domingo, octubre 26, 2014

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Por alguna extraña razón, hoy en día los libros de Henry Miller ya no llaman la atención. Es más, hasta tengo sospechas razonables de que entre el minúsculo círculo que le venera, resulta un autor mencionado antes que leído. Más de un seguidor se muestra demasiado entusiasmado con su vida. En realidad, quién no se sentiría entusiasmado con su vida, siempre y cuando no seas tú el que las pases putas. 
En lo que a mí respecta, Miller continúa siendo un autor extraordinario, de otro lote. Así no pocos digan que en sus más de cincuenta libros no haya hecho otra cosa que no sea hablar de sí mismo. Tampoco hay que ser un conocedor, un capo en narratología, para saber que le hacía ascos a las estructuras narrativas. Lo suyo era sencillo: escribir sin plan previo. La carencia de andamiaje narrativo iba en relación con el devenir de su sufrimiento y depresión, patentizados en torrentes verbales, importándole (absolutamente) nada las contradicciones que podía cometer mientras narraba.
Más de uno se equivoca con Miller: Miller jamás escribió novelas, Miller escribió libros confesionales. 
Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, Miller es invitado por su amigo el escritor inglés Lawrence Durrell a pasar una temporada en Grecia. Para ese entonces el norteamericano tenía la fama de ser un autor de temática sucia y obscena, gracias a Trópico de cáncer, Trópico de capricornio y Primavera negra. 
No la pasaba nada bien y en más de una ocasión había intentado suicidarse. La invitación de Durrell llegó en el momento preciso, cuando lo único que deseaba Miller era escapar, fugarse del mundo, destruirse a sí mismo. Pues bien, si no fuera por su paso por Grecia, precisamente en la isla Corfú, jamás hubiera escrito su mejor libro: El coloso de Marusi. 
“De no haber sido por una muchacha llamada Betty Ryan que vivía en la misma casa que yo en París, nunca hubiera ido a Grecia.”, dice el escritor al comienzo, pautando de esta manera el tono sosegado en cada una de las páginas, privilegiando las descripciones de los paisajes que los amigos narradores recorren por el Peloponeso. Miller encuentra la felicidad, pero esta no le es duradera. Ante tanta paz y sol, no deja de preguntarse y reflexionar sobre si es conveniente que regrese o no a su país: “Les pregunté si habían oído hablar de los millones de personas que estaban sin trabajo en América. No me hicieron caso. Les pregunté si se daban cuenta de los vacíos, desasosegados y miserables que eran los americanos con todas sus máquinas productoras de lujo y comodidades. Mi sarcasmo no les hizo mella. Lo que deseaban era éxito: dinero, poder, la Luna a ser posible. Ninguno quería volver a su país…” 
El sexo, las noches interminables y los devaneos oníricos en pos de la perdición, tan caros en su poética, son desplazados en este título por infinitas conversas sobre libros, música e historia griega. Miller protege su alma con ayuda de un sol calcinante que bordea los cuarenta grados, esperando sin esperar los crepúsculos turquesas y naranjas, bebiendo lentamente una botella de estimable vino para luego bañarse desnudo en las tibias aguas del Mediterráneo. Así es, somos testigos de un Miller distinto, reconciliado. Un Miller en estado de gracia, estado de gracia que no duda en plasmar en su prosa, esa prosa cadenciosa que describe y que hace de El coloso de Marusi su obra mayor, una gran puerta de entrada para quienes aún no lo leen y toda una invitación para los que ya la han frecuentado. El coloso… no es en absoluto poca cosa, puesto que ni en sus años de mayor reconocimiento literario, ni en los que estuvo alejado de la pobreza extrema, llegó a escribir otro libro que se le pueda igualar.

1 Comentarios:

Anonymous Iván dijo...

He leído casi todos sus libros y bueno El Coloso de Marusi es muy bello, pero su mejor libro es Trópico de Cáncer, sin ninguna duda.

9:20 p.m.  

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