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Día de sol, de sol que espero desaparezca
pronto y así evitar la sensación húmeda y salvaje del verano que hemos tenido.
Realizo mis cosas habituales, como beber
agua mineral sin gas segundos después de abrir la librería. Además, me percato
de que algo en mí que no anda bien, una incomodidad profunda que me lleva a
recapitular lo que debí hacer y, obvio, no hice en estos días.
El martes último, el 21, no solo fue un
día agitado, que me dejó con un fuerte dolor de cabeza, con una tembladera en
todo el cuerpo que no sabía cómo controlar, tembladera que no estaba
relacionada al consumo, ahora sí moderado, de tabaco, sino a una suerte de
presentimiento que no era malo, sino de plenitud que me justificaba en la vida.
No siempre soy presa de estas sensaciones, pero cuando sucede, no puedo dejar
de dar gracias por la buenaventura que ha signado mi vida, porque siempre me he
considerado privilegiado, y fui consciente de ese privilegio el martes, porque
a pesar de lo alborotado que fue ese día, había una sensación de reconciliación
conmigo mismo y de mí con el mundo.
En fin, el día sigue su curso y avanzo Patrimonio, la publicación de los
cuentos ganadores y finalistas de la última edición del Copé de Cuento. Si todo
sale como espero, en los próximos días publicaré una reseña del libro, aunque
para ello, buscaré el punto de equilibrio que me permita hacer una reseña
equilibrada en lo literario, que es lo que siempre hago, aunque a veces lo
extraliterario traiciona la supuesta objetividad.
Pero me doy cuenta de que no he traído
mi almuerzo y pienso en ir a almorzar al Queirolo y dar cuenta de un tallarín
verde con bisté apanado. Solo espero que el bar no se encuentre lleno, porque
lo que me gusta más es comer solo, o en todo caso, sin mucha gente, sin ruido
ajeno.
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