Relato de un naufragio
Prender un Pall Mall rojo en Larco.
Fumarlo despacio mientras piensas, luchando contra la ansiedad, en qué libros
vas a comprar. Tu experiencia de lector te dice que el mejor día para comprar
libros en una feria del libro es precisamente el primero. Pobre del que piense
que es el último: en ese último día solo se remata el hueso, lo que nadie
quiere tener en su almacén. Tu experiencia es la mejor garantía, y no importa
la decepción de la última Feria Internacional del Libro, en cuyo primer día
terminaste con un alfajor y Coca cola en las manos, luego de dos recorridos
exhaustivos por todos los stands. Ahora las cosas serán diferentes. La Feria
Ricardo Palma tiene tradición, y a la tradición la respetas. Además, tu memoria
lectora te dice que los mejores libros de tu vida los compraste en esta feria.
No interesa que ahora haya cambiado de locación. La tradición no es lugar, sino
espíritu.
Cruzas la pista. El Pall Mall
consumiéndose entre tus dedos. Lo que ves, una buena señal: la realidad es
mejor de lo que imaginabas. Te gusta, y te gusta más porque estás en la hora del
crepúsculo, en ese instante naranja y turquesa perdiéndose en el Pacífico. Te
sientes bien, imposible negarlo. Llamas a algunos amigos, que te dicen que en
las próximas horas estarán por la feria. No es para pensar mucho: el Parque
Salazar es uno de los puntos referenciales de la ciudad, allí puedes quedar con
quien sea.
Empiezas a recorrer la feria. Caminas
lentamente, vas a los stands en los que siempre has comprado los libros que no
pensabas comprar, porque si algo mágico tiene esta feria es que puedes decir
que son los libros los que te encuentran, que te pasan la voz. Es que si
comparas, esta feria exuda un involuntario carácter humanista, digamos
libresco, de talle a destacar ante la gran gama de títulos comerciales que
sueles ver en las ediciones de la FIL. Por eso te sientes a gusto en la feria
Ricardo Palma. Nunca te ha decepcionado, y bajo esa idea la recorres, esperando
sin esperar, notando la limpieza y el orden que no has visto en años
anteriores. Y aunque los stands tienen el mismo tamaño, ahora ya no caminas a
paso de procesión. Incluso puedes detenerte y contemplar la estupenda vista del
mar.
Hasta el momento no te has parado a
observar los stands, pero lo harás en los próximos segundos, en los siguientes
días; al final de esta primera travesía te quedas con la sensación de que
hubiese sido ideal quedarte con la primera impresión, esa impresión en aroma a
tabaco segundos antes de pisar el Parque Salazar. Es que la desazón no puede
ser tan aplastante, pero lo es, y no vas a perder el tiempo buscando a un solo
responsable, porque los hacedores de esta desgracia con vista al mar no son
solo las cuasi eternas cabezas de La Cámara Peruana del Libro, que una vez más
te demuestran que son muy duchos para los negocios, pero no muy versados en
gestionar la programación de una feria del libro (por decir lo menos, escalofriante).
Tanta incapacidad supera tus deseos de buena onda, pero no debería sorprender,
te dices, conocemos de los pocos recursos logísticos de la CPL, que vendría a
ser el equivalente cultural de La Federación Peruana de Fútbol. Sus cabezas
ostentan una nula disposición para el diálogo, no pueden generar recursos para
traer muchos escritores internacionales de reconocida valía literaria. Tampoco
pido tomarme un cafecito con Paul Auster en La Bomboniere, o unas costillitas
con Enrique Vila-Matas en el Tony Roma´s.
Tú lo sabes, podemos tener buenas plumas
latinoamericanas al alcance de la mano. Pueden venir siempre y cuando se les
presente una propuesta seria, tampoco desmerezcas al buen narrador Pablo de
Santis, pero el argentino ya es nuestro caserito, que por ser caserito ya no
despierta el interés ni de los llamados lectores duros, que son el alma, la
tradición de esta feria. La programación es el ejemplo irrefutable de los amos
y señores de la CPL, porque basta con echarle una ligera mirada para barajar la
sospecha razonable de que no les interesa ofrecer al público algo relativamente
llamativo. Hasta tendrías la impresión de que se hizo por hacer, por rellenar.
A pesar de ello, te armas de fe. No
puedes ser tan crítico y decides volver otro día, pero ahora con Gianella, tu
sobrina y potencial lectora a la que quieres acostumbrar a recorrer ferias. Si
la feria no tiene lo que buscas, a lo mejor sí para ella. Total, aún pervive en
tu mente esas tardes en las que ibas con tu padre en busca de novelas de aventuras.
En el camino saludas a algunos editores y escritores, y te detienes sin querer
en algunos stands, como el de Estruendomudo, en el que busco los primeros
libros de la colección “Cuadernos esenciales”, pero no los encuentras, pero no
los encuentras; lo que sí encuentras al voltear es a tu sobrina cogiendo el
mamarracho Yo puedo, sé que puedo de
Alejandra Baigorria. El mohín de Gianellita lo dice todo. Y te sientes bien,
muy bien, porque a cualquier edad se puede detectar el mal gusto. Pero te
cuesta comprender cómo una editorial que nació con un discurso literario haya
ensuciado su catálogo con colecciones que sin más albergan esperpentos como
estos. ¿Qué hay que tener en la cabeza para editar 5000 ejemplares de
Baigorria? Pues aserrín y no más de 30 libros leídos en la vida. Pero no,
deseas que al libro de la Baigorria le vaya bien, que le depare a la editorial
las suficientes maracas, cosa que Alvarito Lasso se pone al día con los autores
a los que a la fecha no les paga.
A Gianellita se le antoja un heladito y
compras un heladito, y como eres masoquista, vuelves a ver la programación.
Solo te queda sonreír, ya no vale la pena quejarse, hay que tomarse las cosas
deportivamente. Si la Baigorria publica, entonces celebremos la aparición de Ni puta ni santa de Mónica Cabrejos,
gracias a San Marcos, editorial que no es esclava de ningún discurso, porque a
este sello solo le interesa el factor comercial. Por eso imprimieron 3000
ejemplares, para así llenar las arcas y seguir publicando libros de derecho,
antropología, colecciones infantiles y, de cuando en cuando, algo de
literatura.
Sin embargo, no vale la pena que te
mates pidiendo lo imposible, la oferta editorial va en onda con lo que ves en
los mismos stands. No hay nada que llame tu atención, y esto es lo que te
fastidia más, porque en la Ricardo Palma sí podías esperar ese toque mágico del
título que llevabas buscando durante mucho tiempo y que aparecía ante ti como
un rayo verde que justificaba tu existencia lectora. Pero ya no hagas hígado,
dices al toparte con no pocos vendedores de libros que no pueden recomendarte
ni explicarte un libro, vendedores de libros a los que no les interesa forjarse
un espíritu librero. La CPL, la oferta editorial de los pequeños y grandes
sellos, y los mismos stands que exhiben una atroz despreocupación por traer
buenas cosas, todo está de cabeza.
Publicado en la edición 36 de la revista
Velaverde.
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