás... no puedo contar mucho al respecto, pero se relaciona con el caso policial, otro de los epicentros de la trama, y con la increíble presencia de unos pastores peruanos transplantados a Colorado, y que serían también otros desarraigados, aunque su caso es mucho más dramático y sublevante que el de Ángel y Serena, que mal que bien son unos migrantes privilegiados, que tienen una educación y unos recursos económicos nada desdeñables.
Por lo tanto, la novela posiblemente se inscriba dentro de la novelística latinoamericana del desarraigo.
Sí, podría ser, pero habría que definir qué queremos decir con esa categoría. Es cierto, para empezar, que El futuro de mi cuerpo podría inscribirse dentro de un grupo de novelas recientes escritas por autores latinoamericanos, cuyas historias pasan en Estados Unidos, y que tienen por personajes a sujetos tan desarraigados como Angel y Serena: pienso en Señales que precederán al fin del mundo de Yuri Herrera, Missing: una investigación de Alberto Fuguet, El fondo del cielo de Rodrigo Fresán, Los vivos y los muertos de Edmundo Paz Soldán, entre otras que se me escapan. Es obvio que hay grandísimas diferencias entre estas novelas, que a lo mejor tienen poco que las relacione; sin embargo, en todas ellas el desarraigo es un fantasma capital, aunque asuma distintas máscaras. Otro rasgo común, ahora que lo pienso, es la sensación de “fin de mundo”, el clima apocalíptico, que está en todas ellas y también está en mi novela. Y así caigo en la cuenta de que he olvidado otra novela, escrita por un catalán, que podría entrar en este pequeño corpus sobre sujetos perdidos y errantes: Dublinesca de Enrique Vila-Matas, otra novela sobre el fin de todas las cosas, quizá la más autoconsciente en este sentido. La historia que nos cuenta Vila-Matas no transcurre en Estados Unidos, sino entre Barcelona y Dublín, pero creo recordar que un sueño recurrente del editor, su protagonista, está relacionado con Nueva York... y ahora que menciono a Vila-Matas y hablo de Nueva York, no puedo dejar de pensar en Paul Auster, autor al que he seguido a lo largo de los años y que ha logrado crear toda una mitología alrededor del hecho de “perderse” en Estados Unidos, extraviarse en la inmensidad del territorio o cambiar de nombre y señas, empezar a ser otro de la noche a la mañana, y sin razón aparente. Esto último de ser alguien o dejar de serlo “sin razón aparente” está, también, en Salinger, que me encanta. Reflexionar sobre lo frágil que puede ser la identidad, creo que se trata de eso, y claro, el reverso de esa fragilidad sería la confianza en los propios poderes de auto-construcción a través del viaje y la aventura, algo que está muy presente en Kerouac, ¿verdad? En mi novela también hay carreteras, pero son carreteras que no llevan a ninguna parte, que jamás terminan, y que no son vías de construcción, sino de disolución y desaparición. Mi novela no pasa en un suburbio, pero la siento mucho más cercana a Carver que a Kerouac.
¿Por qué la sientes más cerca a Carver?
Sospecho que todo lo que yo pueda hacer estará siempre más cerca de Carver que de Kerouac. Siento que Carver está presente en todo lo que escribo, incluso en lo que aparenta ser muy poco carveriano por razones estilísticas, formales o temáticas. A pesar de estas razones, el hecho de haber leído a Carver con tanta devoción en mis años formativos, todas esas lecturas y relecturas que le dediqué a la obra completa de este autor norteamericano, responden a una intuición que tuve desde muy temprano: la de la existencia de un parentesco de temperamento entre su obra y la mía, como si fuéramos parecidos pese a no serlo; es complicado de explicar, se trata de una cuestión de empatía, de reconocimiento instantáneo de una sensibilidad compatible con la propia. Pero más allá de todo esto, hay otros motivos más visibles para decir que El futuro de mi cuerpo se acerca más a Carver, en oposición a Kerouac. Carver escribe, casi siempre, sobre la decadencia y la descomposición de las relaciones humanas, sobre personas que se separan o, peor aún, sobre parejas que siguen juntas cuando deberían separarse, muertos en vida que se hacen la vida imposible, situados por lo general al interior de universos domésticos opresivos, tristes suburbios norteamericanos donde el exceso de alcohol, la mediocridad, la certeza del fracaso, la estrechez económica y la falta de opciones para salir del marasmo son el pan de cada día. Nada más lejano a ese microcosmos de estancamiento y lenta degradación de parejas sedentarias que se muerden la cola, que la narrativa ágil, viajera, rítmica y jazzera de Kerouac, un autor que, por cierto, me encanta, especialmente por novelas cortas como The Subterraneans. Me parece, por otra parte, que esa novela tiene algún ingrediente carveriano.
El eje central de la novela es el viaje emprendido por Ángel y Serena hacia el festival del Hombre Muerto y Congelado. Eso creo que nos queda claro. Sin embargo, por momentos, tenía la firme sensación de que el eje era más bien el viaje interior de cada uno de ellos, visto principalmente en los monólogos, en una suerte de cura interna.
