jueves, septiembre 16, 2010

Subrayadores de libros

Navego un toque por la excelente web chilena Proyecto Patrimonio (Letras.s5.com). Como siempre, encontramos interesantes artículos, ensayos y entrevistas. Es por ello que reproduciré el artículo Subrayadores de libros, del poeta chileno Germán Carrasco.
El artículo es, ante todo, un rescate. Fue publicado el sábado 3 de mayo de 2008.
Como puede colegirse del título, Carrasco nos habla de la vesánica tendencia de algunos hacia el subrayado de libros. Recordé no pocas cosas mientras leía el texto. Por ejemplo, recordé la vez cuando me encontré con un poeta en la puerta de la sala Jorge Basadre de la Biblioteca Nacional de San Borja. Él estaba haciendo un estudio sobre las novelas peruanas publicadas en 1910. Llenamos las fichas de los títulos que nos interesaban y compartimos una mesa larga de lectura. Todo parecía estar bien, sin embargo, cerca de la media hora de lectura él destapa su lapicero Novo azul y empieza a escribir en las páginas sepias de un libro.
Ver eso me desconcentró del poemario que devoraba lentamente.
“Oye, huevón, ¿qué haces?”, le pregunté. “Hay errores aquí”, contestó.
Claro, hay una abismal diferencia entre subrayar un libro que te interesa y otra en violentar una reliquia literaria. E hice lo correcto: le quité el libro, con putamadreada incluida, pero en voz baja porque estábamos en la biblioteca.
Por otra parte, el autor del artículo que motiva el post, es uno de los más grandes poetas latinoamericanos contemporáneos. No es mi amigo, ni siquiera conocido, solo hablé con él una vez, pero sí lo he leído bien. Además, es una las voces más destacadas de la antología de la poesía hispanoamericana contemporánea CUERPO PLURAL (Pre-Textos, 2010), a la que de todas maneras le dedicaré un post la próxima semana.


Mi amigo Gnomo me convierte en sicoanalista involuntario al devolverme rayados y anotados los libros que le presto. Tengo que enterarme de sus hipocondrías, de su pánico a la vejez y a la impotencia, de su simpatía por las frases misóginas. Por ejemplo, de Lihn, de quien celebra poemas como Seis soledades. Con sus marcas y notas me pone al tanto de sus traumas con el sexo femenino y que encima se considera una extraña especie de romántico. No me entretiene demasiado releer mis libros llenos con sus marcas, pero por increíble que parezca, en la Biblioteca de Santiago me he vuelto a encontrar con su inconfundible manuscrita al borde de los libros. Sonreí.
Hay varios tipos de subrayadores. Por ahí un personaje de Fuguet le marca las partes más calientes de las novelas a una amiga que no lee ni la carta del restaurante. Existen otros que se enojan, nostálgicos de la censura, con los libros; otros, más cercanos al estilo de las barras bravas, directamente dirigen improperios contra el autor, al estilo blog chileno. Están los pedantes ingenuos que dicen con sus marcas y subrayados: soy un lector avisado y rayo el libro para un importante paper que será escrito en jerga burocrática y que no va a leer ni el estudiante más remoto en rincón alguno de la galaxia. Divertidos también son quienes, al descubrir una cita oculta o una relación (por obvia que sea, por ejemplo, que Dinero, de Amis, es una recreación de Niebla, de Unamuno) la hacen saber cargando la letra en su acceso de felicidad: la ansiedad los consume cuando descubren algún intertexto en el que están seguros nadie reparará y quieren gritarlo a voz en cuello, entonces echan mano al lápiz más cercano y dejan el libro con un tatuaje que condicionará por siempre a los próximos lectores. Estos últimos subrayadores son parientes de los melindrosos cazadores de inexactitudes que revientan de placer al descubrir errores de traducción (los hay por miles) o imprecisiones en ediciones prestigiosas (las hay por miles). Está bien, todos sabemos que la visión del centro a la periferia o del primer mundo al tercero está llena de desconocimiento. Bloom y Marjorie Perloff confunden países y obras ("the Argentinian poet Pablo Neruda"), pero sólo se decepciona el que se ilusiona demasiado o quienes leen las obras como si fueran palabras de ley o mandamientos. Mejor una relación amistosa con las páginas. En la emulsión que lubrica el paso de un párrafo a otro, de una idea a otra, de una escena a otra parece radicar cierta sabiduría; en la flexibilidad, en dejar pasar, en un lector parafraseando en negativo a cierto narrador pasado de moda. Lo demás es reacción de blog, rigidez mental, tontera.
Por lo demás, no creo que los subrayados y notas al borde de las pági­nas hayan hecho alguna vez cambiar de opinión a alguien, y si lo han hecho ha sido en el sentido opuesto a las intenciones del rayador. Mucho peor cuando el que garabatea el libro piensa lo mismo que uno, ya que degrada ideas que uno considera serias. Puede que esto de garabatear se deba en parte a la carencia de material impreso circulante, de revistas, de la vieja libertad de expresión. Insoportables son también los que toman el libro con cuidado extremo, como si fuera un ala de mariposa extinta o la Biblia de Gutenberg. Frente a esta última estirpe, que fetichiza los volúmenes, cualquier garabato es preferible.
De la estirpe de los subrayadores hay unos que son mis preferidos: son los que dejan mensajes en hojas de cuaderno dentro de los libros, en el poema o el párrafo que más les gustó. Existen quienes prefieren dejar constancia de su regocijo hasta quienes buscan encuentros, quisiera leer estos poemas en la cama con alguien, y dejan el mail: homosexuales amantes de Robert Duncan o Frank 0 Hara o chicas a las que les agrada les lean en el postfacio del acto amatorio; otros buscan encuentros más serios para discutir interpretaciones y nos encontramos con frecuencia con el prosélito que busca reclutar militantes. Me pasó una vez con una edición de Yeats. En un rapto de encantadora cursilería, una angloparlante dejó escrita una nota que decía algo así como: quien quiera que seas, estoy segura que si has disfrutado de este poema, debes ser el tipo de persona que me gustaría abundara en el mundo. Cuando uno lee algo así, luego distingue hasta las partículas de polvo que descienden iluminadas por el ventanal de la biblioteca del instituto británico, que tiene una preciosa vista que da al lado poniente del cerro Santa Lucía.

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