jueves, febrero 02, 2012

El oficio de ser escritor



El martes en la noche leí esta excelente entrevista de Enric González al gran narrador Juan Marsé, en la siempre interesante Jot Down Cultural Magazine.
Conviene tomar en cuenta varios de los puntos tocados por el catalán.

...

La habitación de trabajo de Juan Marsé (Barcelona, 1933) se asoma al Eixample barcelonés y contiene, además de una mesa, butacas, fotos y muchos libros, un retrato de Ava Gardner y otro de Rita Hayworth. La obra de Marsé, desde Encerrados con un solo juguete (1960) hasta Caligrafía de los sueños (2011), es gigantesca y le ha valido, entre muchos otros reconocimientos, el Premio Cervantes. Marsé no disfruta con las pompas y las ceremonias públicas, lo que le ha dado cierta fama de huraño que no se corresponde con la realidad. Es un hombre llano y amable. Pese al respeto que inspira, en la entrevista se utiliza el tuteo: un tratamiento más formal habría impostado la voz del escritor.
Bastantes escritores beben, pero tú no.
He bebido mucho, sobre todo en aquella época en la que conspirábamos contra el franquismo y hacíamos mucha vida nocturna. Era, por así llamarlo, una forma de transgresión y de ir contra las convenciones. Pero sí, es cierto que va con el oficio. He conocido a muchos escritores que bebían. Yo aflojé por dos razones: una, por el paso del tiempo, no aguanto los mismos whiskies ahora que cuando tenía treinta años; y dos, porque tuve dos avisos serios que conllevaron sendos by-passes, y el médico me dijo que tenía que comportarme. Los domingos me tomo un whisky, pero siempre acompañado. Y eso es una suerte, porque he conocido casos como el de Gabriel Ferrater, que bebía a solas. Jaime Gil de Biedma, Ángel González, Juan García Hortelano, José María Caballero Bonald… toda esa pandilla de amigos bebían lo suyo. Algunos escritores necesitan un trago mientras trabajan. Yo nunca he sabido beber solo y creo que eso ha sido una suerte. El tabaco sí, pero ya hace 25 años que lo dejé.
¿Te costó mucho dejar el tabaco?
Me costó tres días. Durante esos tres días no pude hacer absolutamente nada, porque tienes el cigarrillo tan vinculado al trabajo que se te va la gestualidad. Me sentaba a trabajar y la mano se me iba en busca del cigarrillo en el cenicero. No tuve más remedio que esperar. Me dediqué a leer.
¿Y sólo fueron tres días?
Sí, recuerdo que fueron tres días en los que el impulso era muy fuerte.
Cuando te pones a escribir haces simplemente eso, ponerte, ¿o tienes algún ritual?
Cuando me pongo a escribir procuro no pensar más que en lo que hago. Nunca he entendido la famosa pregunta de si piensas en tus lectores cuando escribes. En mi caso, al menos, quizá porque no estoy tan dotado, escribir implica tanta concentración que me impide pensar en el lector o en cualquier otra cosa. Por razones físicas, sobre todo con el paso de los años, de vez en cuando tengo que levantarme y moverme.
Se te considera un “creador de ambientes”, y creo que si alguien ha escrito la mítica “gran novela de Barcelona”, ese alguien eres tú, porque has creado un universo barcelonés. Pero pienso que eres especialmente brillante en los personajes.
Han puesto mucho el acento en la escenografía, por así llamarlo, en la recreación de Barcelona, pero mi respuesta es muy sencilla, y es que mi experiencia es barcelonesa, por lo que no se me ocurre trasladar la acción de una novela a otra ciudad. Naturalmente, si es necesario muevo a los personajes, pero el hábitat natural donde me interesa desarrollar las invenciones (porque no olvidemos que es ficción, a pesar de que sea una Barcelona muy real, con nombres de calles y plazas muy reales) es Barcelona. Me siento muy seguro caminando por la calle Torrent de les Flors porque forma parte de mi vida, conozco el aire que se respira allí… es cuestión de buscar seguridad y realismo. En cuanto a los personajes, siempre me han interesado más los femeninos y considero que son más importantes que los masculinos.
