viernes, mayo 13, 2011

Elogio del cuento triste


Como todos los viernes, me doy una vuelta por el diario El Espectador y así leer la columna del narrador Juan Gabriel Vásquez.

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"¿POR QUÉ ESCRIBE SIEMPRE HIStorias tan tristes?", me preguntó un lector en estos días de feria bogotana.

Estaba genuinamente preocupado, o por lo menos eso me pareció a mí; y no recuerdo muy bien qué respuesta improvisada le di, pero sí que la respuesta no estuvo a la altura de la pregunta, que es, bien mirada, una de las más importantes que pueda hacerse un lector de literatura: ¿por qué nos gustan las historias que terminan mal? Durante estos días, el escritor gallego Manuel Rivas dijo una verdad incontrovertible en la que yo nunca me había fijado: que todos los cuentos infantiles hablan en el fondo del miedo al abandono. ¿Saldrá de ahí la cosa? Augusto Monterroso hizo una famosa Antología del cuento triste, y leerla es darnos cuenta de que en ese género —si es que la tristeza es un género— están varias de las obras maestras del cuento, de La señora del perrito en adelante. En la literatura colombiana reciente también hay bellos cuentos tristes: los de Julio Paredes, que presenta nuevo libro por estos días; varios de Juan Carlos Botero, pero en especial El descenso; varios de Pedro Badrán, pero en especial La magia del Joe Domínguez. ¿Por qué nos gustan tanto?
Lo que puede concluirse de la antología de Monterroso y de los demás ejemplos, en cualquier caso, es que hombres y mujeres tenemos una capacidad asombrosa para amar a quien no nos ama o para despreciar a quien podría amarnos o ya lo hace. Esto, que es un lugar común de la más pura estirpe, es al mismo un tiempo una verdad desconsoladora que ha generado las opiniones más absurdas. Bernard Shaw, que siempre ponía estas cosas en las mejores palabras, dijo: “La inconstancia de las mujeres que amo sólo es igualada por la infernal constancia de las mujeres que me aman”. Los médicos de antes estuvieron seguros de que el amor era una enfermedad, puesto que quitaba el apetito o el sueño y ponía a la gente a suspirar como loca; los médicos de ahora le dicen a uno que tranquilo, que eso no es depresión, que simplemente es una baja de endorfinas. Dante, sin embargo, escribió los cien cantos de su Comedia para incluir en ellos el encuentro con una veinteañera que le había hecho un desaire en Florencia, y yo me resisto a creer que el origen de ese poema se encuentre en un déficit hormonal.
Yo suelo recordar la carta que le escribió Manuela Sáenz a su esposo, James Thorne, cuando decidió cambiarlo por el general Bolívar. A Thorne le dijo: “Amas sin placer, conversas sin gracia, caminas sin prisa, te sientas con cautela y no te ríes ni de tus propias bromas”. En estos días, un gran lector que conozco recordó otra carta famosa, que ilustra bien los momentos de imaginativa desesperación a que puede llegar un amante despreciado. En ella Benjamin Franklin, que se había enamorado de la viuda del filósofo Helvetius, trataba de convencerla de casarse con él en lugar de quedarse sola el resto de su vida. Lo que hizo Franklin fue imaginar que llegaba al cielo y que ahí se encontraba con el filósofo, y que el filósofo le confesaba haberse enamorado de otra mujer: la otra mujer, ni más ni menos, era la esposa de Franklin. Con lo cual Franklin, después de haber inventado esta falsa solidaridad, terminaba diciéndole a la viuda: “Venguémonos”.
Y éste, aunque no lo parezca, también es un cuento triste.

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