Escribir, publicar y morir joven
Escribir, publicar y morir joven, iluminador texto de Osvaldo Aguirre en Revista Ñ, sobre el poeta franco-uruguayo Jules Laforgue. Ideal para los genuinos amantes de la poesía.
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Me olvido de rimar, me olvido del número de sílabas, me olvido de la distribución de las estrofas, mis líneas comienzan al margen, como la prosa. Haré versos así”, escribió Jules Laforgue a su amigo Gustave Kahn en una carta de 1886. Esa “nueva manera” de escribir que exploraba entonces en sus textos marca un hito en la historia de la literatura: la irrupción del verso libre, y con él la incorporación de registros de lenguaje y procedimientos de otros géneros que influyeron decisivamente en la poesía del siglo XX.
Laforgue vivió poco y escribió mucho. Sus papeles quedaron dispersos entre distintos allegados y recién terminaron de publicarse a mediados del siglo XX. Ezra Pound y T. S. Eliot lo sacaron de las antologías de escritores simbolistas para consagrarlo como una referencia decisiva de la poesía moderna. “Le debo más que a ningún otro poeta. Me enseñó a expresarme, me enseñó las probabilidades de mi propia manera de hablar”, dijo el autor de La tierra baldía.
Nacido en Montevideo, de padres franceses, el 16 de agosto de 1860, Laforgue retornó al Río de la Plata a través de lectores tempranos como Julio Herrera y Reissig y Leopoldo Lugones. La reciente edición de Les complaintes ( Los lamentos ), con traducción y prólogo de Andrés Echevarría, trae de regreso su primer libro, en edición completa y bilingüe, publicada en coincidencia con los 150 años del nacimiento del poeta.
Laforgue tuvo trato con autores consagrados de su tiempo, como Paul Verlaine y Stéphane Mallarmé, pero fue un escritor de segundo orden, Paul Bourget, quien más se interesó por su suerte. Gracias a él se relacionó en el ambiente literario, consiguió su trabajo de lector para la emperatriz Augusta, de Alemania, lo que le permitió salir de penurias, y encontró un editor para su primer libro, precisamente dedicado a Bourget.
Las circunstancias biográficas lo inscriben en una tradición singular: Laforgue integra un trío de escritores franco-uruguayos, con Isidore Ducasse, el conde de Lautréamont (1846-1870), y Jules Supervielle (1884-1960). En 1866 viajó a Francia con su madre, quien lo dejó en Tarbes, un pueblo de los Pirineos, al cuidado de su primo. La ausencia de los padres, los maltratos y la pobreza parecen la fórmula del tono pesimista y desencantado de su poesía, obsesionada con la muerte y la fugacidad de las cosas. “El luto es mi color local”, escribió.
En 1883 esbozó su programa estético en una carta a su hermana. “Escribo pequeños poemas fantásticos con un solo objetivo: mostrarme original a cualquier precio”, dijo. Se sentía apremiado por esa búsqueda, como si tuviera conciencia del escaso tiempo que le quedaba. Lo que podía sonar como una boutade resultó una ruptura, que Laforgue produjo al retomar una forma de origen medieval, la complainte , la canción popular de tema piadoso.
Hacia fines del siglo XIX, el lamento era un tipo de composición arcaico, incluso marginal a lo que se consideraba literatura: Laforgue encontró allí el tema de la tristeza o la queja por lo insignificante de la existencia humana, y también el de la infidelidad femenina, que depara algunos de sus grandes poemas, como el “Lamento del esposo ultrajado”, diálogo compuesto sobre la base de una canción.
La elección de esa forma está ligada a los lugares que le gustaba frecuentar. Por su trabajo como lector de la emperatriz alemana, Laforgue conocía los salones y los circuitos de sociabilidad de la nobleza, pero ese mundo sólo ingresa en sus poemas a través de la parodia. Más bien se siente cómodo en las fiestas y diversiones populares, las ferias donde la ilusión convive con el grotesco y el arte con el show bizarro, en el café concert y el “París-Lupanar”, esa ciudad que le provee “un léxico cosido a tachaduras”. Pierrot es un protagonista de sus lamentos, y con frecuencia el poeta reasume las voces populares, escribe sus versos con los trucos del que anuncia un espectáculo o del que trata de capturar la atención de un público distraído, indolente.
La luna y sus espectros –“¡Nuestra Señora de los maleantes, de los rateros y los hombres lobo!”–, los muertos que han sido olvidados, la voz del sepulturero: en Laforgue el lamento es la expresión de un duelo, pero al recurrir al humor y la burla contiene los desbordes de la elegía. Su ánimo pasa bruscamente de la jovialidad a la depresión, aunque en realidad esos estados se implican mutuamente, uno es el reverso del otro: en el “Lamento del pobre muchacho”, el tono alegre y la comedia descubren enseguida la angustia de una pérdida; la fiesta de los campesinos y los trabajadores es triste, su llamado no hace más que hacer presente “los trabajos ingratos”; la extensa queja de un caballero errante termina con una broma: los sufrimientos no le importan absolutamente nada, pondrá un restaurante con habitaciones y precios económicos.
Los neologismos y las construcciones herméticas se asocian con frases de uso común, refranes, versos que remedan la entonación coloquial, los “gritos públicos” de quienes tratan de hacerse oír en medio del ruido y la vocinglería. Laforgue hace rendir incluso a las onomatopeyas: en sus versos suenan las campanas de Brabant, el sonido de un piano en la noche, los golpes en la puerta del que vuelve desesperado en busca de su mujer.
En su traducción, tarea muy difícil, el poeta y escritor Andrés Echevarría parece haberse propuesto ser fiel a Laforgue. Y lo consigue tomándose eventualmente la libertad de modificar la sintaxis y de suprimir o agregar términos, de modo de acercar los poemas al lector actual y preservar a la vez la distancia que suponen en tanto textos escritos en otro tiempo y en otra lengua.
Jules Laforgue murió en la ciudad de París en 1887, víctima de un mal de la época, la tisis. La complainte le proporcionó una estructura relativamente libre, que permitía la combinación de todo tipo de estrofas y la incorporación de recursos completamente desusados para la poesía, como los diálogos, los prosaísmos y las citas de canciones tradicionales. Requisitos tan simples y trillados como la apelación al auditorio y el estribillo destinado a ser repetido en coro por el público se convirtieron en sus textos en elementos de una innovación que sigue vigente.
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