Sin embargo, los primeros que me vienen a la cabeza son hombres, empezando por el célebre Pijoaparte. Los personajes femeninos parecen funcionar como un papel secante de los masculinos.
Pero son las mujeres quienes hacen que avance la acción. El Pijoaparte es el charnego que ha sido un prototipo, pero Teresa es un personaje que me resultó más difícil porque pertenece a una burguesía catalana con la que yo no he tratado. No he tenido ninguna relación sentimental con ninguna chica de la burguesía catalana con una torre en el barrio de Sant Gervasi, ¡ya me habría gustado cuando tenía 18 años! Y no sólo en Últimas tardes con Teresa me parecen importantes los personajes femeninos, tanto Teresa como Maruja, la criada. Pienso también en la madre en Rabos de lagartija o en Montse Claramunt en La oscura historia de la prima Montse. No sé, quizá es una impresión personal que nadie más aprecia.
Si alguien puede saberlo eres tú. En cualquier caso, tus personajes son farsantes vocacionales en un constante juego de espejos: son lo que son, pero quieren ser otra cosa y parece que lo sean.
El tema de la apariencia y la realidad en la novela siempre me ha interesado mucho: lo que somos, lo que creemos ser y lo que ven los que nos miran, que a veces no coincide en absoluto. Pero no descubro nada en absoluto, creo que es el gran tema de la novela desde El Quijote.
Probablemente seas de los escritores con menos escrúpulos para usar todos los recursos, artificios y trampas literarias para explicar una historia.
No sabría contestar cómo lo hago y por qué. A fin de cuentas, para mí explicar una buena historia y que resulte creíble y verosímil justifica todos los trucos. La propia literatura de ficción ya lo es, porque estás explicando una mentira y quieres que sea creíble. Y para eso eres capaz de todo menos de una cosa: no creértelo. Alguna vez ya he comentado, sobre todo con gente de cine, que para estas cosas los peliculeros son bastante burros, por qué una determinada película española no me ha gustado, incluyendo adaptaciones de mis novelas. Me dicen que no lo entienden, porque han tratado de ser fieles a mi novela. Y ese es precisamente el problema, ser demasiado fieles. Deberían hacer trampas. Algo que lees no es lo mismo que algo que ves. Unos diálogos leídos en una novela pueden ser verosímiles, pero oídos pueden no serlo tanto. No sé por qué, pero es así. Cosas tan sencillas como una escena en la que un personaje entra en una habitación, dice “Buenas tardes”, se sienta y enciende un cigarrillo, no me las creo si el actor no las hace bien y con convicción. Pero en cambio soy capaz de creerme que pasa un elefante volando si me lo explican bien. Este tipo de conflicto entre lo creíble, lo inverosímil y lo real que no te crees no lo entienden los peliculeros. Estas es la cuestión: tengo que hacer creíble algo que es mentira, y para conseguirlo puedo acumular muchas mentiras aparentes. Me parece que Pío Baroja decía que “la única verdad de una novela es lo que se cree el lector”.
Muchas veces has dicho que la obligación de un escritor es esforzarse en lo que escribe. Juzgar si estás satisfecho es muy arbitrario. ¿Cómo sientes que has sido honesto y te has esforzado?
Cuando veo que, por mucho que me esfuerce, no mejoraré el texto y no hay posibilidad de que el capítulo o la página en cuestión salgan mejor. Y, además, que sepa que es algo de lo que no me avergonzaré. Es entonces cuando lo entrego al editor o al agente literario. Tengo muy claro que siempre todo podría estar mejor, siempre hay una distancia entre lo que me había propuesto hacer y lo que he conseguido.
Es fácil definir estos esfuerzos tuyos como una cierta moral obrera, porque tú eres un escritor profesional, no eres alguien que haya trabajado de otra cosa y escriba de forma más o menos diletante, cosa que permitiría eludir ciertas responsabilidades.
No tuve consciencia de esa profesionalidad hasta la tercera novela. Al principio no estaba convencido de que me pudiera ganar la vida con esto, y no tenía el sentido de la vocación. Cuando empecé estaba muy desvinculado del mundo literario, no conocía a escritores, editores ni a nadie; yo había trabajado en el taller del barrio y hacía una vida de barrio. Me di cuenta de que escribir una novela tampoco era tan difícil para alguien a quien le gustara leer, pero no tenía la idea de que ése fuera mi futuro. Cuando escribí mi segunda novela y me fui a París tampoco.
