martes, octubre 08, 2013

El ruido y la furia


Releía algunos párrafos de una novela que es toda una obra maestra, El plantador de tabaco de John Barth. La releía por la excelente traducción de Eduardo Lago y por la bonita edición de Sexto Piso. Esa era mi idea, picarla mientras llegaba a Lima.
Iba del lado de la ventana, en el asiento del medio mi cuaderno Loro y La leona loca (como llamo a mi Laptop), y en el del corredor quizá una poeta trujillana. Poeta trujillana hacedora de algunos poemas más que apreciables, a la que casi saludo para preguntarle si efectivamente era la poeta trujillana hacedora de algunos poemas más que apreciables y si era verdad lo que dijo de un artículo que escribí sobre un festival internacional de poesía.
Me hacía bien lo que estaba releyendo, me salteaba centenares de páginas, iba al final, regresaba al principio, hurgaba en el centro; me retroalimentaba de una lectura que en su momento me ofreció mucho y que la relectura del presente no solo confirmaba lo mucho que me dio, sino que también reforzaba mis conceptos sobre lo que debe ser una narración metaficcional. Es que con Barth, aparte de disfrutar, sigues aprendiendo. El plantador de tabaco es una novela que necesita de la paciencia del lector, es como para saborearla de a pocos, pensarla en su costura narrativa y así tu sonrisa se justifique, porque se trata de una novela que arranca sonrisas, pero sonrisas malévolas que solo depara una poética festivamente satánica.
Sin embargo, algo pasó. Un suceso que no se lo deseo ni a mis fieles enemigos literarios, de esos que me ven hasta en la rodaja de limón del chilcano, en la canela del queso helado, en la rayita de cocaína de los miércoles en la tarde y en la chapita de la cerveza.
*
Lentamente, un alambre ingresaba en mis orejas, raspando las capas de piel del interior. Era una punzada que no se venía con fintas. Punzada que en cuestión de segundos la sentí en el mismo centro de mi cabeza, acicateada por un disparador de clavos que obligó a que me tapara las orejas lo más fuerte que podía. Miré la hora en el cel y faltaban exactamente 40 minutos de vuelo para llegar a lima. La supuesta poeta trujillana hacedora de algunos poemas más que apreciables leía absorta una entrevista de Alan Pauls a Leila Guerriero, entrevista publicada en la última edición de la Revista In de LAN. Miré alrededor y los demás pasajeros seguían también en lo suyo, cabeceando, escuchando música en audífonos, mirando por la ventana, masticando galletitas de vainilla.
Respiré hondo y me dije que el dolor, que nunca antes lo había experimentado, iba a pasar. Pensé en la sobrepresión, no sería ni la primera ni la última persona que lo sufriría, con mayor razón si regresas de una ciudad de altura, aunque de ciudades de más altura he regresado y como si las huevas. Llamé a una aeromoza y le dije lo que me estaba pasando y ella no demoró en traerme una aspirina y un vasito de plástico con agua. No era el único pasajero con esos síntomas, había tres más en la misma situación que yo, pero que a diferencia de mí, ellos eran de la quinta edad. Tomé la bendita aspirina pero el único efecto que causó fue que atrapada en medio de la garganta. La volví a llamar y me trajo otra aspira y otro vasito de plástico con agua y recién pude sentir las dos aspirinas donde tenían que estar. Ahora sí me sentiré algo mejor, me dije, pero el efecto calmante nunca hizo efecto. En ese plan estuve el resto del viaje, cerrando los ojos, cambiando de postura cada medio minuto, pensando en cualquier cosa que me distrajera del dolor y la mala influencia, pensaba en gigantescas olas a lo Christopher Reeve en En el pueblo de los malditos.
Deseaba llegar a Lima cuanto antes. Miraba a cada momento la hora en el celular, lo que acrecentaba mis ansias, ansias que reforzaban emocionalmente todavía más el dolor. No tenía ánimos para nada. Solo había en mí fuerzas para largarme de una buena vez de ese avión. Y fui uno de los últimos en hacerlo. Retiré mi mochila del compartimento y acomodé dentro de ella a La leona loca y a John Barth.
“Qué haya tenido un buen viaje”, me dijo un aeromozo.
“Sí, HuevóNN”.
Caminaba despacio por las mangas, respirando hondo. El dolor seguía, pero la intensidad del mismo ahora era otra. Las cosas se ponen mejor, pensé. Sin embargo, fue inútil cantar victoria antes de tiempo, ya que mientras esperaba recoger mi maleta, la más ubicable entre todas que circulaban ante mí, gracias a su color celeste, la punzada metálica volvía con fuerza pausada. ¿Tantas maldades he cometido en mi vida como para que me esté pasando esto?, me preguntaba mientras veía la llegada de la maleta celeste. Cuando me inclino para recogerla, con la mano derecha, una espesa gota de sangre cae de mi oreja, en realidad la primera gota de sangre, estrellándose entre mi mano y el mango de la maleta. A ella le siguieron diez gotas más. Chucha. Cambié de mano, pues con la izquierda, hecho que hizo que tres gotas de sangre mancharan mi casaca negra. Ahora sí. Estoy cagado. El dolor que me acompañó en el vuelo, que juraba debido a la sobrepresión, volvió a posesionarse de mi cabeza.
