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Salí de la librería. Estaba cansado,
pero recordé que me faltaba hacer algo esencial: comprar las suficientes latas
de Cusqueña para el fin de semana, puesto que se viene la Ley seca y lo que
menos me gusta es la sensación de vacío al ver que no hay cervezas en la
refrigeradora.
Entonces camino a la tienda más surtida
de Quilca, en donde compraré las latas de Cusqueña, algo que también puedo
hacer en las tiendas de mi barrio, pero no, últimamente saco provecho de los
lugares y personas que en unas semanas ya no podré. Cuando estás por alejarte
de un lugar al que estás acostumbrado, y te das cuenta de ese alejamiento,
siempre y cuando seas alguien sensible y no veas las cosas pasar por pasar,
eres llevado a una especie de despedida interior que te hace ver en otra
dimensión lo que hasta hace no mucho resultaba superfluo.
Ingreso a la tienda. No hay mucha gente
y busco la mirada de Miluska, una chica de no más de 25 años, bajita y delgada,
de ojos negros y cabello también negro. De ella me llama la atención, en
realidad siempre me ha llamado la atención, el brillo de su frente. Aparte de
la dueña de la tienda, ella es la única en un ambiente de trabajo signado por
la masculinidad.
El brillo de su frente es pues el reflejo
de horas intensas de trabajo. Algunas veces me he dado cuenta de que trabaja de
más y más de una vez le he inventado una biografía que esté a su altura,
biografía que me hacía pensar en una próxima concreción literaria. Percibo que
Miluska es de armas tomar y le agradezco que siempre me haya atendido con una
sonrisa, pero más que una sonrisa, es la intensidad de su mirada lo que hacía
que me sienta no solo bien atendido, también importante para ella.
Espero a que se desocupe y la espero
viendo hacia calle, viendo a una mujer de estatura mediana (aunque alta para
Lima) que baja de su camioneta blanca, mujer de 40 y pico que hace gala de una
fisonomía que no pasa desapercibida para los hormonales que a esas horas
empiezan a vivir su malditismo creativo y literario, al menos hasta que
encuentren trabajo. Se quedan callados al comienzo pero no pueden seguir así,
entonces se manifiestan en su limitación verbal, pero la mujer no se hace
problemas, porque no es que no le guste ser apreciada, su sonrisa y caminar la
revelan como una diva que disfruta que la contemplen y alaben, sin importar la
bajeza de sus adoradores.
No lo niego, tiene buen cuerpo. Encima,
resalta la fuerza de los músculos de sus pantorrillas, muslos y glúteos en un
apretado pantalón blanco. Por un momento se dirige hacia mí y la miro a los
ojos, y efectivamente, se dirige hacia mí para preguntarme la hora. Le digo la
hora. Y me hago a un lado, porque sin duda anda más apurada que yo, pero su
apuro es similar al mío, puesto que ella compra cinco botellas de vino, también
queso, jamón y piqueos. Los hormonales la contemplan y ella eleva la
contemplación depositando el peso de su cuerpazo en su pierna derecha.
La mujer se va y con ella todos los
clientes de la tienda. Solo quedan sus empleados y yo. Miro a Miluska y le pido
un Six Pack Cusqueña, pero uno es insuficiente, así es que pido dos más.
Acomoda mis cervezas en una bolsa blanca, pago y ella me da mi vuelto. Me
despido con un “hasta la próxima” y deseo que esa “hasta la próxima” sea muy
pronto, sin duda.
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