Los monólogos de Ángel y Serena son espacios líricos y reflexivos, corresponden a momentos de soledad en los que los personajes contemplan su estado, se ven cada vez más lejos del otro y piensan sobre la fragilidad de las relaciones, sobre la fugacidad de todo lo que los rodea y sobre las pequeñas muertes que van sucediéndose en la vida diaria, y que van separándolos y consumiéndolos, dañándolos de formas irreparables e invisibles, sin que puedan hacer nada para evitarlo. Los monólogos aparecen en los tiempos de meditación, cuando la acción de la trama se detiene y dejan de suceder los hechos más bien frenéticos y truculentos que se vinculan con el caso policial de los pastores andinos. Mi intención fue darles una voz distinta, y en especial un modo distinto de enfocar los problemas, a los protagonistas monologantes. En algún momento, la misma Serena afirma que mientras ella cree en la historia, en el progreso y en el cambio, Ángel vive atado al pasado, a la repetición incesante del dolor y la persistencia de los recuerdos, porque su visión de las relaciones humanas y los vínculos de pareja es mítica. Sus respectivos monólogos están marcados por esta diferencia central: al tiempo que Serena cree en el futuro y piensa que lo mejor está siempre por venir, o al menos intenta persuadirse de ello y ajustar su vida a ese presupuesto, Ángel es híper consciente de lo que va dejando atrás, digamos que camina de espaldas, y al hacerlo se lamenta porque intuye que nada es recuperable, que la felicidad se agota y sólo los fantasmas nos guardan lealtad. Estas serían las posiciones iniciales, las aperturas sentimentales, que se manifiestan en los primeros monólogos, y que determinan las actitudes opuestas de Ángel y Serena frente a la separación: para él, es el fin del mundo, un mundo sin medios ni principios que no existe realmente, que a cada momento está por morir; para ella, es la ocasión de nuevos comienzos que nunca pasan de la obertura, nunca se metamorfosean en organismos desarrollados, maduros. Por cierto, estas actitudes irán desplazándose y cambiando poco a poco a lo largo de la trama; yo diría que el marcador de estos desplazamientos es el vínculo personal que los personajes entablan con el caso de los pastores, un vínculo en constante modificación que refleja algo más: un estilo para encarar la pérdida. En ese sentido, los viajes interiores de los monólogos están sincronizados con los viajes exteriores del argumento, de tal manera que unos resuenan dentro de los otros y se prestan significados. Ahora, es interesante además que, algunas veces, los personajes monologan delante de alguien más, por lo general de su pareja; es decir que los diálogos muchas veces se convierten en monólogos de auto-expresión, en largos parlamentos en los cuales el interlocutor se pierde de vista, y lo que importa es el soliloquio. La novela reflexiona sobre este límite entre el monólogo y el diálogo en un pasaje en el que el narrador en tercera persona describe los gestos y modos de hablar de Serena, que es muy histriónica y está siempre actuando, recitando, simulando. De alguna forma, hay diálogos que en realidad son monólogos y monólogos que quisieran ser diálogos, que piden ser escuchados por alguien más pese a que esa persona no está presente cuando se los pronuncia.
¿Recuerdas el momento en el que te decidiste por la escritura de El futuro de mi cuerpo? Es decir, no me refiero al proceso de escritura, sino al hecho de cómo es que llegaste a decir “aquí está la novela, esto es lo que quiero escribir”.
Sí, claro que sí; recuerdo que uno de los primeros hallazgos fue el título, que apareció de golpe y me gustó de entrada. Después, a medida que la historia avanzaba, el título inicial fue cargándose de significados. Ese proceso fue muy placentero: ir descubriendo o confirmando cómo en la semilla original del título ya venían incluidos y anticipados muchos sentidos que se iban desprendiendo de la trama en formación. La novela se titula El futuro de mi cuerpo porque, en primer lugar, hay un cuerpo conservado en hielo seco, un cadáver criogenizado que perteneció a un hombre obsesionado con la vida eterna; en segundo lugar, siendo una novela de separación, los personajes, los ex novios, se preguntan a dónde irá a parar el cuerpo del otro, o de la otra, cuando la relación se haya roto; es una forma de preguntarse qué será de “aquel que fuera mi cuerpo”, el cuerpo de mi pareja, pero también del mío: “qué será de mi cuerpo cuando no esté junto al tuyo”. Además, hay un tercer cuerpo, del que no hablaré porque es cosa de cada lector descubrirlo. Por último, está el cuerpo del migrante, de todo aquel que abandona el hogar y se pierde, o se encuentra, en espacios desconocidos, donde el propio cuerpo empieza siendo un intruso para luego hallar, quizá, un futuro posible. Pero estas ideas aparecieron después; al principio, el momento inicial, anterior incluso al hallazgo del título, está vinculado a una emoción, no a un razonamiento ni a una metáfora.
¿A qué tipo de emoción?
