martes, julio 19, 2011

El espantoso futuro del héroe



Todas las ediciones de Babelia exhiben una muy buena calidad en contenido. Algunas pueden gustar más que otras, es lo normal. Sin embargo, ciertas ediciones vienen tocadas por un estado de gracia, como la del sábado pasado. Uno de los textos, entre otros que iré reproduciendo y comentando en los próximos días, es el de Javier Marías, que aparte de excelente lector, demuestra también que es un gran cinéfilo. Su análisis hizo que volviera a esa maravilla de John Ford The man who shot Liberty Valance.

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Por mucho que algunos optimistas se empeñen en hablar, cada cierto número de años, de unas posibles vigencia o resurrección del western, me temo -y bien que lo lamento- que se trata de un género casi muerto y enterrado, perteneciente a otros tiempos más crédulos, más inocentes, más emotivos y menos aplastados o sofocados por la plaga atroz de lo políticamente correcto. Cada vez que se estrena una nueva película del Oeste, con todo, voy a verla, aunque ya con poca esperanza. En el último decenio recuerdo tres inútiles remakes muy inferiores a sus modelos, cuando además éstos no eran precisamente obras maestras: El tren de las 3:10, de James Mangold; El Álamo, de John Lee Hancock, y Valor de ley, de los hermanos Coen, todos ellos hechos rutinariamente y sin convencimiento, mucho menos inspirados que los ya irregulares originales de Delmer Daves, John Wayne y Henry Hathaway, respectivamente. También recuerdo la interesante pero mortecina El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford, de Andrew Dominik, la sosísima y carente de alma Appaloosa, de Ed Harris, la insoportable Enfrentados, de David von Ancken, y la australiana La propuesta, de John Hillcoat, de la que mi memoria no ha guardado una imagen. Los únicos westerns recientes que han logrado entusiasmarme han sido televisivos: Los protectores, de Walter Hill, y la serie Deadwood, cuya tercera y última temporada nadie se ha dignado publicar en DVD en España, lo cual da idea del escaso éxito que en ese mercado debieron de cosechar las dos magníficas primeras. Un poco más antigua que todas estas producciones, Open Range, de Kevin Costner, es el último western realizado para la gran pantalla que a mi modo de ver valió la pena, pese a que esté de moda, desde hace lustros, poner por los suelos cuanto hace ese estimable actor y director.

