Nos perdimos la revolución
El artículo Empobrecimiento de Enrique Vila-Matas, publicado en El País la semana pasada, ha generado muchísimos comentarios. A favor y en contra. En lo personal, fue una cachetada a la pobreza no solo de lenguaje, también de pensamiento, que hoy en día vemos en las redes sociales. Obviamente, no todos los que tienen una cuenta virtual, ya sea en Facebook o Twitter, son propensos a mostrar esta suerte de indigencia.
Facebook y Twitter son poderosas herramientas de comunicación. Sin estas, por ejemplo, no hubiéramos vivido -centrándonos un toque en el plano local- el éxito de la marcha contra el fujimontesinismo, llevada a cabo la semana pasada. Además, reconozco, sí, que algunos debates en Facebook me han enseñado mucho.
Ahora, me fastidia que estas redes sociales nos hayan convertido en opinólogos de todo, sin reflexionar, dejándonos llevar por ideas demasiado elementales. Cuántos malentendidos he visto por el simple detalle de leer mal, de forma apurada. Si a esto le sumamos la innata piconería de no querer perder una discusión...
El presente artículo de EV-M es, a mi entender, una explicación (y respuesta) a aquellos que lo criticaron sin haber hecho lo básico: leer bien su artículo de días atrás.
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Recuerdo la noche de finales de los sesenta en Barcelona en la que un conocido intelectual de aquella brillante generación de los Barral, Biedma y Marsé se obsesionó de pronto, apoyado en la barra de un famoso bar de la ciudad, en saber quién había inventado la palabra revolución.
A la mañana siguiente, decidí buscar por mi cuenta al inventor de la palabra. Un libro, que me ha acompañado durante años y que me ha resultado siempre de una utilidad fantástica, Diccionario de símbolos, de Juan-Eduardo Cirlot, me echó oportunamente una mano y, gracias a él, pude saber que en realidad la revolución era tan antigua como el hombre. La entrada "revolcamiento" explicaba que el acto de revolcarse en el suelo, especialmente sobre el barro o agua pantanosa, formaba parte de la terapéutica primitiva universal y se hallaba también en prácticas mágicas, en las cuales el hombre necesitaba revolcarse en tierra para levantarse transformado en lobo.
En todos los casos (piénsese en las acampadas de la Spanishrevolution, por ejemplo, con su necesidad de vivir tan cerca del suelo), se supone que el contacto de la tierra favorece unas posibilidades latentes, sea en el cosmos, en el hombre o en su espíritu: el deseo de curación, de metamorfosis o de lluvia responde al anhelo general de inversión (trastornar un orden dado y sustituirlo por su opuesto). Revolcarse es, pues, uno de los actos sacrificiales que se considera que pueden provocar o facilitar la inversión, el cambio de circunstancias y de corriente vital.
En mi artículo Empobrecimiento del martes pasado, intenté darme un revolcón en medio del mismísimo fango de la Spanishrevolution, tan justamente crítica con el mundo de los políticos españoles. Precisamente porque las acampadas árabes de nuestras plazas son eminentemente críticas, pensé que ser crítico con nuestros revolucionarios (en aspectos como la tendencia, cada día mayor, a hablar como en los tuits) les podía sentar bien a todos, pues a fin de cuentas no hay mejores críticos que aquellos que entienden que es positivo que también se les critique a ellos. Pero no fue así. Empobrecimiento recibió adhesiones interesantes de gente que aprecio mucho, pero leí también tuits de desconocidos -algunos muy amables e inteligentes, y otros no tanto- que estaban en contra, enfadados. Lo curioso es que muchos no habían leído el artículo entero y tan sólo conocían la frase que EL PAÍS destacó del resto del artículo y en la que se hablaba de ciertos atentados de los tuits a la complejidad que siempre fue proverbial para leer el mundo. Las palabras tuits y atentado debieron de prender como una llama y el hecho es que de pronto no sé cuántos indignados comenzaron a protestar y al mismo tiempo a delatar, con sus palabras centradas exclusivamente en 17 palabras de mi artículo, que habían leído sólo la frase que el periódico, al separarla del contexto, había convertido en una especie de tuit mío. O sea que es verdad, me dije, que hay gente que sólo es ya capaz de percibir y de leer tuits.
Cuando opino de literatura, no muere nadie. Pero en cuanto hablo de un asunto más pantanoso y emito alguna opinión (ya se sabe que no son las cosas las que atormentan a los hombres, sino la opinión que se tiene de ellas), se arma una buena jarana. Creo que, en todo caso, el otro día me equivoqué al generalizar porque, claro, hay tuiteadores muy interesantes también y un entramado de tuits puede alcanzar, después de todo, una apasionante complejidad. Pero el nivel de los acampados españoles parece el mismo que el de aquella articulista que habló hace una semana del movimiento de los indignados en términos de una cursilería sonrojante y no obtuvo más que aplausos masivos. ¡Cómo eché en falta a un Josep Pla ironizando acerca de esto y aquello: "La revolución sólo es un cambio de personal"!
Así están las cosas. Todo el mundo cree saberlo todo sobre fútbol o sobre tuits, pues lo consideran algo suyo e intocable. Si hablas de Henry James, todo es, en cambio, un remanso de paz. ¿No debería, al menos de vez en cuando, ser al revés? No sé, pero creo que si no se empieza por tener sentido crítico propio, mal irán las acampadas de nuestro doméstico ensayo español de revolución.
Cité en Empobrecimiento a Tony Judt y su impresionante libro El refugio de la memoria, y creo que es imprescindible que algunos acampados se tomen la molestia de acercarse a él, aunque sólo sea para conocer el origen de la palabra revolución, término para nosotros adscrito en realidad a la que consideramos la Revolución con mayúsculas, algo que (por lo de 1789, supongo) entendemos que sólo puede ser francés. Quizás por eso el famoso Mayo de nuestros vecinos nos pareció a todos "una revolución de verdad", una señora revolución, aunque Judt no llegó a verla ni siquiera como un revolcamiento, la vio, como máximo, como un revolcón de tercera categoría, sin fango siquiera: "Incluso entonces me resultaba difícil creer que debajo de los adoquines estuviera la playa y aún más que una comunidad de estudiantes descaradamente obsesionados con sus planes de viaje para el verano pretendiera seriamente derrocar al presidente De Gaulle y su V República".
Sea como fuere, dice Judt, al final no ocurrió nada y todos se volvieron a casa. Encima, la gente de su generación no cayó en la cuenta de que aquel mismo año del 68 hubo revoluciones más serias en Polonia y Checoslovaquia, aunque sólo fuera porque en esos países los jóvenes en lucha corrían peligro de expulsión, exilio y cárcel por sus ideas e ideales. Fueron los estudiantes rebeldes de Europa central quienes en aquel verano del 68 acabaron por minar, desacreditar y derrocar no sólo un par de deteriorados regímenes comunistas, sino también la idea misma del comunismo: "Protestamos contra las cosas que no nos gustaban, y estuvo bien que lo hiciéramos. Al menos desde nuestro punto de vista fuimos una generación revolucionaria. La lástima es que nos perdimos la revolución".
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