La vida privada y la vida pública
A razón de la novela EL ANTICUARIO, tenemos en La Jornada de México una entrevista de laura García al crítico, escritor y blogger Gustavo Faverón Patriau.
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-Cuando uno lee El anticuario puede notar que te alejaste, un poco adrede, del tema político de Perú, muy presente en algunas de sus novelas recientes más destacadas. ¿Fue así?
–No es precisamente alejarme. Es más bien reconstruir por medio de metáforas o dislocaciones en la manera de referirme a la sociedad peruana. En la novela está, pero está de manera extraña, convertida en una ciudad delirante y una serie de estructuras de apariencia arbitraria. Ciertamente no es una novela realista, pero tampoco es una novela que huya de la realidad. La literatura, y sobre todo la novela, son casi siempre intervenciones políticas. Pueden serlo de manera más o menos explícita, pero difícilmente pueden escapar a ello. La novela moderna surge como un aparato de observación social y ha conservado ese rasgo a pesar de sus variaciones y sus cambios.
–¿Crees que toda novela, a pesar suyo y de su autor, es política?
–Política en el sentido amplio: es una representación de la polis, del lugar del individuo en su sociedad, que es lo que decía Lukács sobre la novela histórica y la novela realista. No quiere decir que sea un vehículo de opinión política. Pero es difícil imaginar siquiera una novela moderna que no empiece por preguntarse cuál es el sitio de sus personajes en el mundo y cómo ese mundo los afecta.
–Fuera de Borges, cuya influencia se desparrama por el libro, ¿qué otros libros o autores te ayudaron en el proceso de escritura del libro y cómo?
–Yo sinceramente creo que Borges no tiene la culpa de mi novela, y creo que su influencia es menor que la de otros escritores, sólo que es más fácil de captar para los lectores porque es la más familiar y la más idiosincrásica, siempre. Tuve muy presentes a Harry Mulisch y a Paul Auster mientras escribía, sobre todo en la idea de la ciudad como un plano donde el individuo se extravía en el acto mismo de buscar y de buscarse. La influencia central, sin embargo, es la de Nathaniel Hawthorne, el escritor estadunidense que vivió buena parte de su vida en Brunswick, Maine, donde vivo yo. Hay un cuento suyo que influye en Borges y en Mulisch y en Auster, que es “Wakefield.” La historia de un hombre que, actuando impulsivamente y sin comprender sus propios motivos, abandona su hogar y se muda a una casa cercana a estudiar su propia casa y a su esposa desde la distancia. Pero la novela es infinitamente menos libresca de lo que parece. Está llena de referencias, pero no es un libro hecho de libros. Es un libro hecho de mi experiencia personal y de mi experiencia durante los años de la violencia en Perú.
–¿Cómo viviste esos años de la violencia en Perú?
–La gente de mi generación y yo teníamos alrededor de trece años cuando empezó la guerra interna. Teníamos veinticinco cuando Abimael Guzmán fue capturado y empezó a desmoronarse Sendero Luminoso. Crecimos entre bombas, atentados, ataques, incendios, secuestros, huelgas, asesinatos selectivos y asesinatos masivos, encerrados en la ciudad sin poder poner un pie fuera de ella por temor, sin poder caminar por las calles en las noches. En la universidad, las afiliaciones políticas influían en nuestras relaciones, amistades y enemistades. En nuestras casas las opiniones políticas y los compromisos podían acabar con nuestras lealtades o fundarlas incluso más. En mi generación casi no hubo una diferencia entre la vida privada y la vida pública. Por eso yo sentí que no necesitaba hablar de bombas y ejércitos y líderes terroristas o militares para hablar sobre la violencia peruana de esa época. La novela es sobre la guerra, aunque la guerra no aparezca en su primer plano. La guerra y la vida íntima fueron la misma cosa.
–En esta novela la locura, no como metáfora, sino como enfermedad real juega un papel importantísimo: ¿Cuál fue o ha sido tu experiencia más cercana con la locura?
–Aunque la novela no cuenta una historia real, mi intención general al escribirla fue sacar un poco de mí una experiencia que tuve, como testigo próximo, hace varios años, y algunos rasgos de la historia los he tomado de allí. Un amigo a quien no voy a mencionar, pero que fue muy querido, cometió un delito terrible y años más tarde se suicidó debido a la culpa que ese hecho había sembrado en él. Este amigo, que sirve de base borrosa para el Daniel de la novela, fue internado en una clínica psiquiátrica, donde yo no lo fui a visitar por mucho tiempo debido a mi miedo y a la inseguridad que sentía sobre cómo reaccionaría yo mismo ante él. Después de todo, él había cometido un crimen atroz. Cuando lo fui a ver supe con cierta rapidez que mi amistad estaba (inverosímilmente para mí) por encima del crimen y de su culpa. Mi única experiencia con la locura ha sido esa. Cuando comencé a escribir la novela lo hice para explicarme el crimen de mi amigo y mi relación con él. Pero pronto me di cuenta de que mi interés era construir un mundo en el que él, de alguna manera, fuera inocente.
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