jueves, noviembre 11, 2010

Kapuscinski non-fiction

Gracias a la excelente revista Frontera D, podemos leer un extracto de un capítulo de KAPUSCINSKI NON-FICTION de Artur Domoslawski.


Hace tiempo era un edificio de cuatro plantas, revestido de madera y con una gran terraza en el tejado en la que había una barra y unas pocas mesas. La terraza sigue allí, incluso es más grande y está acristalada, sólo que se ha elevado varios pisos. Ahora se divisa desde ella una vista deslumbrante de la bahía y el océano Índico.
Es el hotel New Africa, situado en el mismo centro de Dar es Salaam. Su principal atractivo radica precisamente en esta vista y en el casino, hoy muy popular. En el sesenta y dos, cuando Kapuściński se deja caer allí por las noches, el atractivo es muy distinto: la terraza es el lugar de encuentro de los freedom fighters que disfrutan de la hospitalidad de Julius Nyerere, el presidente de Tanganica, el primer país independiente de África Oriental. Es el lugar, escribirá muchos años después, donde conspira toda África. Kapuściński se sienta a las mesas en las que urden sus conjuras Mugabe, de Zimbabue, Mondlane, de Mozambique, y Karume, de Zanzíbar. Les invita a una ronda de cerveza barata, a veces le invitan ellos; escucha lo que dicen. Se empapa de noticias y del ambiente.
África hierve. El sistema colonial se derrumba, cada vez más países declaran su independencia. Kapuściński había observado los comienzos en Ghana. Algunos países son auténticos campos de batalla, aunque ya se había topado con ellos en el Congo: había visto el caos, la anarquía, las divisiones y las víctimas.
En estos conflictos y guerras por la independencia irrumpe otra guerra, la fría, en que se han enzarzado los países del Norte. En los continentes del Sur –África, Asia y América Latina–, Washington y Moscú han montado sus polígonos; rivalizan por zonas de influencia y por materias primas, prueban nuevas armas mortíferas. En el Sur, la guerra fría tiene una temperatura muy alta.
Los países socialistas, Polonia entre ellos, apoyan los movimientos anticoloniales. El gobierno polaco abre en Dar es Salaam una legación diplomática con tres personas. Tanganica es un lugar adecuado: ha declarado la independencia, acoge a otros luchadores del continente, con lo que se ha convertido en el centro no oficial de los conspiradores, y su líder, Nyerere, se considera el primer socialista africano. Una atalaya magnífica para observar el proceso de descolonización. El bloque socialista desea entablar cuanto antes buenas relaciones con un continente que se despierta a la vida política. Además de un posible aliado en la lucha contra el Occidente capitalista, constituye una mina de valiosas materias primas.
Ante la necesidad de contar con noticias de la zona, el departamento de trabajo del Comité Central del Partido decide abrir una oficina de la PAP en Dar es Salaam. Se confía el cometido al reportero que ha demostrado que «siente» a África y que está considerado un camarada entregado a la causa socialista.
–Vaya, ¿no se les ocurre otra cosa que enviarnos a un judío? –suelta el encargado de negocios, Janusz Lewandowski, al ver a Kapuściński bajar del avión.
El agregado Jerzy Nowak no da crédito a sus oídos.
Kapuściński dirige sus primeros pasos hacia la zona donde está situada la embajada, es decir, el barrio hindú de Upanga. Al principio alquila un piso minúsculo cerca de la legación, pero luego, y ya por mucho más tiempo, se instalará en una casa multifamiliar de color blanco, con vistas al océano y rodeada de cocoteros y corpulentos plátanos. Ocupa un piso de la primera planta: dos estancias, cocina y baño. En una de ellas, una cama y, suspendida sobre ella cual el velo de vestido de novia, una mosquitera; en la otra, una mesa y varias sillas. Nada más.
Upanga está habitada por hindúes, en su mayoría ismailitas; un hombre blanco es una rara avis. Un poco más allá se extiende el lujoso Oyster Bay:
Chalets suntuosos, jardines inundados de flores, tupidos céspedes y rectas alamedas con gravilla. Sí, aquí se lleva una vida de lujo, tanto más cuanto que no hay nada que hacer: se ocupa de todo una servidumbre silenciosa, diligente y discreta. Aquí las personas se pasean como, seguramente, lo harían en el paraíso: libres, despreocupadas, contentas de estar en este sitio y encantadas con la belleza del mundo». [Ébano]
Ni que decir tiene que es el reino de los ricos.