Cerca de 60 personas hablando a mi alrededor y solo percibía ruido, como si estuvieran gritando al ritmo de prolongados zumbidos. Este contexto reforzaba mi visión trágica de la vida, pero a diferencia de antes, este postulaba para “La experiencia más jodida”. Me tomé las cosas con la mayor calma posible. Me dolía como nunca la cabeza, al más mínimo esfuerzo físico, como arrastrar la maleta y cargar la mochila, me debilitaba. Entonces opté por guerrear y llamé a la única persona capaz de venir a recogerme. Pero la llamada fue infructuosa, ya no tenía saldo para hacer una llamada. Horas antes, entre las muchas cosas que pensaba en Arequipa, barajé la opción de cargar el celular, pero no lo hice, no le hice caso a esa voz que una vez más me advertía. Era como un león perdido en rabia e impotencia, un león al que varios policías y agentes de seguridad empezaron a seguir desde lejos. Claro que me daba cuenta de ello y lo mejor que me podía pasar era que uno de ellos se me acerque y pregunte lo que sea, que me pida el DNI y quede atónito ante los chorros de sangre que empezarían a salir de mis orejas ni bien moviera la cabeza.
Acomodé mis cosas en un asiento que acababa de quedar libre. Volví a intentar con la llamada, pero era inútil, ni siquiera una llamada falsa. Esperé en vano a que alguien me llame. Pero quedé sin posibilidad alguna al darme cuenta de que hacía no mucho acababa de cambiar de número y compañía de celular. No podía alejarme demasiado. Si tan solo el dolor no fuera tan fuerte, creía, podría llegar como si las huevas a la puerta de salida. Me ayudaría con uno de los carritos de equipaje pero deseché esa idea.
Lo que sí podía hacer era salir a fumar, por las gigantescas ventanas cuidaría de mi mochila y maleta. Eso es lo que hice. Salí a fumar, a ver si las volutas de humo me calmaban en algo. Con el pañuelo me limpié las orejas, un pañuelo plomo que ahora parecía uno manchado de vino tinto. Hacía frío y corría viento y a más de un taxista estuve a nada de mandarlo a la mierda. Cuando se suponía que prendería el segundo cigarro, recibo una llamada de mi casa, la llamada salvadora de Shalom, mi padre, quien me preguntaba si estaba bien, puesto que antes de partir le había dicho que estaría en casa a las 9 y 30 a más tardar. Le conté lo que me pasaba, que el dolor en la cabeza era tan intenso que ni siquiera podía cargar las maletas. Me pidió que esperara y que permaneciera sentado, él me llamaría ni bien llegara al aeropuerto. Regresé donde mis cosas y esperé. Intenté distraerme, pero no podía. Tenía a la mano los audífonos, mas no tenía ganas de escuchar música, solo concentré mi mirada en un punto fijo y me dediqué a esperar a mi padre, que al encontrarme era cerca de las 11 de la noche. Me ayudó a cargar mis cosas, y como todo padre inteligente, había pasado antes por una farmacia en donde compró potentes antiinflamatorios, cuyo efecto inmediato fue como el de un somnífero.
Al día siguiente en la mañana fui a Emergencias de la clínica de mi abuela y, como se supone, me atendió un otorrinolaringólogo. Luego de casi una hora de chequeos, me dijeron lo que suponía, que mis tímpanos estaban demasiado dañados, que lo de la noche anterior solo había sido un desenlace anunciado y que la sobrepresión del vuelo no hizo más que acelerar ese desenlace. “Te pudo pasar en otro lugar, en el taxi, en el trabajo, en la calle, en tu casa. Tienes que cuidar de ahora en adelante tus oídos”.
Pese a que aún me persigue el dolor de cabeza, aunque no con la intensidad de hace un par de días, puedo hacer mi vida como siempre, pero hago las cosas con un carácter irritado y con poca tolerancia contra las estupideces de los demás. Solo me queda esperar a que esta semana pase y empezar la siguiente la curación real. Como muy bien lo señaló Hemingway en El viejo y el mar, y aunque suene a trabajada frase de autoayuda: “un hombre puede ser destruido, mas no derrotado”.

6 Comentarios:

Anonymous Ramon dijo...

Hola, que situación mas complicada te toco vivir pero lo importante es que ya estas mejor. Espero te recuperes pronto y nos sigas culturizando/divirtiendo con tus textos. Saludos.

10:36 p.m.  
Anonymous Anónimo dijo...

Hola Gabriel, man, recuperese y escriba como siempre.

Luis Moreno

9:10 a.m.  
Anonymous Anónimo dijo...

¿número de cuenta para depositar dinero?

10:58 a.m.  
Blogger Gabriel Ruiz-Ortega dijo...

66666 6666 6666

gracias

12:44 p.m.  
Anonymous Anónimo dijo...

No sé si es verdad pero de acuerdo a ciertos datos hace tiempo aprendidos, esa sangre que te asustó, en verdad te salvó la vida al derramarse. Si se hubiera quedado dentro de ti posiblemente hubieras conocido la más real fortaleza de la soledad, esa que algún día todos conocemos.

6:57 p.m.  
Anonymous Anónimo dijo...

la maldición de chibolin: tú sordo y él enano. Circo freak.

11:53 a.m.  

Publicar un comentario

Suscribirse a Comentarios de la entrada [Atom]

<< Página Principal