domingo, febrero 19, 2012

El parricidio de Valencia



Hace dos años tuve la oportunidad de moderar un conversatorio entre los destacados escritores Carlos Calderón Fajardo (Perú) y Leonardo Valencia (Ecuador). El evento tuvo lugar en una de las salas de La Casa de la Literatura Peruana. Y en honor de la verdad, salí muy enriquecido del cruce de opiniones entre estos autores.
Poco tiempo después llegó a mis manos el libro de ensayos de Valencia, del que ya tenía muy buenas referencias. Se trataba de El síndrome de Falcón (Paradiso Editores, 2008), que leí en un fin de semana.
Hace algunos días ordené mi biblioteca y encontré El síndrome de Falcón. Lo que comenzó como una curiosidad devino en una relectura gratificante y edificante. Valencia es un escritor inteligente y un prosista cuidadoso. Bajo ningún punto es un vendedor de sebo de culebra, uno aprende, y toma nota incluso, leyendo los ensayos reunidos en este volumen. Valencia conoce de lo que escribe y lo transmite sin necesidad de hacer uso de una insoportable jerigonza académica. Lo “profundo” no tiene que ser asumido como una retahíla de forzados conceptos.
Pues bien, la publicación se divide en tres secciones: “Sobre escritores”, “Sobre literatura ecuatoriana” y “Sobre la escritura”.
Si un espíritu viaja por estas páginas, impregnando presencia hasta en su ausencia, es el de la búsqueda, el relato invisible que nos testimonia sobre los años germinales del autor hacia su poética como creador y su discurso como literato. Es decir: el magisterio del aliento autobiográfico de un entonces joven que empezó a armar su radiografía literaria gracias a los maestros alejados de la estela del realismo del siglo XX (en especial de los machos de la literatura social), refugiándose, y amparándose, en los que formaron una tradición paralela, como  Borges, Aira, Vila-Matas, Buzzati y Lampedusa.
Y también un saludable afán desmedido, vástago de la relectura llevada por la admiración, contra la lectura “oficial” (el acercamiento a Vargas Llosa resulta de antología, por decir lo menos). Afán visto también en semblanzas (Westphalen y Juarroz) dignas de consideración. Lo mismo se podría decir de las páginas dedicadas al Ribeyro de los diarios y aforismos, sin desmerecer, en ningún sentido, su escuela cuentística y en menor medida la novelística.
Ahora, para un lector no habituado a la literatura ecuatoriana, podría resultar un poco difícil entrar en onda (en mi caso, no he leído algunos libros que se consignan), pero a medida que avanzamos, el panorama se nos aclara, llegamos a caminar por más de un puente comunicante con otras tradiciones no emparentadas con la realista, que ha castrado a no pocas generaciones de plumíferos del norte (Valencia no lo dice textualmente, pero es implícito). En el ensayo homónimo que titula la publicación tenemos los puntos centrales que configuran la “tara realista” de la narrativa ecuatoriana, la que recién ha empezado a despertar en las últimas décadas, con autores nada temerosos en no formar parte de un canon establecido, irguiendo como ejemplo mayor la obra del siempre estupendo Pablo Palacio, pluma redescubierta luego de decenios de calculado silencio y que goza hoy en día de un prestigio que no deja de crecer.
Valencia no es un autor ajeno para el seguidor del quehacer literario peruano. Él estuvo viviendo en Lima entre 1993 y 1998. Los motivos que lo llevaron fuera de su país pudieron ser laborales, pero tratándose de un artista carcomido por una sensibilidad que no encontraba lugar en su país natal, vale la posibilidad de especular sobre una desesperada intención de escape hacia cualquier lugar, el que sea, uno en el que pudiera desarrollar lo que ya venía cimentando contra la “tara” que calcinaba las poéticas de sus compañeros generacionales. Me aventuro a decirlo porque Valencia sabe golpear con estilo, sin necesidad de conceptos rubricados por el resentimiento, ni adjetivaciones ramplonas ni poses a lo bestia contra ciertos nombres capitales de la narrativa ecuatoriana.
Todo escritor que se asuma como tal no tiene otro norte que buscar y formar su propia poética. Eso lo sabemos bien. Lo que me deja esta relectura de El síndrome de Falcón es su parricidio, pero, eso sí, aquel nutrido del conocimiento de causa de la tradición a la que se pertenece, no aquel parricidio ignorante, mismo salto de garrocha, que leemos últimamente. Ningún escritor escribe desde la nada.

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