Esto ya lo he contado alguna vez: fue en algún momento de junio o julio del año pasado, yo estaba en un taxi, pensaba en diez mil cosas a la vez -no en escribir una novela, por cierto-, y de pronto una conexión, una posibilidad, “¿y si escribo sobre esto?” ..., de esas diez mil cosas simultáneas, se juntaron varias, se armonizaron, y entonces me tomó por asalto la certeza de que yo iba a escribir esta historia, de alguna manera la historia ya estaba escrita: llegó lista y acompañada por la seguridad plena de su realización, pocas veces he sentido algo así con tanta claridad. A partir de allí no cesaron de aparecer las imágenes, las situaciones, los personajes, las palabras mismas y exactas de oraciones y párrafos. Todo fue cobrando forma y sumándose a la figura total, ganando consistencia e incorporando detalles, modulaciones, pequeños desvíos. Es complicado de explicar, este proceso, pero siempre empieza igual: algo pasa de la inconciencia a la conciencia, algo que ya sabía sin saberlo se ilumina de repente, en cualquier momento, y a partir de ese momento empieza el trabajo consciente de construcción. No obstante, siempre siguen llegando regalos de la zona oscura, se invitan solos, por decirlo así, de repente pasan a ser pensados, o quizá sea más preciso decir que sin querer me los voy proponiendo, los acepto o los descarto, pero es todo muy fluido y natural, cuando empieza. Al principio no hay que esforzarse, el esfuerzo viene a la hora de pulir lo que ya te fue dado sin grandes dolores. Y eso lo que yo siento que debo escribir, lo que simplemente se me brinda, porque eso quiere decir que durante algún tiempo ha estado cocinándose por su cuenta y sin mi intervención, gracias a su propia relevancia interna.
Ángel y Serena están heridos. Ellos no terminan su relación porque dejaran de quererse, sino por un hecho crucial que les pasó. En este sentido, percibo un fuerte lazo entre ese “hecho crucial” y lo que Ángel cuenta sobre “el árbol de las soldaduras”, del que se extrae un ungüento para curar heridas.
El árbol de las soldaduras, sí. Ese pasaje es una casa de espejos, un juego de alusiones y remisiones. Mencionas uno de los momentos más importantes de la trama, y también uno de los que más me costó escribir, porque tenía que lograr un balance delicado entre brindar la información necesaria (para que el lector comprenda lo que está sucediendo y, lo central, lo que les ha sucedido a los personajes, la pérdida que han sufrido y que gravita alrededor de ellos siempre), y callar lo que tenía que mantener en silencio, para no sobrecargar la escena, digámoslo así, con tintas muy ominosas ni tampoco melodramáticas. Para no estropear la lectura, hablaré del asunto en abstracto, con la esperanza de que así se pueda entender, aunque en general, el problema literario que supuso para mí todo esto. En resumidas cuentas, los personajes han sufrido una pérdida que, desde su punto de vista, es bastante grave, y que representa, por lo menos dentro del marco de la ficción, su conexión más dramática con la muerte. El asunto es que, mientras que uno de ellos siempre supo de dicha pérdida, el otro se entera de ella, recién, al mismo tiempo que el lector. Pongamos que la pérdida, acontecida en el pasado, le resultó invisible hasta cierto momento del tiempo presente de la narración, y la forma en que se entera de ella es bastante particular: a través de una fotografía. Ahora bien, el personaje se entera de la pérdida y lo primero que desea hacer es hablar de ella, pero descubre que no puede hacerlo, porque la muerte le impone un silencio inviolable. Todo el problema es demasiado grave, y además pasó hace tiempo, así que no tiene sentido hurgar en viejas heridas. Sin embargo, las heridas son, para este personaje, también demasiado recientes, porque acaba de percatarse de que las tiene, así que, a fin de cuentas, lo cierto es que necesita hablar del tema, expresar de algún modo su dolor, aunque sabe que de poco le valdrá hacerlo, ya que no espera encontrar acogida ni comprensión ni empatía de parte del otro personaje. De todas maneras, le habla del asunto, no se contiene, pero lo hace, a mi manera de ver, de manera inteligente, porque cuenta una historia que es otra historia, un cuento vagamente relacionado con la pérdida: el cuento del árbol de las soldaduras, que viene de una crónica de Indias escrita por Gonzalo Fernández de Oviedo. Un cuento vagamente relacionado que no es, propiamente, una alegoría, sino un relato cifrado, o mejor, una expresión en clave de un dolor muy intenso, que impregna las palabras dichas pero que viene de lo no dicho, lo que no se puede decir. De cierto modo, la superficie vibra mientras el fondo se mantiene en calma, pero, entonces, ¿cuál es el fondo y cuál la superficie, en el caso de este episodio en particular pero además de toda la novela? Como ves, un problema de los personajes, propio de su mundo privado, puede llevarnos a pensar sobre problemas como qué contar, cómo contar, y cuál es el verdadero significado de lo que contamos, y por qué lo hacemos y qué esperamos obtener a cambio, y cuál es el poder de la literatura para tocarnos y emocionarnos, especialmente cuando parece estar hablando de cosas que nos son totalmente ajenas.
Me llamó la atención la referencia sobre el narrador catalán Eduardo Mendoza. ¿Es un guiño al respiro policial de la novela?