¿Qué ha sucedido, para que un género que dio en el pasado incontables obras maestras y aún más incontables películas estupendas, o por lo menos dignas, languidezca de forma harto penosa? Quienes hoy lo abordan ocasionalmente lo hacen por capricho y con amaneramiento en el mejor de los casos, si es que no con ampulosidad y con espíritu arqueológico. Lo que nunca tienen es naturalidad ni frescura ni algo de ingenuidad, elemento este último imprescindible. Dicho de otro modo: no se creen lo que cuentan y muestran, no se atreven a creérselo, la épica les parece anticuada, ridícula cuando no vergonzosa, y, absurdamente, desconfían de la posible complejidad de sus personajes y de sus historias. Si digo "absurdamente" es porque el western ha ofrecido algunos de los personajes e historias más complejos del arte cinematográfico. John Ford no es menos profundo que Orson Welles -era éste quien admiraba a aquél-, ni Anthony Mann que Bergman, ni por supuesto Peckinpah que tantos charlatanes hoy venerados como Von Trier o González Iñárritu.
Quizá algo tenga que ver lo siguiente: el western ha sido un género que tradicionalmente ha expuesto como aceptables -en serio, y no como caricatura- sentimientos y conductas que hoy escandalizan a la hipócrita masa mundial de biempensantes voluntariosos; es decir, de aquellos que se esfuerzan con ahínco por apartar de sí, y además condenan, una serie de pasiones connaturales a la humanidad de todas las épocas. En el western el odio no está mal visto, ni el afán de venganza, ni la ambición, ni la obstinación infinita en la persecución de un enemigo, el deseo de hacerle daño o matarlo, ni la búsqueda de reparación a un agravio, también la de justicia a veces. Los personajes interpretados por James Stewart en Winchester 73 y El hombre de Laramie, ambas de Anthony Mann (por ejemplo, y por recurrir a dos películas no especialmente violentas ni despiadadas), son capaces de abandonarlo todo y dedicarse en cuerpo y alma a la caza de quienes acabaron con la vida de su padre y su hermano menor, respectivamente. El primero, Lin McAdam, no tiene otra ocupación que la de perseguir por medio Oeste a un individuo llamado Dutch Henry Brown, que no es sino su propio hermano y que asesinó al padre de ambos por la espalda. El segundo, Will Lockhart, se instala en un absurdo pueblo en el que nada se le ha perdido, Coronado, porque allí se lo ha maltratado y arrastrado con un lazo y porque se malicia que algún individuo del lugar vendió a los apaches los rifles de repetición con los que éstos emboscaron y mataron a su joven hermano, soldado de Caballería. Por así decir, nada más cuenta para McAdam y Lockhart, el resto de su existencia -si hay resto- está a la espera, indeterminado, suspendido por la única tarea que les importa. Los personajes del Oeste a menudo carecen deliberadamente de futuro, o es más: temen que, una vez concluida la misión que se han impuesto, se les aparezca esa noción incómoda, la de futuro, sin la que la humanidad de nuestros días es en cambio incapaz de vivir y por la que andamos todos endeudados y esclavizados. Tal vez por eso en los westerns se nos suele hurtar o escamotear esa fase: las películas terminan casi siempre cuando el protagonista ha hecho lo que sentía que debía hacer; se nos suele evitar ese momento horrible en el que levanta la cabeza, mira a su alrededor y, como si saliera de un sueño, ya apaciguado, ha de preguntarse: "¿Y ahora qué? No he muerto en este empeño. ¿Qué me toca hacer ahora con esta vida que he conservado?".
Una de las mejores películas de la historia del cine, El hombre que mató a Liberty Valance, de Ford, no nos muestra tampoco esa vida, pero nos obliga a imaginárnosla. Es éste, en verdad, un western que marca un antes y un después en la historia del género, por varios motivos, no sólo por el apuntado, del que me ocuparé más tarde. Contiene un breve tratado de política, una disertación shakespeareana sobre la libertad de expresión y de elección y un dilema ético explícito. El personaje de nuevo interpretado por James Stewart, Ransom Stoddard, viene del Este, es abogado, se sorprende y espanta ante la brutalidad del bandido Liberty Valance y la impunidad de que goza, amparado por los grandes rancheros que lo contratan de vez en cuando y por el miedo que siembra entre la población de Shinbone, otro pueblo perdido en el que Stewart decide asentarse porque sí, porque allí ha sido afrentado y tundido con el mango de un látigo. Pero pretende imponer la ley y llevar a Valance a juicio y a la cárcel, ante la irrisión o el pavor generalizados. (La historia es bien conocida a estas alturas; quien se la sepa, que me disculpe). El personaje que