Un plato que se come frío
En el blog ¡Basta de carátulas!, Iván Thays sobre La noche americana de Luis Hernán Castañeda.
Aún no leo esta última novela de Castañeda, lo haré en los próximos días.
De paso, puntos para los responsables de la portada, una de las mejores que he visto.
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El tema de la “filiación” se ha convertido en central en la literatura contemporánea en castellano. Cómo nos vemos como padres y cómo nos vemos como hijos, son reflexiones que se hacen desde la no-ficción (pienso en los libros de Marcos Giralt Torrente y de Héctor Abad Faciolince) o la ficción, con el vuelco hacia la infancia y la búsqueda de los padres sirve como reencuentro con la historia colectiva (como las recientes novelas de Patricio Pron o de Alejandro Zambra). Luis Hernán Castañeda incide en el tema, pero desde una perspectiva muy singular, en su última novela La noche americana.
Los protagonistas son dos amigos treintones que guardan, entre sí, rencor y complicidad. Es una relación construida por fantasías compartidas (ambos soñaban en su adolescencia universitaria con ser escritores y ninguno lo ha logrado en el momento que empieza la novela) pero también por historias no completamente aclaradas, zonas oscuras sobre las que cada uno tiene su versión. Uno es Ricardo Casaverde, dedicado ahora al próspero negocio de venta de artesanía en EEUU, y el otro es Carlos, quien enseña castellano y cumple una maestría en Literatura en la claustrofóbica ciudad universitaria de Canyon city. Un email de Casaverde rompe la monotonía de la vida de Carlos no solo porque anuncia su visita, sino porque además le propondrá una aventura literaria que lo entusiasma, un happening al estilo de las vanguardias de los años 20 (ambos se consideraban “neovanguardistas” en sus años universitarios) que logrará cumplir el cometido de ser una obra de arte que no se limita al papel y la escritura, sino que modifica la realidad y deja una huella en las personas que participan de él. Han dado en bautizar a esa intervención como “la noche americana” y cuentan, para lograr el objetivo, con el apoyo de un grupo de jóvenes norteamericanos “iniciados”. ¿Y cuál es la prueba de que son “iniciados”? Que esos jóvenes (que se hacen llamar los Shining Roosters) han leído la obra escondida, secreta, de un autor espectral y de culto para los dos amigos, al que se le conoce como Calavera de gallo.
¿En qué consiste “la noche americana”? En un acto subversivo bastante contemporáneo, a decir verdad, incluso cruelmente contemporáneo: organizar una matanza de estudiantes y profesores en la universidad de Canyon City. Ni más ni menos. El tema ha sido tocado antes por otro escritor latinoamericano, Edmundo Paz Soldán (en Los vivos y los muertos), aunque esa novela era una descripción dramática del hecho. En la novela de Luis Hernán Castañeda, al contrario, todo el acto tiene un giro cómico, farsesco, que linda con lo estrafalario y grotesco, uniendo a Castañeda con la tradición excéntrica de la literatura latinoamericana, desde las novelas carnavalescas y bajtinianas de Sergio Pitol hasta los despelotes literarios de César Aira. De ese modo, la escritura de La noche americana remeda la escritura de una novela “mala”, es una novela retórica, con chistes malos, con intervenciones fallidas del narrador, sardónica y canchera hasta el cinismo; es decir la novela que finalmente logra escribir un autor mediocre como Carlos y que reemplazará el happening ideado por Casaverde.