Es interesante que le llames respiro policial, porque es cierto: la trama alterna sin cesar entre lo policial y lo sentimental, y una línea es el respiro de la otra. Me gusta mucho la vena cómica de Eduardo Mendoza, y si su nombre está ahí es porque representa algo en mí como escritor que descubrí hace relativamente poco, y que no me gustó demasiado descubrir, pero que ya acepté y ha terminado agradándome. Es un tema un poco largo de contar, porque empieza con los primeros pasos que di cuando empezaba a soñar con ser escritor, siendo un adolescente.
Adelante, cuéntalo.
Me animo entonces. Como todo el mundo, yo también tenía una autoimagen del escritor en el que quería convertirme, o mejor dicho, en la clase a la que quería pertenecer: un grupo de escritores severos y compungidos, escritores casi solemnes, que escriben siempre para ser recordados, que hablan con la necesaria gravedad de asuntos trascendentales, que respetan el decoro de la profesión. En mi caso, creo que yo quería desarrollar un cierto tono que podríamos describir como melancólico y existencial; es decir, que nunca me interesó escribir sobre cuestiones sociales o frontalmente colectivas, siempre quise explorar vidas íntimas, pero con seriedad, con la seriedad de la comprensión, de una madurez un poco mustia... la idea era más o menos esa, pero la realización nunca estuvo a la altura de los deseos, quizá porque siempre intuí que había en mí algo de lo otro, algo del mundo de lo cómico, más cercano a Bryce que a Ribeyro, por citar dos nombres emblemáticos, en fin, algo del todo no-vargasllosiano, o sí, vargasllosiano pero solo si pensamos en novelas como ¿Quién mató a Palomino Molero?, otro policial delirante, como los de Mendoza. No quiero decir, con esto, que me interese escribir comedias o que mi único deseo sea producir la risa del lector, pero sí creo tener cierta inclinación al esperpento, cierto gusto por lo grotesco, o para lo cómico-grotesco, lo escatológico, lo sexual-grotesco-turbiamente cómico... además que lo precario, lo improvisado, lo hechizo, lo mal hecho, me divierten muchísimo. Y por eso me gusta tanto Valle-Inclán, especialmente en Las Sonatas, o Quevedo en El buscón, un libro que adoro y del que me sigo riendo con una risa breve, discreta, pero muy intensa, una risa mezclada con malestar, con asco, con un destello de comprensión, y marcada por la ironía.
Ya que haces referencia a Las sonatas, me es imposible que pasemos por alto al Marqués de Bradomín, el gran pervertido, en un “buen sentido”, de la literatura en castellano.
Las cuatro Sonatas de Valle-Inclán son una maravilla, desde las aventuras juveniles del Marqués de Bradomín en México hasta su accidente de vejez en la Sonata de invierno, cuando le amputan un brazo sin que ese percance le impida a este pésimo donjuán incorregible, “feo, católico y sentimental”, intentar seducir a la que parece ser su propia hija, una más de las hazañas eróticas que jalonan su existencia. Es innegable, como dices, que Bradomín es un pervertido, pero, al mismo tiempo, es una criatura absolutamente literaria y teatral, un dandy artificioso y artificial que no sólo juzga el mundo en términos estéticos, pura y exclusivamente estéticos, sino que además exige ser entendido y leído desde ese mismo marco, de tal manera que la perversión funciona en él como una categoría del arte y no de la moral. Así, es un personaje totalmente moderno, que supuso un terremoto literario en la tradición española de su época, y que sigue siendo para mí una fuente de estímulo y de placer como lector y escritor. Entre las varias cosas que podría mencionar, destacaría el asunto de la teatralidad, en especial por la autoconstrucción performativa de la identidad, que es el modo de caracterización seguido en El futuro de mi cuerpo, un texto en el que los personajes, que son seres verbales e histriónicos por naturaleza, no pierden ocasión de exhibirse, de actuar, de declamar, de ponerse máscaras y disfraces cambiantes: es decir, de contar historias, incluso con sus propios cuerpos. Para expresarlo de otra manera, sugeriré que estos personajes no están construidos a partir del modelo de subjetividad moderna, centrada y homogénea, que es la base de todo realismo, sino que son seres de tinta y papel, que además saben que lo son y actúan en consonancia con ese saber; esto no significa que carezcan de corazón o de conciencia, significa más bien que son personajes “trans-humanos”, categoría de Renato Poggioli para referirse a las vanguardias europeas. Entre nosotros, La casa de cartón, una novela que me fascina, también está habitada por personajes trans-humanos, seres literarios como los que yo mismo he tratado de imaginar y depositar en una novela como El futuro de mi cuerpo. La auto-ironía es una marca fundamental en este tipo de personajes, que viven sus afectos y pensamientos, sí, pero siempre desde una distancia que los diferencia de sí mismos y los vuelve conscientes de todo, y del ridículo implícito en ser como son, principalmente. Todo esto para decir que Bradomín es para mí un ícono, incluso dentro de mis labores como investigador de la literatura, ya que mi tesis doctoral es un estudio de seis novelas latinoamericanas protagonizadas por círculos de artistas, grupos de Bradomines en acto o en potencia.
