lunes, diciembre 13, 2010

Memorias de una chica informal

Sin duda alguna, espero ansioso la llegada a Lima de CUANDO ÉRAMOS NIÑOS, libro de la poeta y cantante Patti Smith, y ganador del National Book Award 2010.
Sobre la publicación, el texto de Marina Mariasch publicado en Revista Ñ, Memorias de una chica informal.

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Escribir una autobiografía implica organizar la propia experiencia. En este libro la escritora y música Patti Smith junta los retazos de historia que van desde el verano del amor y las protestas hasta un llamado telefónico fatal y los vuelca aquí. Todas las vidas pueden ser interesantes si son bien narradas. Pero no todas las vidas son legendarias, y en Eramos unos niños se combinan tanto la buena escritura, los detalles precisos que hacen de una vida maravillosa y un espíritu de época que vuelve a su protagonista una leyenda.
Atravesar las peripecias con altura, pasar hambre y noches a la intemperie y recordarlo en parte como una travesura o una aventura, codearse con los artistas que hicieron época siendo una más, ser diferentes, ser famosos sin que nadie, todavía, lo supiera: todo esto se encuentra en este libro que acaba de ser galardonado con el National Book Award.
Smith es una gurú del punk, música de rock, brillante cantautora y singular intérprete. Pero sus primeras influencias, como cuenta en este libro, fueron literarias. Fanática de Arthur Rimbaud, fue capaz de quedarse sin comer para comprar un libro suyo. Por eso, Smith no necesitó recurrir a escritores fantasmas ni requirió trabajosas ediciones. Además de ser su protagonista, como lo demuestra su previa obra poética y las letras de sus canciones, es una gran escritora.
El libro abarca principalmente los tumultuosos y potentes años 70. ¿Pero cuántos años 70 hubo en esa década? Estaban los 70 de Vietnam, un Vietnam del que en los Estados Unidos ya se era consciente del horror y la muerte y el olor a Napalm por las mañanas. Estaban los 70 de la música disco, con sus bolas de espejo y sus grititos agudos, que hacían oídos sordos de la problemática social. Estaban los 70 del amor y la paz y los primeros hippies en sillas de ruedas, y los de los orígenes del punk, primero en un local de moda en Inglaterra, y después como el movimiento contracultural quizá más contestatario de la época.
Patti Smith se cocinó como artista en ese caldo y al mismo tiempo echó su condimento fundamental. Cuando llegó a Nueva York en 1967 tenía veinte años, venía de Nueva Jersey, una ciudad bastante más chica donde había crecido y había tenido trabajos ingratos, una familia algo fría y un bebé que había dado a luz el año anterior y casi sin pensarlo había entregado en adopción. Llegó a la ciudad con tantas ilusiones como pocos dólares, pero los recursos ya estaban en ella.
Las luces del mundo se habían trasladado de París a Nueva York y toda la efervescencia cultural bullía en las calles de Manhattan. O más bien en esos espacios tomados que empezaban a generar una nueva época: la Factory de Andy Warhol con sus eventos espontáneos y sus filmaciones de personas dormidas, trovadores como Bob Dylan poniéndole música a sus poemas, poetas alcohólicos en departamentos de mala muerte, gente chocando sus cuerpos al ritmo de las bandas como Ramones en el CBGB, creando historia, creando mitos.
En esa arena quizá no resulte tan casual que se haya topado con el fotógrafo Robert Mapplethorpe. Todos buscaban estar ahí, en esa ciudad que atraía como un polo magnético. Patti Smith se topa con Mapplethorpe, coprotagonista indiscutido de esta historia, en los primeros días de su derrotero y se une a él como compañero de vida y de creación durante años.
Smith y Mapplethorpe comparten el alquiler de un departamento, las sopas de lechuga que les regalan en las puertas traseras de los restoranes, las noches escuchando Blonde on Blonde , el disco de Bob Dylan, juntando centavos para comprarse el uno al otro objetos extraños que se cuelgan como amuletos, haciéndose, en el medio de sus jornadas extenuantes, preguntas metafísicas sobre el arte, el amor y la vida. En el núcleo de esos días Robert Mapplethorpe todavía esbozaba su incursión a la imagen haciendo dibujos y le sacaba a Patti las fotos de belleza escuálida, andrógina y desafiante que se convirtieron en ícono. También tomó esa foto que llegó a la portada de su álbum Horses (de 1975, su álbum debut, que incluye himnos como “Gloria”) donde se la ve con una chaqueta de cuero echada hacia atrás, la cara seria y lavada, casi masculina, inmortalizada. En esos días Patti, por su parte, escribía poemas bajo la influencia de Dylan Thomas, Jean Genet, Lautremont, Cocteau, Pasolini, Artaud y otros, y a la vez forjaba esas canciones tristes, dulces y bellas que pasaron a la historia.
El relato empieza y termina con el día en el que Patti se entera de la muerte de Robert, su compañero del alma, su alma siamesa, su amante y amigo, musa mutua. En el medio está toda una época, y están ellos dos, perfectos desconocidos, hermosos perdedores, huérfanos hambrientos, en el banco de un parque. Tan llamativos que una pareja de turistas, en el otoño de 1967, los ve y le provocan ganas de tomarles una fotografía. A la mujer le parece que se trata de artistas, pero el marido le dice: “Son sólo unos niños”.

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