lunes, marzo 04, 2013

'Relámpagos sobre el agua' de Guillermo Niño de Guzmán






Cuando leo sobre literatura, prefiero los textos de respiro impresionista. Durante buen tiempo me preguntaba qué queremos decir cuando decimos “impresionista”. Hasta donde sé, su uso es muy frecuente entre los celadores de la literatura cada vez que emiten una opinión desfavorable sobre uno de corte académico. En lo personal, no tengo ningún problema con este tipo de discurso, no tiene nada de malo que la jerigonza teórica sea entendida por un universo reducido. El problema radica cuando se les ubica por encima de los de divulgación. Con este tipo de arbitrariedades jamás estaré de acuerdo.

Días atrás estuve leyendo Psychotic Reactions And Carburetor Dung del legendario crítico de rock Lester Bangs. En sus páginas una postura iluminó aún más mis noches de insomnio: “Siempre estaré a favor de la Verdad Emocional”.

Escribir con el corazón y la mente, desde la más caprichosa susceptibilidad para dar cuenta de los libros, discos y películas que nos han gustado o no. Obviamente, la Verdad Emocional, o impresionismo si gustas, puede quedar delimitada hacia aquello que te arrobó, como a lo que no, ejerciendo si es el caso, y en todo derecho, un ajuste de cuentas. Me uno, entonces, y salvando las distancias, a los que ejercen esta opción discursiva, como Harold Bloom, Ignacio Echevarría, James Wood, Enrique Vila-Matas, Christopher Domínguez Michael, Rodrigo Fresán, Ricardo Piglia y Alejandro Zambra, que han hecho y hacen crítica literaria desde el terruño de la Verdad Emocional.

En esta tendencia la literatura peruana se ha visto beneficiada con una más que interesante serie de títulos que recomiendo: El sol de Lima de Luis Loayza, Celebración de la novela y El pacto con el Diablo de Miguel Gutiérrez, Sueños reales de Alonso Cueto, Viaje de ida de Fernando Ampuero, La estación de los encuentros de Peter Elmore, La caza sutil de Julio Ramón Ribeyro y La verdad de las mentiras de Mario Vargas Llosa. Títulos rubricados por un exquisito espíritu de divulgación.

Pues bien, Relámpagos sobre el agua (Jaime Campodónico, 1999) me resulta excluyente. Antes de leerlo, ya me consideraba un declarado seguidor de su autor, Guillermo Niño de Guzmán (Lima, 1955), a razón, obvio que lo deduces, del magnífico cuentario Caballos de medianoche (1984), de lejos el mejor primer libro de autor peruano en décadas.

No tengo la costumbre de meter mano a mis libros, pero mi ejemplar de Relámpagos… debe ser uno de los más subrayados. Lo leí en una época adrenalínica en que leía con una voracidad desordenada, época que me deparó grandes lecturas, como también de las otras, puesto que también leía estupidez y media por el mero orgullo de acabar un libro. En este sentido, Niño de Guzmán orientó mis lecturas y relecturas. Y ahora puedo decir que lo mucho o poco que sé de literatura contemporánea, se lo debo en buena medida a ese ejemplar que llevé por dos años, dentro de mi mochila, a cualquier lugar que iba, en especial a librerías y bibliotecas. Era mi biblia y no me separaba de ella.

El autor la hace fácil. Nos habla de los libros de sus escritores favoritos. A diferencia de otro título suyo del mismo corte, La búsqueda del placer (1996), en este no hay plumas peruanas, sino latinoamericanas (Onetti, Cortázar), norteamericanas (Hemingway, Faulkner, Fitzgerald, Miller, Kerouac, Ginsberg, Bukowski, Capote, Salinger, Carver), francesas ( Rimbaud, Celine, Genet, Malraux), japonesas (Endo, Oé),  inglesas (Durrell, Lowry),  una española (Muñoz Molina), una escocesa (Stevenson), un ruso (Aguéev) y una sudafricana (Gordimer)… Veamos bien esta constelación: sin exagerar, estamos ante una auténtica bomba Molotov capaz de activar la curiosidad lectora de quien sea. En esa lista hay para todos los gustos. Nos topamos pues con una irrefutable prueba de pluralidad literaria. Es por ello que nos resultan adictivos los acercamientos a voces tan distintas como Kerouac y Gordimer, Ginsberg y Malraux, Genet y Oé… En cada uno hay un despliegue de generosidad informativa y rigurosidad valorativa que retumba en nuestra mente aún después de haber retumbado. Queremos leer a cada pluma consignada, leerlo todo en el acto. Además, Niño de Guzmán siembra datos, no solo literarios, de sus autores favoritos, entonces la bomba Molotov se convierte en una tóxica telaraña invisible de referencias bibliográficas que encuentran cobijo en nuestra memoria lectora.

Por ejemplo: “Onetti: historia de un viejo lobo” debe ser uno de los más crudos retratos que haya leído sobre el hacedor de La vida breve. Como bien tenemos que saber, Hemingway es el autor insignia de Niño de Guzmán, pero también lo es Onetti, cuyo hastío existencial recorre todas las páginas de su celebrado primer libro. En más de un pasaje, nuestro voraz lector brinda un tributo abierto al uruguayo, identificándose con él, pero se trata de un tributo ejercido desde el trauma, el mal recuerdo, una especie de castigo por haberse acercado a su obra a edad temprana; es que, según él, para leer a Onetti se necesita algo más que curiosidad, algo que hoy en día superficialmente llamamos “experiencia de vida”.

Esto es lo que dice luego de releer a Onetti para escribir su artículo: “Su relectura me ha llenado de melancolía, de pesadillas, de malos recuerdos… Nostalgia del fango, suelen llamarla… La sentí aquella noche aciaga que asistí a la inmolación de un amigo con una mujerzuela en un night club de mala muerte, luego de la boda de la mujer de la cual estaba enamorado, cuando en realidad era yo quien aspiraba a ese acto de expiación. La sentí también esa otra madrugada en que quise ahogar una pasión desatinada entrando al mar en plena oscuridad, buscando la corriente que me arrastrara consigo. Como sin duda la sentí aquella vez que fui en pos del fin en mitad de un túnel, luego de dos meses de languidecer en una cama sin posibilidad alguna de levantarme”.

La lectura acuciosa y pasional es también una labor detectivesca. El verdadero lector es un detective. Y lo que tiene que descubrir no es un desenlace, menos la costura narrativa, ni hablar de la biografía del estilo. Lo que halla y descifra un detective como Niño de Guzmán son esos instantes de revelación que nos reconcilian con la vida, instantes de revelación de la representación del teatro de la realidad y que aparecen ante nuestros ojos como maravillosos e imperecederos relámpagos sobre el agua.

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