domingo, noviembre 16, 2014

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Ayer sábado, en un alto al ajetreo ferial, me puse a mirar el mar y prendí un cigarrito. Observaba sin observar el mar. Tenía en mis manos un par de libros, uno que siempre me acompaña en días feriales, que lo puedo leer en desorden y que a la fecha me resulta inagotable, Dietario voluble de Vila-Matas. El otro, que prefiero no mencionar, por el momento, hizo que soltara una carcajada ni bien terminara su primer párrafo.
Estaba sentado, despreocupado, untándome bloqueador.
Se supone que no pasaría mucho tiempo para volver al stand de Selecta, pero tuve una inesperada conversa con una niña de no más de siete años. Ella había venido con su mamá, que se encontraba revisando un par de poemarios de la colección El manantial oculto.
La niña me miraba. Yo la miraba. La niña miraba mi rostro pero también el brazo derecho, sus ojos estaban fijos en mi codo.
Le sonrío. Me devuelve la sonrisa.
Ella no demora en señalarme el codo.
Pensé un par de segundos antes de hacerlo, pero al final me animé, sabiendo de la inminente sorpresa que se dibujaría en su carita. Cogí el borde del polo y me lo subí.
La niña pudo ver las cicatrices de mi codo y parte del brazo.
La niña abrió los ojos. Los abrió más. Su boca abierta. Nunca había visto tanto horror.
Le dije que tenga cuidado con los gatos, puesto que los gatos pueden ser nuestros cómplices, pero también son peligrosos cuando los fastidiamos en su estado “alterado”. Le pregunté si tenía gatos y ella asintió. “Por eso, ten cuidado con los gatos”.
Me levanté y me acerqué donde su madre y le hice la boleta de los dos libros de El manantial oculto que compró.
Madre e hijita se fueron.
Hace años, muchos años, llegó a mi casa Nesho, un gatito blanco con manchas negras.
Aunque en un principio no lo quise, Nesho se convirtió en mi mejor amigo. He leído mucho y escrito mucho con él a mi lado. Obviamente, no será en este post en que escriba su historia, porque Nesho tiene su historia.
Un año antes de que Nesho nos dejara, Nesho me atacó y él es responsable de las cicatrices que tengo en mi codo derecho, que para algunos son el testimonio de una reyerta juvenil.
Nesho era un Don Juan, las gatas lo buscaban, solo a él entre todos los gatos del barrio. Cierta noche, madrugada mejor dicho, me disponía a dormir. Nesho no estaba en casa y no quería levantarme para abrirle la puerta horas después. Entonces salí a buscarlo al parque. Cuando lo vi me acerqué y muy cerca de él una gata en celo lo llamaba con jadeos. Nesho se acercaba despacio, pensé en dejarlo en su faena, en su salvaje estado alterado, pero no quería interrumpir mi sueño al tener que abrirle la puerta horas después, con mayor razón con lo mucho que me cuesta dormir.
Lo cogí del cuello y lo llevé a la casa. Mientras lo cargaba, su cuerpo temblaba, como si se estuviera electrocutando.
Cerré la puerta y caminaba a mi habitación.
Nesho se prendió de mi brazo, dejándolo ensangrentado.
Hice lo que tuve que hacer: curarme lo mejor que podía. Lavé la herida, la desinfecté y vendé mi codo.
No me hice problemas. La culpa había sido mía, por idiota, sin duda.
Me acosté.
Al levantarme, Nesho estaba durmiendo en el felpudo y me reclamó su desayuno.
Nada había cambiado.

1 Comentarios:

Anonymous Anónimo dijo...

Miércoles Gabriel que tal cicatríz debe ser esa xd.

1:38 p.m.  

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