¿Y en qué escritores contemporáneos percibes esa ironía que mencionaste hace un rato?
Creo que eso está también en Bellatin, pese a que sus libros tienen ese tono neutro, inquietante; yo me he reído muchísimo con los libros de Bellatin, un autor que ha influido profundamente en mi obra y en mi concepción de la literatura, y al que siempre he visto como un heredero de Kafka, que fue mi lectura principal y casi diaria entre los diecinueve y los veintipocos años. Es innecesario decir que leyendo a Kafka me he reído como nunca, literalmente me he arrastrado por el piso sin dejar de reírme, y esa sensibilidad, pese a que en un primer momento fue un objeto de rechazo para mi superyó de escritor, la tengo a flor de piel, me determina, sale en los momentos menos esperados, me malogra las escenas solemnes, introduce grietas de irrisión en todo lo que “no debió salirme así”, pero así me quedó. Recuerdo, por ejemplo, el fragmento del poeta Cedrus, una sección de Casa de Islandia que fue pensada en un tono adusto, pero que, cuando me dejé ir, se convirtió en una especie de sátira de tonos muy fuertes, en un delirio totalmente descontrolado. No podía dejar de reírme mientras escribía esas páginas, y hasta ahora creo que esa risa un poco cruel, maligna, irresponsable para algunos, incluso frívola, acompaña algunas de las mejores páginas que puede escribir un escritor de mis características. Ya no me resisto a eso y más bien me alegro mucho cuando algo escrito por mí me da risa: eso significa que estoy entrando en esa zona de mi sensibilidad que, simplemente, es así, y en esa medida estoy siendo auténtico y paradójicamente serio como escritor.
Sobre la novela, se ha resaltado lo del forasterismo de José María Arguedas.
Así es: fue Peter Elmore, escritor y crítico al que aprecio mucho, quien vio primero que nadie lo del forasterismo, y además fue él quien me habló por primera vez de la obra narrativa de Mirko Lauer, una obra que los dos consideramos valiosísima y que en el Perú no es muy leída ni apreciada, posiblemente porque es demasiado excéntrica y compleja, en su brevedad, para ser mainstream. Entonces, a un nivel no muy consciente, porque nada de esto fue deliberado y a la vez sí lo fue, me parece advertir la huella de las novelas cortas de Lauer, el llamado Ciclo de Cerro Azul, que incluye tres textos: Secretos inútiles, Orbitas.Tertulias y Tapen la tumba. En particular, los dos primeros me impresionaron muchísimo por el tipo de imaginación delirante que campea en sus páginas, y por el especial tratamiento de lo peruano, que no pasa por la repetición de tópicos sino por una suerte de excavación en la materia de lo cotidiano, que acaba por revelar, gracias a la agudeza de la mirada, una vida cultural secreta, unos mitos extraoficiales que nos habitan de incógnito. Por ejemplo, en Orbitas.tertulias, lo que encontramos son conversaciones, distintas conversaciones escuchadas en múltiples espacios sociales del mapa de Cerro Azul, pero lo que unifica todas estas conversaciones es lo que no figura en ninguna de ellas: la imagen del entierro y la excavación, es decir, la faena del huaqueo, que convoca, como sin querer, varias imágenes sobre lo peruano contemporáneo. Están presentes las ideas de antigüedad, profundidad, pero también las de abandono, desperdicio, precariedad, improvisación, y así seguiríamos, recorriendo una cadena de significados condensados en esos agujeros de los cuales provienen, como por arte de magia, esos objetos mágicos que parecen frutos de la tierra. Pero si hablamos de la marca de Lauer, tampoco puedo dejar de mencionar la huella de Mario Bellatin, uno de los autores que leí más en mis años universitarios, y sin duda uno de los creadores más originales que ha salido del Perú en varias décadas, solo para influir en un espacio mucho más grande, claro está. De Mario Bellatin, yo mencionaría con especial énfasis la aparición del cuerpo, del cuerpo sexuado, como el lugar privilegiado de la experiencia, que parece ser, en su caso, sobre todo un accidente genital, y con esto quiero decir que después de textos como Salón de belleza o El Gran Vidrio, el cuerpo y el sexo no pueden ser vistos ni tratados de la misma manera.
Detengámonos un toque en Bellatin. Lo vienes mencionando varias veces en la conversación. ¿Qué libro suyo recuerdas más? Y si te parece, menciona a otros escritores peruanos que también hayan influido en ti.