Esta cara de la luna, la novela repudiada.
Sí, es una novela que no he querido que se reeditara. La escribí por dinero, le pedí un anticipo al editor, Carlos Barral, y tenía acabados sólo un par o tres de capítulos, el resto lo hice pum-pum. Fue con la tercera novela, Últimas tardes con Teresa, con la que me di cuenta de que me gustaba tanto que quizá sí lo intentaría. A partir de ese momento me dediqué exclusivamente a escribir. Con algún trabajo ocasional en el campo del periodismo y las revistas, como la época en la que fui redactor-jefe de la revista Por favor que hacíamos con Manolo Vázquez Montalbán, Perich y otros, aunque fuera sólo a media jornada, o cuando estuve en una agencia de publicidad como redactor; pero entonces yo ya me sentía profesional, creía que me podía ganar la vida escribiendo.
Por favor era una revista modernísima. Hacía lo que ahora se está intentando hacer por internet. ¿Érais conscientes de lo que hacíais?
Era una revista de contenido político con tono sarcástico, que ahora, en letra impresa, no veo que exista. Lo más parecido sería El jueves.
Pero a una distancia sideral.
No le dábamos demasiada importancia. Además, la revista tuvo tantos problemas…
Formas parte de una generación bastante titánica.
Yo era más joven que ellos. Los conocí alrededor de 1960 y ese grupo de Seix Barral era impresionante porque estaban Gabriel Ferrater, su hermano Joan, José Agustín Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Josep Maria Castellet, el profesor José María Valverde, Jaime Salinas, Rosa Regás, Joan Petit, que era el sabio… sí, impresiona, pero visto desde hoy. Una cosa que me pregunté después es por qué cuando escribí mi primera novela y no conocía a nadie del mundo editorial o literario llevé el original a Seix Barral y no a otras editoriales que en aquella época tenían más prestigio, como Destino o Planeta. Y es porque yo leía unos reportajes, no recuerdo si en la revista Destino o en Ínsula, en los que Seix Barral me parecía la editorial más progresista y joven. Fue el instinto.
¿Qué efecto tuvieron sobre ti esta gente? ¿No intimidaban?
No. La primera persona que conocí fue Joan Petit. En casa de mis padres había una nota diciendo que me presentara en la editorial, que querían conocerme, y fue Joan Petit quien me recibió. Entonces me hizo pasar al despacho de Carlos [Barral] y, casualmente, estaba allí Jaime Gil de Biedma. Carlos había leído el original de la novela y por eso quería conocerme. Quería saber si era verdad todo lo que explicaba del taller de joyería y mi experiencia de obrero. Y le dije que sí, claro, aun estaba trabajando allí. Para ellos yo fui como una novedad. Ellos eran todos burguesitos y, seguramente, no habían tenido nunca una relación directa con un escritor-obrero, por así decirlo, lo que les hacía cierta gracia. Pero no tardaron en descubrir que a mí no me hacía ninguna, yo lo que quería era dejar el taller y ganar dinero. Y por eso me fui a París, con una bolsa de viaje que me consiguió Castellet.
Ellos debían esperar que hicieses grandes novelas sociales.
Si, en este sentido seguro que los decepcioné, porque no hice novela social. Al contrario, en Últimas tardes con Teresa, que fue la que pegó fuerte, había una crítica bastante hiriente a todo ese romanticismo ideológico. Cuando estuve en París, en 1961, me apunté al Partido Comunista y conocí a Jorge Semprún, que nos daba clases sobre política internacional. El caso es que yo iba a esas clases porque también asistía una chica francesa que me gustaba mucho. De hecho, hubo un tiempo en que esa chica estaba fuera y dejé de ir. Semprún me dijo que hacía tiempo que no me veía. Y fui sincero, le dije que lo que explicaba era muy interesante pero que lo que me gustaba era Arlette. Total, que esa novela del mundo obrero que esperaban no llegó nunca. Yo, pese a trabajar en un taller de joyería grande, con 30 empleados, no hacía vida de fábrica ni sabía demasiado del mundo obrero. Lo mismo me pasaba con el mundo de la delincuencia del barrio del Carmelo. Me llamaron varias veces para dar conferencias sobre el tema, porque el personaje de mi novela robaba motos y vivía en ese ambiente, pero era todo inventado: yo no sabía nada de los delincuentes.
