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Los días feriales pueden ser delirantes,
como el sábado pasado, puesto que se hizo difícil, e imposible por momentos,
caminar. Ni imaginar las colas que se formaban fuera del Parque Matamula. Una
de ellas, por ejemplo, llegaba hasta el final del mismo parque, amenazaba con
llegar hasta Canevaro.
Por un momento pensé que tendría que
dejar para después mis ganas de fumar. Tengo mis horas para envenenar mi
cuerpo, esa necesidad de nicotina que me exige el organismo, pero el tumulto no
me permitía abandonar el stand, así que me las arreglé para seguir recomendando
y discutiendo con los lectores.
Llegamos a un punto en que el asunto se
puso como una procesión. Fumar o querer hacerlo, era una locura. Lo que
interesaba era respirar. Felizmente, ese encapsulamiento no duró más de lo que
sospechaba.
Me pregunté a qué se debía esa avalancha
de público. Las respuestas y razones pueden ser distintas, siendo una de ellas
(la que abriga este servidor), quizá la más importante y que de hecho será
desestimada por no pocos escritores, conociendo su debilidad: no reconocer el
éxito del otro.
Si el sábado fue un día delirante, se
debió a la presentación del libro La
distancia que nos separa de Renato Cisneros. Bueno, decir esto no es
ninguna novedad, pero en las presentaciones que he visto sin ver de Cisneros,
esta última lo legitima literariamente. Conversaba al respecto con un crítico
literario local, lo hacíamos mientras veíamos a chicas y chicos corriendo rumbo
a la sala César Vallejo. La idea era que Cisneros bien podía jalar gente, pero
ahora el libro en cuestión sí podía exhibir aquello que llamamos nervio
literario. Mi amigo crítico ya había leído el libro y yo estaba por la mitad.
Su opinión era contundente, la mía entusiasta hasta donde pudiera serlo ya que
no había acabado de leerlo.
Después de unas horas, me crucé con
Pedro, un amigo, lector y músico. Pedro me dijo que estuvo en la presentación
de Cisneros y que también estuvo sentado al lado de Bryce. Era la primera vez que
asistía a una presentación de Cisneros, “ha escrito el libro desde el forro”,
decía y le creía. “¿Por qué no escribía así desde antes?”, me preguntó. No supe
qué responderle. Pero lo que sí le dije es que ahora sí podemos hablar, con
cierto fundamento, de un buen momento de la narrativa peruana, sin caer en
demagogias y en promociones de contrabando. Los buenos momentos se sustentan
con libros ambiciosos, que marquen una pauta, una tendencia, lo que sea. Este
de Cisneros, con el de Robles, bien nos permiten creer. Ojalá no nos caigamos.
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