Siempre recordaré la lectura de Efecto invernadero, en la que aparece, creo que por primera vez, una imagen recurrente en Bellatin: la relación entre la madre y el cuerpo del hijo. Como sabes, en El futuro de mi cuerpo los genitales son una zona muy importante, que congrega significados de vida y creación pero también de muerte, mutilación y control. Entonces, yo mencionaría a Bellatin y a Lauer, pero tampoco dejaría de mencionar a Iván Thays, cuya obra tiene para mí una influencia tan grande como la de los otros dos, y no sólo en El futuro de mi cuerpo sino en todo lo que he escrito hasta ahora. En particular, yo creo que aprovecho el lugar central que se le otorga, en la obra de Iván, a las relaciones de pareja, que articulan la trama y movilizan diversos significados, como ocurre desde Las fotografías de Frances Farmer hasta Un lugar llamado Oreja de Perro. El amor de pareja es el sitio donde todo ocurre, desde la reflexión sobre la literatura y el arte hasta las experiencias más íntimas y dolorosas, las experiencias de muerte y pérdida. Mientras corregía El futuro de mi cuerpo, pensaba siempre en Escena de caza, una novela bellísima, muy bien construida y equilibrada, que siempre me conmueve, y que he releído varias veces. Las dos novelas son, como se ve con claridad, dos novelas cortas centradas en la separación de la pareja. De hecho, pensaba añadir el siguiente epígrafe a mi novela, pero quedó fuera porque ya era demasiado, en algún momento tuve seis o siete epígrafes y solo quedaron los que guardaban mayor relación con el asunto de lo peruano y la migración: “Para las mujeres, los recuerdos del amor son souvenirs de un viaje sentimental; para los hombres, los restos del naufragio”. Me parece que esa frase define con nitidez los destinos de Ángel y Serena en mi novela. Por último, los cuentos de Sergio Galarza, en especial los que están en el libro Todas las mujeres son galgos, están muy presentes, sobre todo al final de mi novela, donde hay un homenaje sin nombre propio a Galarza, un amigo muy querido que además fue mi profesor en un taller de narrativa en Lima, allá por el 2002 o el 2003.
Volviendo a la novela. Lo de los asesinatos en Nederland y la sospecha de los pastores peruanos motiva también una lectura social.
Yo no descartaría la posibilidad de hacer una lectura cultural de la novela, y en un instante explicaré a qué me refiero con eso. Por una parte, siento que en El futuro de mi cuerpo, lo social, si está presente, está muy atenuado, y siempre en función de la caracterización: se habla, por ejemplo, de la extracción socioeconómica de Ángel y Serena, pero solo como un factor más para contraponerlos y aludir a sus diferencias y desencuentros, que son más literarios y emocionales que sociales, en el fondo. Sin embargo, me parece interesante que llames la atención sobre esa segunda dimensión de la novela, la que se relaciona con la trama de los pastores andinos perdidos en Colorado, porque en mi opinión ha sido la menos llamativa y la menos comentada, pese a su indudable importancia en la novela. Quizá este desinterés se deba a que la historia de amor ha cautivado más a los primeros lectores, pero yo no quisiera que se pierda de vista el significado de la presencia de los pastores, que además guarda una relación íntima con la historia de amor.
¿Cómo diste con la historia de los pastores?
Recuerdo que esa historia de los pastores se me empezó a ocurrir después de leer una noticia en el Denver Post, relacionada con los testimonios de unos rancheros de zonas muy alejadas de Colorado, que declaraban con mucho miedo haber encontrado los cadáveres de sus animales mutilados de maneras espantosas, que los hacían pensar en la intervención de extraterrestres. La noticia me quedó dando vueltas en la cabeza y empecé a preguntarme qué sucedería, qué dirían las personas, si algo así pasase en el Perú, y llegué a la conclusión de que la teoría de los extraterrestres era muy norteamericana, se relacionaba con fantasmas profundos de la cultura local, y que en el Perú otras serían las explicaciones brindadas, explicaciones que también, por cierto, estarían relacionadas con nuestros propios fantasmas, con esa vida cultural invisible pero existente que sobrevive en el inconsciente colectivo y, pese a las apariencias, no desaparece, sino que surge de maneras inesperadas y en momentos imprevistos para explicar lo inexplicable, para tratar de domesticar en alguna medida el pavor que provoca lo irracional. Cuando hablo de una vida cultural invisible, me estoy refiriendo a ciertas formas de la imaginación que persisten en el tiempo y nos identifican como nación, pese a las rupturas internas del país; es como si hubiera un Perú imaginario que tiene sus propios mitos y personajes, sus formas y protocolos característicos para interpretar la experiencia. En este sentido, recuerdo mucho la lectura de Buscando un inca de Alberto Flores Galindo: creo que de ese gran ensayo, entre otras fuentes quizá menos claras, viene la intuición, muy vaporosa en mi caso, claro está, porque no tengo la formación de un científico social, de que existen metáforas poderosas que nos determinan, que están detrás de nuestros razonamientos y conclusiones, y que además son colectivas. Cierto, esta novela no presenta una historia que transcurre en el Perú, pero Ángel y Serena son peruanos, y como todo se filtra a través de sus ojos, por más que ocurra en Estados Unidos, entonces es natural que su mirada lo tiña todo y determine la realidad: que la altere, incluso, porque como han percibido algunos lectores, esta novela, que tiene todos los visos de una novela realista, es en realidad un novela delirante. Dicho todo esto, aclararé que, en el caso de El futuro de mi cuerpo, el fantasma que estaría manifestándose es el mito del Inkarri, o mejor dicho, una versión traducida de dicho mito: traducida, alterada, transplantada en otro mito, que es la historia del Hombre Muerto y Congelado, una historia que en su origen no tiene nada, como es obvio, de peruanidad, pero que yo modifiqué sustancialmente o, más bien, peruanicé. En otras palabras, podríamos hablar aquí de la hibridación de dos mitos, que al combinarse crean algo distinto, que no equivale necesariamente a la suma de las partes.