Kapuściński se siente prisionero del apartheid; vive en una jaula, cierto que de oro pero que le dificulta entablar contactos con las gentes del lugar, para las cuales él no es sino un blanco, igual que los británicos que están haciendo las maletas con vistas a abandonar Tanganica. Pertenece a la raza de los opresores: ¡a quién le importa que venga de un país que nada tiene que ver con al sufrimiento de los africanos! Se da cuenta de lo perverso que resulta el apartheid: el negro tiene vetada la entrada al barrio de los blancos (a menos que sea criado), pero el blanco, a su vez, no se puede sentir seguro en los barrios africanos.
No tiene con quien hablar, al menos al principio. Dirige sus pasos al periódico local, el Tanganyika Standard. No ve más que blancos, los del Oyster Bay, a punto de marcharse; todo les importa un comino.
No hay día en que no se deje caer por casa de Izabella y Jerzy Nowak, en el recinto de la embajada; se convierte en un residente más y allí se fragua una larga y verdadera amistad. Kapuściński compra un Land Rover, gracias al cual visitan muchos sitios, y después un Mini Morris, que cederá a sus nuevos amigos cuando su misión en Dar es Salaam llegue a su fin. Juntos descubren los vestigios del imperio alemán, encuentran huellas de Sienkiewicz y visitan el antiguo mercado de esclavos en Bagamoyo, la antigua capital alemana de África Oriental, célebre por sus hermosas playas.
Le encanta deambular por los mercados; intenta sacar fotos, pero descubre que los africanos no comparten su afición: se enfurecen y le gritan. Sorprendido al principio, enseguida se da cuenta de que tiene que pedir permiso: el abecedario del viajero.
Desea acercarse a los africanos. Amistosamente le reprocha a Nowak que los diplomáticos polacos se encierren en el círculo de los blancos: «¿Visitáis a los tanzanos?», inquiere. Nowak le explica que la cosa no es tan sencilla, pues los africanos no les invitan a sus casas. Sólo ha conseguido ir de visita una vez, pero fue un fracaso porque los anfitriones no hacían sino avergonzarse de su pobreza. Y si se les invita, sencillamente no se presentan.
Durante una excursión al campo, Kapuściński y Nowak encuentran en su hostal a alemanes y a africanos. Kapuściński reconoce que con estos últimos no tiene de qué hablar, que el acercamiento parece casi imposible. Sin embargo, no esconde su aversión a los blancos de África. En un reportaje sobre Ghana había escrito de uno de ellos:
Contemplo el rostro sudoroso de este gordinflón, su cara de perro apaleado. ¿Qué puedo aconsejarle? Pienso para mis adentros: he aquí un hombrecillo con ambiciones de capitalista, de ningún modo un tiburón de las finanzas sino uno más del vasto ejército de pequeños comerciantes. [La guerra del fútbol]
Nowak cuenta que los blancos que habían conocido en Tanganica «incluso desde el punto de vista de su fisonomía, eran espantosos», independientemente de su nacionalidad: alemanes, británicos, belgas, polacos... Tipos de la más baja estofa, fracasados que acudían a África porque se habían estrellado en otras partes; advenedizos, explotadores de la población local, racistas todos a más «negocietes». Habían conocido a uno que iba de un lado para otro con un mono porque prefería «beber con un chimpancé que con un negro». Así es en general el remanente de la raza colonial con que se topa Kapuściński: el rostro de la Europa que llegó a África para «difundir la civilización entre los salvajes».
Muchos años más tarde, Nowak, como embajador de Polonia ante la OTAN en Bruselas, llevará a su amigo al museo africano en Bélgica. Hasta los años veinte se exponían allí, en un poblado de verano construido para la ocasión en el patio, auténticos africanos. Se les podía contemplar dentro de unas chozas encima de las cuales se leía la inscripción: «Se ruega no echarles comida. Los alimentamos bien».
(«Toda esta filosofía de desprecio y odio obsesivos, de vileza y salvajismo, antes de inspirar la construcción de Kolymá y Auschwitz, hacía siglos que había sido formulada y escrita por los capitanes del Martha y el Progresso, el Mary Ann o el Rainbow, cuando al mirar desde sus cabinas por el ojo de buey hacia los palmerales y las playas incandescentes, aguardaban a bordo de sus barcos, atracados en las islas de Sherbro, Kwale o Zanzíbar, el cargamento de turno de esclavos negros», escribirá Kapuściński cuatro décadas más tarde en su summa africana, Ébano.)
Junto con su amigo, estudia francés en el centro de cultura francesa tres veces por semana; allí filtrean con unas ismailitas de belleza indescriptible. Kapuściński también estudia swahili, idioma del que alcanzará un nivel que le permitirá comunicarse y enterarse de lo que escribe la prensa local.
Para dar largos paseos por la playa, van al Oyster Bay o, un poco más lejos –hora y media de coche por una carretera llena de baches–, a Bagamoyo. Durante uno de esos largos paseos junto al océano, Kapuściński le dice a Nowak: «Sé que siempre seremos amigos».

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