Texto de presentación de "La noche americana" de Luis Hernán Castañeda
El miércoles pasado Luis Hernán Castañeda presentó su novela La noche americana (Peisa). Sobre esta, consigno el texto de presentación del autor. Tomado de Notas de Facebook.
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Una idea clave en la obra de Borges es la “validez”. La obra de un escritor se divide en dos: la válida y la inválida. En la categoría de lo inválido están los experimentos fallidos, las tentativas frustradas, el error que impugna la mayor parte de lo escrito en una vida, o quizá todo. Muy pocos creadores alcanzan la validez, y, si lo consiguen, su logro es ínfimo: unos cuantos versos, algunas páginas, dos o tres metáforas. Leo un fragmento de “Borges y yo”, ese famoso texto breve incluido en “El hacedor”:
"Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición".
Puede ser que, en términos cuantitativos, las páginas válidas representen muy poco. Sin embargo, su valor es enorme: por minúscula que sea, justifica la vida de su autor. Pero, al mismo tiempo, la aniquila. El autor se diluye en su validez, que será lo único que deje tras su desaparición física. De alguna manera, el escritor que ha escrito una página válida y es consciente de ello, tiene la extraña serenidad de saberse un muerto en vida: el hijo espectral de sus propias palabras. Y esto significa el fin de la ansiedad, un estado que los personajes de esta novela conocen bien.
Ahora bien, la validez no es una cuestión unilateral. Se parece más a un equilibrio entre la convicción íntima y el reconocimiento de la institución literaria. La noche americana es una novela sobre dos amigos que están convencidos de ser escritores válidos, a pesar de la falta absoluta de reconocimiento. Aunque, en su juventud, estos dos amigos escribieron y, sobre todo, conversaron hasta cansarse sobre libros y autores, al pasar la barrera de los treinta algo cambió. Ahora Carlos, el protagonista y narrador, y su amigo Ricardo Casaverde, viven en Estados Unidos, muy lejos del sueño de ser escritores. El primero trabaja como profesor de castellano en una universidad y el segundo se ha convertido en un empresario próspero, dueño de una cadena de tiendas de artesanías. A pesar de su “éxito”, los dos albergan un resentimiento que los vuelve sarcásticos y venenosos. Por eso, la dicción de los narradores de la novela es cínica, mordaz, desaforada. La historia empieza con su reencuentro, diez años después, que pronto se transforma en una ocasión para recuperar el tiempo perdido.
El problema de Carlos y Ricardo es que necesitan resolver, de una vez por todas, la tensión existente entre la vocación y la profesión, que en su caso es dolorosa y duradera. Para conseguirlo intentan realizar, muy a su manera, el proyecto borgeano de la página válida. Hasta este punto, nada podríamos nosotros, los lectores, reprocharles a estos dos personajes, con los cuales podemos incluso identificarnos. El giro delirante, el aspecto a la vez oscuro y ridículo que transforma esta ficción realista en una especie de sátira perversa, es que la página válida no es, en este caso, un texto literario de calidad excepcional. Carlos y Ricardo se definen a sí mismos como escritores de “neo-vanguardia”, es decir, herederos directos de esos cenáculos progresistas y modernólatras de los años veinte –el grupo Orkopata en Puno, por ejemplo–, cuya máxima aspiración era fusionar el arte y la vida en una sola dimensión. Lo que ellos deciden hacer para justificar su vida gris no es escribir, sino montar una inusual performance que, mágicamente, los redima. Medio en broma y medio en serio, o quizá totalmente en serio pero con la apariencia de una broma siniestra, deciden incursionar en un género muy norteamericano del espectáculo, asociado a la juventud, la violencia y la rebelión: la masacre de campus. Pero la suya no será una simulación: será una masacre real.
Así, el profesor y el empresario, aparentemente dos adultos respetables, se inmiscuyen una de esas matanzas colectivas que ocurren en colegios y universidades, y que son perpetradas por adolescentes desadaptados que, de tiempo en tiempo, aparecen en los noticieros haciendo morisquetas amenazantes, pero que ya no sorprenden a nadie. Forzando un poco las cosas, podrías decir que sus juegos, así como los experimentos de la vanguardia histórica, forman parte de un museo de excentricidades amables, juguetes rabiosos que ladran, pero no muerden. El lugar donde quieren ejecutar su plan es la misma universidad en la que Carlos trabaja, lo cual implica, evidentemente, atentar contra la vida de alumnos y colegas, cosa que los personajes no tienen ningún reparo moral en hacer. A todo esto, la pregunta lógica es: ¿qué relación puede existir entre la literatura y esta forma de terrorismo juvenil, que practicada por dos hombres maduros se torna absurda y grotesca, una suerte de payasada criminal? Lo cierto es que este delirio macabro, que parece una fantasía de venganza, seduce a su pareja de autores. Empiezan a referirse al “evento” como si fuera un happening, cuyo valor artístico es proporcional a su intensidad. En la mente de esta dupla asesina, los minutos de violencia extrema que dura la matanza justifican un páramo de años estériles, vividos sin pasión. “La noche americana”, como le llaman al evento, adquiere un carácter ritual, plástico y coreográfico. Es un rito de retorno al origen de la vocación perdida. Un regreso a la edad dorada de las promesas incumplidas que tiene lugar en un contexto diferente, el norteamericano, y que emplea los medios y las armas disponibles en este.
Esta es solo la premisa inicial de la narración. La trama podría describirse como un cúmulo de mutaciones y desplazamientos, por medio de los cuales la truculenta idea original de la noche americana va transformándose. O, quizá, desfigurándose, asumiendo rostros desviados, distribuyéndose en historias intercaladas, desencadenando un juego de versiones, refracciones, duplicaciones: un proliferante mundo de pesadilla, hecho de reflejos deformados o fantasmas contrahechos, cada vez más débiles, cada vez más transparentes, que subrayan, precisamente, la erosión del tiempo. El centro de la novela es ese: la relación entre dos personajes que quieren ser autores; es decir, padres artificiales de una criatura monstruosa, pero según ellos válida, que justificará, así lo creen, dos existencias intrascendentes. El desafío está en distinguir lo válido de lo inválido, el original de la copia, una operación cuyo resultado será, para este dúo de amigos, inesperado. ¿Qué hay detrás del espectáculo del sueño literario? Quizá un gran vacío. Quizá la validez sea la máscara de una ausencia.
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