Hay un clima a lo Roberto Arlt en la novela que le viene bien, que le cae perfecto a la novela, a manera de trasfondo y guiño literario. Aunque si de deudas literarias se trata, podemos denunciar dos muy persistentes en La noche americana. La primera es Jorge Luis Borges, un autor que es mencionado en la novela, y cuya lectura resulta fundamental para poder entender el difícil tramado de la amistad entre el narrador y Casaverde. El tema de la amistad literaria que esconde un profundo menosprecio, que Borges tan bien retrató en “El Aleph”, se une al tema de la traición (un plato que siempre se come frío, ciertamente, como lo confirma esta novela) y al del doble incluso, la doble cara de los personajes y su constante intercambio de roles, las distintas versiones de personalidad que vamos conociendo tanto de Carlos como de Casaverde a lo largo de los capítulos. El otro autor que se presenta en la novela como referente es Roberto Bolaño. La presencia de Bolaño es tan intensa y obvia que puede hablarse, más que de influencia u homenaje, de una intertextualidad, una relectura de Los detectives salvajes. El tema del círculo de escritores y las amistades literarias, la creación de movimientos artísticos subversivos, la mención a un autor invisible pero cuya obra es paradigma de los jóvenes (como es acá Calavera de Gallo y en la novela de Bolaño la elusiva Cesárea Tinajero), el tono burlón, la mención al propio discurso (es decir, la autoreferencia), el discurso sobre el rumbo de la literatura latinoamericana que sirve como segunda cara o historia secreta de la novela. Por lo demás, ambas novelas proponen un rumbo excéntrico para la literatura latinoamericana, lejos de los requerimientos del Boom, pero aquello que en Los detectives salvajes parece posible a través de sumar la fragmentación de distintas voces narrativas, que representan a los dialectos de cada país latinoamericano, en La noche americana es una imposibilidad, un absurdo donde imágenes de José María Arguedas descontextualizadas, y jóvenes norteamericanos que quieren convertirse en peruanos, nos remiten a la incapacidad de ser escritor latinoamericano.
El tema de la filiación literaria latinoamericana (¿soy del Boom? ¿soy excéntrico? ¿soy post o neovanguardista? ¿quiénes, en todo caso, son mis referentes o padres literarios?) al que se alude en toda la novela se entrelaza con otro: el de la filiación familiar. Carlos, el narrador, ha dejado a una hija en Perú, la ha abandonado sin conocerla, en un acto de egoísmo apenas solventado por el hecho de que tenía que hacerlo para convertirse en escritor. Por otra parte, Casaverde narra en una borrachera una anécdota (que será capital en el libro) sobre un ecuatoriano que cruza la frontera y debe obtener una gran cantidad de dinero para salvar a su hija, caída en las manos de la policía de inmigración, pero cuando logra juntar ese dinero prefiere dejar a la hija con sus captores y gastar todo lo ahorrado en lujos (aunque esta historia será recontada varias veces en el libro, siempre en versiones distintas). La traición de los padres a los hijos, y la traición de un amigo al otro están puestas sobre el tapete en La noche americana, de manera tan intensa que dejan en un segundo plano el acto vanguardista del asesinato colectivo. Poco a poco nos queda claro que ese happening es solo un pretexto para volver al pasado y cobrar viejas deudas. La aparición de un personaje ninfulesco, una muchacha hermosa, calzada con zapatillas all-star verdes y nacida en el Perú, Luana, será determinante para que esas deudas sean cobradas. El narrador se siente atraído por ella, pero Luana tiene una “agenda propia” que en principio parece una venganza contra Casaverde y luego va permutándose en un juego de espejos que solo al final se armará consistentemente (aunque para ello, Luis Hernán Castañeda deberá recurrir a un Deus ex machina que sucede en el aeropuerto que desmerece a la novela).
Curiosamente, esta novela de filiaciones y traiciones, de fracasos, de recuerdos no superados y sueños incumplidos, no tiene un final trágico. Al contrario, enfrentarse (aun a ciegas) con el pasado significa para Carlos la posibilidad –antes negada- de convertirse realmente en un narrador. Y más precisamente en el narrador de una novela llamada La noche americana. Quizá por eso Carlos, durante toda la novela y aun en los momentos más adversos, ve a Ricardo Casaverde no solo como su némesis sino también como su cómplice. Necesita a Casaverde para cumplir el acto más trascendental de su vida, que es el escribir. Y dado que esta novela existe y es un objeto concreto, más allá del happening criminal que se propone, podemos juzgar que la meta ha sido cumplida.
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