El tópico de la migración…
Por supuesto, el asunto de la migración entra aquí de lleno, porque estamos hablando de dos peruanos que viajan a Estados Unidos llevando consigo todo lo que tienen, y sobre todo su equipaje más pesado: sus mentes, su imaginación, sus maneras de sentir, y todo ese capital simbólico y emocional, que incluye esa vida cultural imaginaria de la que hablé antes, tiene que dialogar con el nuevo entorno, tiene que encontrar un punto de comunicación, un lugar intermedio donde, sin dejar de existir, pueda acoger lo distinto, transformar y dejarse transformar. Ahora, claro, este proceso es fallido en el caso de Ángel y Serena, cuya mayor tragedia, a mi manera de ver, es su incapacidad de desprenderse del pasado, de dejar atrás los fantasmas, porque esos fantasmas no los dejan vivir, no los dejan ver lo que hay a su alrededor, y se instalan en el mundo suplantándolo, adulterándolo, peruanizando lo que no deberían: de alguna manera, se trata de personajes que hicieron el viaje físico, pero no fueron capaces de hacer el viaje mental. Pero, entonces, uno podría preguntarse qué implica un viaje mental, ¿estamos hablando de aculturación? En algún sentido, sí, quizás, y aquí es donde vuelve el problema del desarraigo, puesto que si bien es cierto que Ángel y Serena han salido del Perú, se han desarraigado del Perú, también es cierto que no han logrado afincarse en su nuevo hogar, que siguen siendo turistas a tiempo completo, que no se reconocen como parte de Estados Unidos, aunque tampoco parece que vayan a regresar al Perú. En ese caso, ¿dónde viven estos personajes, entonces? Yo diría que en ninguna parte, en un limbo, donde el pasado se repite sin cesar, donde los fantasmas vuelven, donde están condenados a repetir incansablemente las mismas acciones absurdas, a moverse en círculos sin llegar a ninguna parte. ¿Ves a dónde quiero llegar? Justamente, casi estoy citando de memoria algunas reflexiones de Serena, hechas a título personal, pero que no se refieren a su condición de forastera, sino que intentan arrojar luz sobre su relación amorosa con Ángel: ¿por qué estamos juntos si juntos no llegamos a ninguna parte, por qué no podemos separarnos pese a saber que este amor no da para más? Son las mismas preguntas, hechas en clave amorosa o en clave cultural, no importa; y yo creo que si son las mismas preguntas, es porque su huella en la vida íntima de los personajes es multidimensional, atraviesa varios campos de problemas y, al final, se convierte en el emblema que lo explica todo en la novela, o al menos intenta hacerlo. Yo creo que ahí está el posible valor de la novela, en tanto objeto literario y en tanto creación artística: estos juegos de analogías y simetrías logran crear, espero, una impresión de orden, de cosmos, un universo donde nada está bien, donde todos somos infelices y donde nada funciona, pero a fin de cuentas, esa infelicidad esconde un sentido, es un caos interpretable, una realidad ordenada a pesar de ser tan oscura, y tal vez allí haya alguna esperanza, alguna ilusión dada por la existencia de una estructura. En este sentido, mi novela no es un texto posmoderno, porque finalmente apuesta a un orden y a la posibilidad de descifrar ese orden.
Hace un rato abordaste el tema del sexo. El sexo es también uno de los puntos de El futuro de mi cuerpo. Y está presente también en tus otros libros.
El sexo y el poder parecen ser una realidad única en varios de los textos que he escrito. Hace muy poco, en Lima, Iván Thays me comentaba que en mis libros hay una representación particular del sexo y de las relaciones de género; en la lectura de Iván, que no solo ha leído mi obra sino que me conoce personalmente, había un componente psicoanalítico que podría explicar, quizás, la recurrencia de una pareja prototípica que está en todo o casi todo lo que escribo: la mujer fuerte y el hombre dominado; el esclavo y su dueña, por decirlo de alguna manera, que se relacionan sexualmente, pero también en todo otro ámbito, dentro siempre de un esquema de poder brutal. Está en Casa de Islandia, en la relación de esos dos adolescentes que protagonizan el cuento “El belódromo”; está en Hotel Europa, aunque en el caso de esta novela, los dos personajes son uno, están fundidos en la persona de Allison Richter, el periodista de sexualidad híbrida y cambiante. En los cuentos de Fotografías de sala quizá no sea así, porque siendo ese un libro dedicado a las relaciones entre padres e hijos, no hay muchas parejas, salvo algunos matrimonios fallidos, pero de todas maneras, las relaciones de poder son muy verticales y devastadoras para quienes las sufren y para quienes las ejercen. Yo, claro, no noto estas coincidencias hasta que ya están escritas, de manera que sí, algún factor inconsciente debe existir. Un amigo mío, el escritor Jeremías Gamboa, tiene una lectura muy parecida a la de Iván, así que ya son dos. En conclusión, podría decir que el sexo es, en mi narrativa, un lugar muy importante desde el cual reflexionar sobre el poder y sobre toda forma de dominación del otro, desde la imposición física de la fuerza hasta la implantación de estereotipos y categorías reduccionistas que se convierten, a la postre, en aplicaciones mentales de la violencia que producen todo tipo de abusos y de limitaciones a la facultad individual de crear, de crearse y recrearse, facultad que está en la base de la literatura y que yo, como escritor de ficción, sólo puedo defender.