Después conociste de cerca el fenómeno de la “gauche divine”.
Una entelequia. Uno de los bares donde tomaba copas era el Boccaccio, de Oriol Regàs. Y si iba allí era porque tenía una tarjeta con la cual tomaba copas gratis. Además teníamos la redacción del Por favor muy cerca y coincidíamos allí Manolo [Vázquez Montalbán], Joan de Sagarra, arquitectos como Oriol Bohigas u Óscar Tusquets, unas chicas que nos interesaban, fotógrafos como Xavier Miserachs, Oriol Maspons y Colita (Isabel Steva i Hernández)… pero para mí lo principal era que las copas me salían gratis. Y, como ya te he dicho, era una entelequia, existía y no existía. Como grupo que promoviera acciones o cosas, absolutamente nada. Tan solo unas excursiones culturales que organizaba Oriol desde la Costa Brava en las que iban a Francia a ver películas, aunque yo nunca me apunté. Probablemente yo madrugaba más que ellos. Luego se ha convertido en lo que se ha convertido, pero para mí es un grupo de gente, en el que hay algunos muy amigos y otros no tanto, con un interés muy relativo. También se ha dicho que la “gauche divine” era una pandilla de golfos, pero la verdad es que todos trabajaban. En cualquier caso, si el asunto puede aún interesar a alguien, le remito a un relato mío, Noches de Boccaccio, que acaba de publicar Alfabia.
¿Tienes la impresión de ser un caso de supervivencia de una época que se recordará?
Empiezo a pensar que ya tengo 79 años y muchos amigos han muerto. De la pandilla de Seix Barral quedan Josep Maria Castellet y Luis Goytisolo. Los demás están muertos.
Tus personajes acostumbran a sentir el peso del fracaso y no llegan a cumplir sus sueños. Tú has recibido todos los reconocimientos posibles. ¿Tienes sensación de fracaso? ¿Qué es el fracaso para ti?
Todos estamos abocados al fracaso, que es la muerte. Ya puedes hacer lo que quieras que todo acaba en nada. No soy pesimista hasta el punto de pensar que el centro de todo es el fracaso del hombre, me lo planteo de una manera más sencilla y cotidiana. Para empezar, en este país hay una experiencia social y política que te hace pensar inmediatamente en el fracaso, que son los 40 años de franquismo. Pueden explicarme lo que quieran, pero me han jodido la vida. Mira que es grande el mundo, pues he ido a nacer en este “collons” de país y justamente para vivir esos 40 años de franquismo, existiendo eso que llaman la eternidad de los siglos. Ya es mala suerte. En relación a la literatura, el fracaso no lo trato como un tema, pero me parece una consecuencia lógica de todo lo que quiera explicar. Algunas veces me han preguntado por qué acaba así Últimas tardes con Teresa, que ya podía tener un poquito de suerte el chaval. A ver, yo conozco casos de tíos que han dado el braguetazo (aquí tuvimos el famoso caso de Muñoz Ramonet), pero no me sirven literariamente porque si hago un final feliz acaba siendo una novela a lo Corín Tellado, y no se trata de eso porque la viuda no es así. Pero el fracaso no es el tema central, lo trato como la consecuencia lógica de muchas aspiraciones humanas que no acaban bien.
¿Cuál es en tu vida la medida del éxito o el fracaso?
