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Me encontraba sorbiendo un café, no del
todo bueno, cuando recibo los ejemplares de una novela de Julio Ramón Ribeyro, Crónica de San Gabriel, a cuenta del nuevo
sello Peso Pluma, que dirige la incansable Paloma Reaño. Como bien sabemos, se
trata de la primera novela de uno de los más grandes cuentistas latinoamericanos.
Aunque no niego que hablar de Ribeyro como cuentista me deja algo extraño,
porque a la fecha me cuesta verlo solo como tal, porque así como fue un grande
en el cuento, también lo fue en el registro del diario, por ejemplo.
Lo primero que hice fue leer el prólogo.
Al respecto, Marco García Falcón, la
noche que tuvimos el conversatorio sobre su novela Un olvidado asombro en una librería local, me comentó que
escribiría el prólogo para la reedición de esta novela de Ribeyro, cosa que le
ponía muy contento.
Leí el prólogo, y lo volví a leer.
Amistad de lado, debo decir una vez más
que García Falcón no solo es la prosa de su generación, sino también la más
sólida de la narrativa peruana contemporánea.
Este prólogo, ubicado en la tradición de
los retazos, nos brinda las suficientes luces que hacen aún más adictiva la
poética de Ribeyro. En no más de cinco páginas percibimos la huella de la
inteligencia literaria, alejada de la pedantería, que cumple su propósito de acercarnos
a un autor en extremo clave, sin importar si ya lo has leído. Obviamente, los
grandes generan epifanía sin necesidad de ayuda y este prólogo no es una ayuda,
es más bien médula de esta publicación.
Los grandes escritores generan dos tipos
de hijos literarios: los que imitan y los que se desmarcan de la influencia.
Los que imitan, se deduce, son los limitados, aquellos que no van más allá de
la sombra de la influencia, no son capaces de independizarse y cuyo destino es
la caricatura. En cambio, los que se desmarcan son los que han recibido la
influencia, sometiéndola a un proceso en el que se macera la voz, el estilo, el
nervio, la mirada y la inteligencia. Se alejan de la sombra del árbol mayor
para construir su propia sombra y sus propios hijos literarios sin
proponérselo. Muestra de este desmarque lo vemos en este excelente y sabio
prólogo que nos entrega García Falcón.
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