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Ayer en la tarde, mientras caminaba para
despejarme, caí en la cuenta de que no había pensado en absoluto en Cortázar,
que más de uno lo recuerda y celebra en estos días. Obvio, lo que digo suena a
lugar común, el narrador argentino se ha convertido en un icono cultural, en
una suerte de mentor para más de una generación de lectores, escritores y
lectoescritores. En lo personal, no pierdo mucho si no hablo de Cortázar, más
bien, me resulta desapercibido en estos días. Pues ese es el mejor homenaje que
le puedo hacer a Cortázar, que pase desapercibido en mi día a día, o sea, el no
recuerdo como el mejor y más honesto de los homenajes, al menos el que más
sentido tiene para mí.
Si algo bueno trajo toda esta serie de
artículos y ensayos sobre Cortázar, en una especie de magia revelada, fue que
lo sintiera cerca en lo que realmente me importa, ya que sin percatarme me he
percatado de que lo sigo leyendo con la misma fruición adolescente y juvenil.
Basta revisar la torre de libros que releo y ubicar tres títulos suyos entre
ellos. Títulos que no leo íntegramente, pero que sí pico con voracidad,
voracidad similar al derecho natural por el sexo, la comida y el rock.
Por otra parte, me cuesta entender esa
moda, por llamarla de algún modo, que amenaza en convertirse en tendencia, que
cataloga su obra solo para lectores jóvenes y escritores iniciáticos. Respiro
hondo para no ser preso de la cólera que me genera esa moda, que ojalá fuera
llevada por lectores poseros, de esos que a las justas han leído treinta libros
en la vida, pero no, la escucho en lectores cuajados, exigentes, como si la
poética de Cortázar no sintonizara con sus exigencias de lector.
Se aprende a leer y se aprende a
escribir leyendo a los grandes, entonces, ¿en qué se justifica ese coto con el
que se pretende minimizar su literatura? Muchos de los que lo minimizan no se
percatan de que son los escritores que son, de que son los lectores que son,
gracias a Cortázar. Además, soy de la idea de que hay que matar a los padres
literarios, es pues una ley natural, la única para forjar y cimentar aquello
que conocemos como originalidad, pero hay que matarlos bien, pues, con respeto
y gratitud, sin enlodarse de la ramplonería del efectismo.
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