Es lo que te he comentado antes, sólo yo puedo saber la distancia entre el ideal que me he propuesto al ponerme a escribir una novela y lo que he conseguido. En este sentido es clarísimamente un fracaso. Eso no quita que lo que yo veo como un fracaso otros puedan verlo como un éxito, pero para mí es un fracaso. Particular, relativo y todo lo que quieras, pero fracaso. Esto en cuanto al trabajo. En la vida personal, parecido. Mi vida personal está llena de fracasos, desde que a los quince años me enamoré de una chica del barrio y no conseguí ni tocarle una oreja. En la vida no se cumplen los sueños. No se cumple ninguno, y los que se cumplen no resultan ser lo que uno había imaginado. El éxito mismo puede llegar a ser una verdadera lata. El éxito te distorsiona la visión, te hace creer una cosa cuando es otra. Me gusta mucho una frase de Ezra Pound, un tipo muy poco recomendable, que reza: “El esmero en el trabajo es la única convicción moral del escritor.” La satisfacción por el éxito está relacionada con el trabajo. Haber acabado un libro del que no te avergüenzas para mí es suficiente y comparable a un éxito. Es un éxito sólo para mí, porque yo puedo creer que el libro es muy bueno pero puede no serlo.
En tus historias aparecen muchas “aventis”, relatos inmersos en el relato. ¿Te impones algún tipo de control sobre ese desarrollo coral o te dejas llevar por él?
Cada uno tiene su método de trabajo. Yo confío en que el libro se haga él solo. Por decirlo de alguna manera, le doy confianza. Empiezo en un punto, intuyo que la historia puede ser interesante y que hay personajes que pueden dar sorpresas conforme los vaya trabajando, pero aún no lo sé con seguridad, es una intuición. Entonces hago una especie de borrador que es como una guía muy provisional donde incluso ordeno diversos episodios que creo que pueden llegar a constituir la novela. Y sobre este guión me pongo a trabajar, de manera similar a lo que se hace con el guion cinematográfico. Durante el transcurso del trabajo me veo constantemente obligado a modificar ese guión. Eso quiere decir que la novela crece por su cuenta e impone sus normas contradiciendo, en ocasiones, a lo que yo me había propuesto. Hay personajes que en principio podían haberme parecido muy importantes, incluyendo al protagonista, pero que conforme avanzo en el trabajo no lo son tanto. En cambio, personajes muy secundarios que pensaba que tendrían un comportamiento muy episódico y funcional de repente crecen y se convierten en otra cosa. Es decir, cuando empiezo a trabajar no tengo la novela completa en la cabeza. Tengo una historia que me parece que tiene un principio y un final, pero poca cosa más. Necesito mucha paciencia para la escritura, ya que no me considero muy dotado. Mis primeras versiones acostumbran a ser horripilantes. Si escribo un par de páginas sobre una escena que me interesa, habrá sólo un párrafo o unas líneas que sirvan. No es que el resto no sirva, pero tiene que ser reescrito porque tal y como está carece de vida. A veces tardo meses en encontrar la solución a un pequeño episodio. En toda escena, por pequeña o no muy importante que sea, tiene que haber un detalle, una frase, un algo que le dé vida. Puedo encontrarlo a través de una descripción, de un imprevisto, de un detalle. Por lo tanto escribo mucho y muchas versiones.
Es curioso que no exista aún una buena biografía tuya. Ahora se está preparando una. ¿Has descubierto algo de ti gracias a tu biógrafo?
Casi no me había ocupado de la familia biológica, pero sí lo está haciendo el biógrafo, Josep Maria Cuenca, y ha descubierto cosas que yo desconocía, entre ellas una muy divertida: la versión que me contó mi madre adoptiva sobre las circunstancias de mi adopción era un cuento muy bonito pero completamente inventado. Es una historia un poco dickensiana, porque intervienen unas unidades extrañas, como un taxista que resulta ser mi padre biológico que se encuentra con ella cuando sale de la clínica después de haber perdido el primer hijo y de que los médicos le digan que no podrá tener ningún otro (aunque luego tuvo dos más). Esta historia que me explicó ella a los diez años era mentira. Como me la creí, me parece bien y es la que utilizo. Pero el biógrafo está descubriendo otra historia.
¿Ha significado algo el hecho de ser adoptado?