Página 121. Serena dice: “No perdimos nada, y siempre se puede buscar aventuras nuevas. En otros sitios, ya nunca más en este pueblucho, por supuesto”. La frase está enmarcada en un contexto específico. Sin embargo, también lo tomo como un reflejo de tu poética personal, la de querer privilegiar la historia, el argumento, en tus futuros libros.
Para mí cada libro es un mundo nuevo que se impone y pide ser escrito por razones diferentes, siempre intensas y profundas, y además oscuras para mí en alguna medida. No tengo un programa, mi visión a largo plazo no llega demasiado lejos. Ahora mismo tengo uno o dos libros futuros en la cabeza, pero no más que eso, así que no soy ningún estratega ni un ajedrecista de los libros, que van saliendo solos y más o menos cuando ellos quieren, cuando se me aparecen. Si algo guía mi producción, si alguna idea de futuro tengo yo como escritor, te aseguro que no tiene nada que ver con directrices como esa, “privilegiar el argumento”, o privilegiar el estilo, o darle más importancia a tal elemento o a este otro. No, yo soy más rudimentario, menos profesional, porque más o menos voy escribiendo sobre lo que a mis libros les dé la gana de dictarme, y así los textos me sugieren sus leyes internas, leyes que, claro, me corresponde a mí como escritor ir armonizando con las leyes de mis libros pasados, porque tampoco se trata de escribir libros sueltos por aquí y por allá, sin mayor relación entre sí, sino de ir armando, sin traicionar la excepción que cada libro representa, una obra coherente, un mapa de temas, recursos, fijaciones, la mayoría de las cuales no las escojo yo sino que están en mí desde siempre, me hacen ser la persona y el escritor que soy. ¿En qué sentido hablo de coherencia? Me animaría a decir, después de cuatro libros publicados y un par más inéditos, que la coherencia está dada por la naturaleza autoficcional de mi obra, que sin ser autobiográfica en sentido estricto, siempre desarrolla versiones posibles, más o menos enrarecidas, a veces profundamente modificadas y hasta traicionadas, a veces posibilidades nunca realizadas y negaciones de la vida real, de diferentes zonas de mi experiencia personal, de todo lo que yo, como sujeto, como hombre, como amante, como viajero, como escritor, etc., he podido experimentar y conocer de manera directa. No obstante, hablar de autobiografía sería incorrecto, porque lo interesante es, justamente, todo lo que se puede hacer con la propia vida, todas las intervenciones radicales que se le pueden aplicar (por ejemplo, nada de lo que se cuenta en El futuro de mi cuerpo me pasó a mí, como persona: sería más preciso decir que todo aquello me pasó como a un escritor). A partir de ese registro privado, casi visceral, teñido por mi propia percepción del mundo, puedo dar el salto y explorar otros universos y problemáticas, claro que sí, pero intuyo que cuanto más alejados de mi vida esos universos, más fuerte es la presencia de algún personaje, algún narrador, algún ser con el que yo puedo identificarme y que me representa en el extranjero, digámoslo así, porque a través de sus ojos, que se parecen demasiado a los míos, es que todo desfila. Y seguiré por ese camino, me parece, pero es obvio que nadie puede saber con precisión cómo será su vida, y yo, en consecuencia, tampoco puedo saber de antemano y con exactitud qué me deparará mi obra. Lo único que sé es que no puedo ni quiero dejar de escribirla, porque últimamente me ocurre sentir con demasiada intensidad que lo no escrito no ha sido vivido, o que para vivir de verdad algo tengo antes que escribir sobre ello, tengo que pensarlo en términos literarios y generar imágenes, porque de otra manera no existe, se pierde o permanece incomprensible. Hablo de las cosas importantes y de las pequeñas, de todo, en realidad, porque se puede escribir de cualquier cosa siempre y cuando algún hilo, por más fino que sea, conecte la nimiedad en cuestión con aquello que de verdad nos importa. Vistas así las cosas, resulta que soy un escritor totalmente egocéntrico. Quizá mi percepción sea limitada, pero trato de aguzarla cada vez más, trato de reducir las distancias entre la experiencia y el lenguaje, para así ser capaz de comunicar, o solo de sugerir, un mundo cada vez más amplio y más rico, a pesar de ser un mundo egoficcional, el mío.

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