Lugares para pensar
El martes pasado, en El País, un artículo de Enrique Vila-Matas.
De paso, espero que no demore en llegar a librerías limeñas la selección de sus ensayos, la excelente Una vida absolutamente maravillosa.
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Pep Guardiola comentó ante los parlamentarios catalanes que los instantes más epifánicos de su oficio de entrenador de fútbol los vivía en un despacho en la zona subterránea del Camp Nou. Allí, dijo, lejos del esplendor de la hierba, vivía a veces momentos intensos cuando, tras el minucioso estudio del próximo rival, acababa viendo que podría salir airoso del siguiente partido: "Es una sensación que dura apenas un minuto, minuto y 20 segundos quizás, pero es lo que da sentido a mi profesión".
Tras Guardiola, el presidente Artur Mas dijo conocer también ese minuto y habló de un "instante de oro". ¿De oro? La referencia al noble metal parecía sobrar, pero quién sabe si no fue un desliz del inconsciente o una sutil referencia a que el oro, hoy tan escaso, surge también de un lugar subterráneo, pues se forma de gases y líquidos que se elevan desde la estructura interna de la Tierra.
En fin, sea como fuere, esa sensación guardioliana en un subterráneo es evidente que está ligada al estudio, a la búsqueda intelectual, al pensamiento. Cualquier escritor serio conoce esos momentos epifánicos en los que, tras una dura reclusión y múltiples zozobras, un texto se ilumina de repente y muestra los primeros destellos de su futuro sentido. Es un tipo de reclusión que evoca ciertas palabras de Kafka a su novia Felice Bauer: "La mejor vida para mí consistiría en confinarme con una lámpara y lo necesario para escribir en el recinto más profundo de un amplio sótano cerrado".
Ayer escribí a 10 amigos preguntándoles por su lugar favorito para recluirse. Quizás estaba todavía bajo el influjo de Cabañas para pensar (Maia ediciones), libro que investiga sobre la importancia de la organización del espacio de pensamiento en el acto creativo. Relacionado con una insólita exposición que se organizó en la Fundación Luís Seoane de A Coruña, Cabañas para pensar analiza una serie de ejemplos de arquitecturas íntimas, de cubículos o refugios mínimos, de lugares ideales para la reflexión de 11 creadores esenciales de la modernidad: Heidegger, Mahler, Hamsun, Wittgenstein, Strindberg, Grieg, Virginia Woolf, Dylan Thomas, Lawrence de Arabia, George Bernard Shaw.
No dispongo de espacio -este artículo tiene dimensiones de cabaña- y dedicaré solo unas palabras al refugio que más me atrae y emociona: el de Wittgenstein, que hace 102 años, en un mundo tan patético como el actual, se fue a vivir a Skjolden, Noruega, a una barraca que se construyó él mismo en un sitio completamente aislado; allí profundizó en su pesimismo, intensificó sus sufrimientos mentales y morales, estimuló su intelecto, reflexionó sobre la necesidad de amor y también acerca de la rudeza radical con la que rechazaba esa necesidad.
En Skjolden logró aislarse y oír su propia voz y confirmó que se podía pensar mejor desde la cabaña que desde la cátedra. De hecho, empezó a dirigirse desde allí muy particularmente a quienes quisieran iniciarse en un nuevo modo de ver las cosas y no a la comunidad científica ni a la ciudadanía.
Para él, pensar podía llegar a ser una gesta artística. Su ideal filosófico fue la búsqueda de lucidez liberadora, de apertura de la conciencia y del mundo; no quería ofrecer verdad, sino veracidad, ejemplos y no razonamientos, motivos y no causas, fragmentos y no sistemas.
Exilado de la estupidez humana, al amparo del aire espontáneo de su refugio noruego, junto al fiordo Sogne, abrió con sus actitudes hacia la filosofía un camino: trató de comprender, no de juzgar; trató de convencer, no de demostrar. A lo largo de un año febril en el que no se cansó de alumbrar nuevos movimientos en su pensamiento ("¡entonces mi mente estaba en llamas!"), cambió la filosofía internacional, aunque el mundo hoy sigue igual, o peor: seguimos rodando en silencio y es imposible ver detrás del sol; pensar continúa siendo anómalo y sin duda faltan cabañas.
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