No me ha supuesto, desde luego, ningún trauma. Eso que los escritores del siglo XIX llamaban “la llamada de la sangre” no lo he sentido nunca. Vi a mi padre biológico dos veces: cuando hice la primera comunión y cuando se casó una hermana mía; y para mí era un señor completamente extraño. No había ninguna afinidad, no sentí nada. Recuerdo que me dio un duro, que era mucho dinero, como regalo de primera comunión. Incluso tenía ciertos reparos en investigar el tema porque me parecía que podía molestar a mis padres adoptivos. Mis padres eran los que yo conocía, ya me iban bien y punto. De manera que no, ningún tipo de trauma. Antes de ir a París, cuando publiqué mi primera novela, saliendo del taller de joyería, una chica joven se me acercó y me dijo que era mi prima y que a su padre le gustaría verme. Quedamos y conocí a ese hombre, que era un hermano de mi madre biológica, pero me sentía incómodo, pese a que era un gran tipo. Nos vimos un par de veces más, ya que además vivían cerca de casa, en la calle Congost, en Gracia. Supieron de mí porque leyeron en La Vanguardia una entrevista que me hizo Manuel del Arco en el propio taller.
¿De niño tenías tendencia a la fabulación?
Sí, al principio de los años 40 en mi barrio jugábamos mucho en la calle, porque casi no había coches, pasaba uno cada dos o tres horas, y una de las cosas que hacíamos era sentarnos en corro y contar “aventis”. Eso me recuerda una conversación que tuve con Montserrat Roig, que vivía en el Ensanche, y me dijo que ellas también jugaban a eso, aunque me pareció extraño que las señoritas del Ensanche contaran “aventis”. Pero bueno, una de las razones de ese juego era que no teníamos pelota porque la habíamos perdido o se había colgado y, a falta de otra cosa, nos dedicábamos a contar “aventis”. No recuerdo ser especialmente embustero pero, eso sí, leía muchos tebeos y me pasaba el día en el cine viendo películas del Oeste.
¿Aún vas habitualmente al cine?
No, me da mucha pereza. Además, soy de la opinión de que en el cine te tratan mal. Antes había un acomodador, te hacían dos películas, incluso había estufas… al cine iba todo el mundo, era parte de la cultura popular. Iban familias enteras al cine los sábados y domingos.
Cuando ves películas, ¿son modernas o clásicas?
Los clásicos que todos conocemos. John Ford, sobre todo. Pero con muy poca frecuencia, porque hay diálogos de algunas que ya me sé de memoria. Lo que se hace hoy en día no me interesa demasiado. Encuentro que el cine se ha vuelto muy infantil, casi todo son películas para adolescentes, muchos vampiros y cosas de esas.
De hecho, la vida en general se ha infantilizado.
Probablemente porque hoy en día la juventud tiene acceso al mercado, cuando antes no lo tenía.
Sí, pero hay gente de 50 o 60 años que están en ese mismo mercado. Nos hemos puerilizado.
Lo noto en mis nietos, que piden un tipo de zapatos o ropa de marca, cuando antes era impensable que pudieras siquiera escoger un tipo de zapatos. Si yo en casa hubiera dicho que quería una determinada marca me habrían tratado de loco. La juventud y la infancia ya son parte del mercado, y se produce pensando en los chicos y chicas de 15 o 16 años. No le encuentro otra explicación.
¿Tus nietos han leído ya a tu admirado Robert Louis Stevenson?
Uno de ellos, que tiene doce años, sí; otro, que es más pequeño, aún no, y la chica, que tiene unos catorce, va a su aire.
¿Y qué tal la experiencia?
Bien. El otro día uno de ellos estaba enfadado porque en el instituto habían dado para leer un libro aburridísimo. Le intenté convencer de que se ha de leer de todo.
En tus novelas has debido enfrentarte a una cuestión que forma parte de la identidad barcelonesa: el bilingüismo. No todo está cortado en un solo idioma, y creo que eso define bastante bien la ciudad. Tú escribes en castellano, pero has vivido tu vida en catalán. ¿Has tenido alguna percepción de ello o es tan natural que te da igual?
Parece una anomalía ser catalán y escribir en castellano y, efectivamente, lo es. Si tienes en cuenta que la época de formación que me tocó era la de la represión de la lengua y cultura catalanas… para empezar, en el colegio al que iba, que se llamaba Colegio del Divino Maestro, cosa que ya tiene delito, lo hice todo en castellano; las primeras lecturas, desde los tebeos hasta la literatura de quiosco, eran todas en castellano… por lo tanto, al ponerme a escribir, de manera natural, el discurso se me organizaba en castellano, y de esta anomalía no era consciente, nunca me lo planteé. Toda la información que recibía (libros, radio, cine…) era en castellano, excepto las conversaciones en casa y con los vecinos.
