César Moro, varias veces maldito
En Gatopardo encuentro un adelanto de Los malditos, libro de perfiles de la crónista argentina -no española, tal y como se consignó en la estafeta de Libros de la última edición de Somos.
A continuación el perfil de Marco Aviles sobre el inagotable César Moro.
...
César Moro existe. Hay que alimentar esta teoría después de salir de las librerías de Lima donde los vendedores dicen lo contrario.
—¿Tiene algún libro de César Moro?
—No, señor, no hay.
Algunos poetas mueren y entonces sus libros comienzan a venderse por montones. Con César Moro ocurre lo contrario. Sus libros no se encuentran por ninguna parte, a pesar de que él ha muerto hace más de medio siglo y las reseñas de los eruditos dicen que podría ser, junto con César Vallejo, el poeta peruano más importante del siglo pasado. En las librerías de Lima, Moro es un fantasma. El célebre poeta que no existe en los anaqueles.
Es una típica tarde de verano limeño, en el cementerio Presbítero Maestro, el más antiguo de la ciudad, y el sol agresivo le confiere un halo tortuoso a la simple tarea de encontrar un nicho.
—Moro, Moro, Moro, Moro, Moro… —susurra el panteonero Carlos Izaguirre, con la concentración de quien busca entre los estantes de una inmensa biblioteca.
Lleva quince minutos murmurando entre pabellones descalabrados a cuya sombra se guarecen algunos perros flacos. Es un cincuentón de rostro colorado, marcado por arrugas profundas, y cada tanto se pasa una mano por la frente. Las pocas palmeras que salpican el cementerio parecen a punto de arder, y se podría pensar que el sol es el culpable de las grietas en los mausoleos y no los ladrones de las barriadas cercanas que cada tanto entran para llevarse algo de valor: una escultura, una placa, una lápida. El cementerio tiene categoría de museo, y cada piedra es una reliquia.
—Nada más venden las lápidas, les borran el nombre y las vuelven a usar para otros muertitos —explica Izaguirre.
César Moro escribía en francés, y fue el poeta surrealista más exótico de París, a donde llegó en 1925, a los veintitrés años, cuando los surrealistas —André Breton, Paul Éluard, Louis Aragon— eran una guerrilla que se enfrentaba a la religión, al arte y a la política y agitaban la ciudad con sus versos de escritura automática, exposiciones escandalosas y panfletos agresivos. París era la capital del mundo para los poetas, y varios países de Latinoamérica tuvieron al menos un poeta exiliado allí. El chileno Vicente Huidobro. El ecuatoriano Alfredo Gangotena. César Moro, el primer poeta latinoamericano que formó parte del grupo surrealista, vivió ocho años en Francia, y cuando regresó al Perú, en 1933, llevó consigo la ola de esa revolución. Luego, en 1938, se mudó a México y ayudó a sembrar el surrealismo en ese país. Sus versos hacían añicos al lector. Más que lectores —explica el crítico peruano José Miguel Oviedo—, tenía víctimas.
Cuando dejes de estar muerto serás una brújula borracha
Un cabestro sobre el lecho esperando un caballero moribundo de las islas del Pacífico que navega en una tortuga musical cretina y divina
Serás un mausoleo a las víctimas de la peste o un equilibrio pasajero entre dos trenes que se chocan.
Moro publicaba poemas y artículos en Francia, Perú, México. Traducía al español los textos de sus colegas franceses e ingleses. Era el gran agitador surrealista. Pero él, que había logrado un enorme prestigio en México, volvió al Perú un día de 1948 como quien busca un último refugio, llevando consigo una maleta, un perro y una rara enfermedad. Pesaba menos de cincuenta kilos. No tenía dinero y debió sobrevivir como profesor de escuela. Algunos alumnos se burlaban de él porque era delicado y homosexual. Le decían maricón. Le escupían en la espalda. Murió en un hospital público en 1956, cuando tenía cincuenta y tres años. Al velorio asistieron su madre, algunos sobrinos y pocos amigos. Había publicado tres libros. Todos escritos en francés.
El final de la historia podría ser ése.
Un final de reseña literaria.
Llamo por teléfono a una librería de Lima.
—¿Tiene en venta algún libro de César Moro?
—No, pero sí tenemos de Tomás Moro.
Tomás Moro fue un sacerdote inglés que imaginó una isla donde se le rendía culto a la filosofía. En el cementerio de Lima, el panteonero Izaguirre no conoce esa historia pero sabe que Moro era un poeta importante: durante la década que lleva trabajando en el Presbítero Maestro, al menos media docena de veces estudiantes u hombres con aspecto de intelectuales le han pedido ayuda para encontrarlo. Todos se paran frente a la tumba con fervor, leen algo, quizás un poema. Y tocan el nicho. Siempre tocan el nicho. Seis visitas en una década es una estadística importante en este lugar donde a otros muertos —ex presidentes, sacerdotes, militares o artistas— no los visita nadie.
—Malditos hijos de puta —dice ahora Izaguirre.
Sobre una piedra se ve la huella de una placa ausente. Allí está enterrado Abraham Valdelomar, un famoso escritor de principios del siglo XX al que se lee mucho en las escuelas del Perú. Izaguirre habla con la amargura de quien ha perdido una batalla importante.