encarna John Wayne, Tom Doniphon (que tiene una de las historias más tristes que yo he conocido), le advierte desde el primer momento que deberá procurarse un arma y aprender a usarla, que allí no hay ley ni juicios que valgan. Stewart se resiste, pero al final no le quedará más remedio y, contra toda verosimilitud y pronóstico, mata a Liberty Valance en un aparente duelo desigual: el pistolero experto, jactancioso y temido cae ante un hombre vestido con un delantal de cocina y que jamás había disparado contra nadie. Más adelante, cuando Stewart se niega a aceptar un nombramiento político -con el que iniciará una larga carrera que lo llevará hasta el Senado- por estar su prestigio basado en un hecho de sangre que contraviene todos sus principios, John Wayne le explica lo sucedido: fue él, y no Stewart, quien, oculto en un callejón, mató a Valance con una escopeta que disparó a la vez que Stewart disparaba su único y atolondrado tiro. Ante la sorpresa mayúscula de éste, que le pregunta por qué lo hizo, por qué le salvó la vida condenándose así a perder a la mujer que amaba, Hallie, que aquella misma noche descubrió o reconoció su amor por Stewart al verlo al borde de la muerte, Wayne responde con sobriedad (ningún otro actor ha sido capaz de expresar tantas cosas con una sola mirada, en ésta y en otras películas): "Asesinato a sangre fría. Pero yo puedo vivir con eso". No puede resumirse mejor en tan pocas palabras la profundidad y la complejidad frecuentes en los westerns: en ellos se tiene en cuenta que no todos los hombres son iguales, que unos son capaces de arrostrar ciertos hechos, ajenos o propios, y otros no (Stewart no habría sido capaz, desde luego); que a algunos el futuro no les importa nada, aunque exista, como en el caso de Tom Doniphon, que por encima de todo deseaba la felicidad de Hallie aunque eso supusiera su propia desdicha, y que para conseguir aquélla cometió un asesinato a sangre fría con el que permitió que viviera el hombre a cuyo lado se quedaría ella (dicho sea de paso, uno de los personajes, en la memorable interpretación de Vera Miles, más conmovedores de John Ford, y eso es decir mucho).
La película empieza y termina con el entierro de Wayne, al que acuden desde Washington el ahora senador Stoddard y su mujer, Hallie, envejecidos, muchos años después de los hechos. Los periodistas de Shinbone, que desean saber por qué tan importante político se ha desplazado tan lejos, hasta un lugar perdido del Oeste, sólo para asistir a un entierro, se preguntan al principio: "¿Quién ha muerto en el pueblo?". Ni se han enterado. Y cuando se les dice el nombre, Tom Doniphon, ni siquiera saben de quién se trata. El espectador atento se ve obligado, como dije antes, a imaginarse los largos años de soledad y ostracismo y olvido del personaje de John Wayne, aislado en su pequeño rancho de las afueras junto con su fiel criado negro Pompey, viendo pasar los decenios sin esperanza ni cambios -su suerte echada para siempre-, probablemente abismado en el recuerdo de aquella lejana noche en la que cometió un asesinato a sangre fría (de un individuo bestial, bien es cierto; "Un asesinato. No más", como dijo una vez el mosquetero Athos), que en modo alguno le convenía. Es uno de los pocos westerns en que, si no asistimos a él, sí nos vemos forzados a figurarnos el espantoso futuro del héroe, una vez que ha cumplido con su cometido. Una vez que ha llevado su elección a cabo.
Nuestra sociedad no admite que todos los hombres no son iguales, como tampoco lo son las mujeres. No admite que unos se horrorizan de lo que se ven obligados a hacer, o acaso lo escogen, y otros no tanto, los que están dispuestos a asumir su responsabilidad o su condena y a soportarlo. Sino que cree que todos han de pensar lo mismo y abstenerse, en todo caso, de hacer lo que la mayoría juzga condenable. No acepta que algunos crímenes son menos crímenes, según quién y contra quién los cometa, según también por qué causa. Conoce el odio, la codicia y el afán de venganza, ya lo creo, pero finge no conocerlos en su gran virtud, y por supuesto abomina de quienes no lo fingen y le recuerdan a esa sociedad su verdad y su pasado; no digamos de quienes abrigan un odio imperecedero o se toman la justicia por su mano. Con razón, no lo niego. "No estamos en el salvaje Oeste", se oye o se lee a menudo. Y así es, por suerte. Pero tal vez ha llegado una época tan pusilánime que ni siquiera tolera ya bien las historias serias de otros tiempos, cuando los hombres eran menos respetuosos de la ley y menos obedientes y justos, pero también más complejos, más contradictorios y más profundos.

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