Pero gran parte de tu producción literaria se basa en esas conversaciones cotidianas, en esa banda sonora en catalán.
Sí, pero igual me parecía natural leer a Stendhal y Flaubert en castellano porque yo no sabía francés, o Hemingway en castellano me parecía absolutamente normal. Entonces, si eso pasaba en este ámbito, ¿por qué no podía pasar también en el otro? Los temas y los personajes eran de Barcelona pero hablaban en castellano. Aparte de que, dentro del mismo edificio donde yo vivía, había muchas familias castellanas, por no decir que la mayoría de chavales con los que me relacionaba por la calle en esa época eran castellanos. No se me planteó ninguna disyuntiva o problemática. Luego, cuando acaba el franquismo, el nacionalismo catalán empieza a plantear esta cuestión, y yo paso a no pertenecer a la cultura catalana. Pero tampoco a la castellana, porque en Madrid me llaman “escritor catalán”. Esto intenté explicarlo en el discurso que di cuando me otorgaron el Premio Cervantes delante del rey y toda la parafernalia. Expliqué esto como ejemplo de algo que podría haber sido diferente en el caso de que la cultura y la lengua catalanas hubieran sido respetadas durante la época franquista. Pero las cosas fueron como fueron. A veces, incluso, se me ha planteado por qué no cambié, igual que hizo, por ejemplo, Pere Gimferrer, que empezó escribiendo en castellano y se pasó al catalán. Yo acostumbro a decir que prefiero quedarme como estoy, aunque sólo sea como ejemplo de anomalía. Además, si con los años he conseguido un poco de instrumental para escribir en castellano no lo tiraré ahora todo por la ventana y empezaré de cero. Ya no tengo edad para estos cambios. Lo he vivido con absoluta normalidad. Algunas veces, eso sí, me he sentido ninguneado por parte de algunos de los estamentos de la cultura catalana pero, a fin de cuentas, me importa bien poco. Como lo paso mal si me hacen homenajes y cosas así, cuanto menos piensen en mí los estamentos oficiales, mejor. Me da igual pertenecer a la cultura catalana o a la otra, lo de ser fronterizo me va bien.
Sobre la mesa tienes varios periódicos. ¿Qué impresión tienes cuando cierras el diario del día?
Horrible. A veces me pregunto por qué coño no dejo de comprar diarios. Lo considero un vicio, porque hoy en día estamos superinformados por la televisión, la radio…
Además, te da la idea de que todo es catastrófico. Un libro reciente y no sé si ya traducido, Los mejores ángeles de nuestra naturaleza, de Steven Pinker, demuestra, de forma bastante científica, que el mundo vive su mejor época.
Lo que encuentro horripilante en España es el nivel de corrupción al que se ha llegado. Lo de Valencia, por ejemplo, da la impresión de que ya alcanza varias capas. Cuando la alcaldesa dice que lo de regalar bolsos… ¡la gente se lo cree! En este sentido el país es bastante desalentador, tenemos una democracia tan imperfecta… Hoy mismo me he puesto a leer lo que le espera a Baltasar Garzón, acusado por los propios chorizos… y luego lo juzgarán por lo de la memoria histórica. Esto no tiene ni pies ni cabeza. Y a mí me haría mucha gracia, si no fuera porque es muy serio, lo de los obispos. El otro día los obispos decían que se enseñaba la fornicación en los colegios. Han llegado al extremo de ver fornicación en todas partes. Además, sin ninguna referencia a que en este país han tenido mucha suerte; porque si ha pasado en Alemania, Holanda, Estados Unidos [Marsé se refiere a los abusos sobre niños cometidos por eclesiásticos], no me harán creer que aquí no. Bueno, y los elogios que oí ayer sobre Manuel Fraga… ¡padre de la patria! ¡un ministro de Franco! Es que el país me hace gracia, es totalmente surrealista.

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