—¿Ya ve lo olvidado que está todo esto?, ¿ya ve?
Es imposible saber en qué estado se encuentra la tumba que buscamos.
—¿Tiene algún libro de César Moro?
—No, señor, no hay.
Algunos poetas mueren y entonces sus libros comienzan a venderse por montones. Con César Moro ocurre lo contrario. Sus libros no se encuentran por ninguna parte, a pesar de que él ha muerto hace más de medio siglo y las reseñas de los eruditos dicen que podría ser, junto con César Vallejo, el poeta peruano más importante del siglo pasado. En las librerías de Lima, Moro es un fantasma. El célebre poeta que no existe en los anaqueles.
Es una típica tarde de verano limeño, en el cementerio Presbítero Maestro, el más antiguo de la ciudad, y el sol agresivo le confiere un halo tortuoso a la simple tarea de encontrar un nicho.
—Moro, Moro, Moro, Moro, Moro… —susurra el panteonero Carlos Izaguirre, con la concentración de quien busca entre los estantes de una inmensa biblioteca.
Lleva quince minutos murmurando entre pabellones descalabrados a cuya sombra se guarecen algunos perros flacos. Es un cincuentón de rostro colorado, marcado por arrugas profundas, y cada tanto se pasa una mano por la frente. Las pocas palmeras que salpican el cementerio parecen a punto de arder, y se podría pensar que el sol es el culpable de las grietas en los mausoleos y no los ladrones de las barriadas cercanas que cada tanto entran para llevarse algo de valor: una escultura, una placa, una lápida. El cementerio tiene categoría de museo, y cada piedra es una reliquia.
—Nada más venden las lápidas, les borran el nombre y las vuelven a usar para otros muertitos —explica Izaguirre.
César Moro escribía en francés, y fue el poeta surrealista más exótico de París, a donde llegó en 1925, a los veintitrés años, cuando los surrealistas —André Breton, Paul Éluard, Louis Aragon— eran una guerrilla que se enfrentaba a la religión, al arte y a la política y agitaban la ciudad con sus versos de escritura automática, exposiciones escandalosas y panfletos agresivos. París era la capital del mundo para los poetas, y varios países de Latinoamérica tuvieron al menos un poeta exiliado allí. El chileno Vicente Huidobro. El ecuatoriano Alfredo Gangotena. César Moro, el primer poeta latinoamericano que formó parte del grupo surrealista, vivió ocho años en Francia, y cuando regresó al Perú, en 1933, llevó consigo la ola de esa revolución. Luego, en 1938, se mudó a México y ayudó a sembrar el surrealismo en ese país. Sus versos hacían añicos al lector. Más que lectores —explica el crítico peruano José Miguel Oviedo—, tenía víctimas.
Cuando dejes de estar muerto serás una brújula borracha
Un cabestro sobre el lecho esperando un caballero moribundo de las islas del Pacífico que navega en una tortuga musical cretina y divina
Serás un mausoleo a las víctimas de la peste o un equilibrio pasajero entre dos trenes que se chocan.
Moro publicaba poemas y artículos en Francia, Perú, México. Traducía al español los textos de sus colegas franceses e ingleses. Era el gran agitador surrealista. Pero él, que había logrado un enorme prestigio en México, volvió al Perú un día de 1948 como quien busca un último refugio, llevando consigo una maleta, un perro y una rara enfermedad. Pesaba menos de cincuenta kilos. No tenía dinero y debió sobrevivir como profesor de escuela. Algunos alumnos se burlaban de él porque era delicado y homosexual. Le decían maricón. Le escupían en la espalda. Murió en un hospital público en 1956, cuando tenía cincuenta y tres años. Al velorio asistieron su madre, algunos sobrinos y pocos amigos. Había publicado tres libros. Todos escritos en francés.
El final de la historia podría ser ése.
Un final de reseña literaria.
Llamo por teléfono a una librería de Lima.
—¿Tiene en venta algún libro de César Moro?
—No, pero sí tenemos de Tomás Moro.
Tomás Moro fue un sacerdote inglés que imaginó una isla donde se le rendía culto a la filosofía. En el cementerio de Lima, el panteonero Izaguirre no conoce esa historia pero sabe que Moro era un poeta importante: durante la década que lleva trabajando en el Presbítero Maestro, al menos media docena de veces estudiantes u hombres con aspecto de intelectuales le han pedido ayuda para encontrarlo. Todos se paran frente a la tumba con fervor, leen algo, quizás un poema. Y tocan el nicho. Siempre tocan el nicho. Seis visitas en una década es una estadística importante en este lugar donde a otros muertos —ex presidentes, sacerdotes, militares o artistas— no los visita nadie.
—Malditos hijos de puta —dice ahora Izaguirre.
Sobre una piedra se ve la huella de una placa ausente. Allí está enterrado Abraham Valdelomar, un famoso escritor de principios del siglo XX al que se lee mucho en las escuelas del Perú. Izaguirre habla con la amargura de quien ha perdido una batalla importante.
—¿Ya ve lo olvidado que está todo esto?, ¿ya ve?
Es imposible saber en qué estado se encuentra la tumba que buscamos.
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