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Me levanto temprano, con la idea de ver
una película que me saqué del sinsabor de la noche del domingo. Creo que lo
dije más de una vez, soy una persona de cábalas y cuando menos caso le hago a
estas, no me va bien. Cada vez que le he hecho caso a la voz interior, así sea
peligroso lo que esta me diga, me ha ido bien. Aunque siempre queda latente lo
que escuchas o lees por ahí, sea una opinión o una recomendación, que se cuela
en tu mente como un virus.
Quienes me leen, saben que me gusta
mucho el cine, además, no me considero un posero que solo ve cine
independiente, de autor y de tantas y variopintas nomenclaturas que puedan
aparecer. Me gusta pasarla bien, así de simple. Miro sin problemas una de
Godard como una que la viene rompiendo en la cartelera. Preparo mi sensibilidad
para estas experiencias y la verdad es que no pocas veces he salido muy
contento, sin importar si la película sea buena o mala.
Mi domingo fue algo ajetreado. Visité
algunas librerías y recogí a mi madre del aniversario de la iglesia a la que
asiste desde hace más de quince años. Llegamos a casa cansados y lo único que
deseé era ver una película que me desconecte del cansancio mental. En la
sección de estrenos había varias potenciales, entre las que se encontraba San Andreas o La falla de San Andrés. También tenía otros caminos, pero recordé
que en cierta ocasión un pata me habló tremendamente entusiasmado de la
película. Según él, había salido conmocionado del cine. En realidad, nunca
confío en sus opiniones, mucho menos en sus sugerencias, pero como suelo ser
benigno, quise darle una nueva oportunidad y de esta manera, ahora sí, pensar
que no es un salado. Es que todo le sale mal a este compadre.
Sin embargo, mi voz interior me decía
que me desperece y vuelva a la etapa muda de Hitchcock con The Lodger (1927), o El
enemigo de las rubias. Mi voz, esa voz que tantas satisfacciones me ha
deparado, fue traicionada por darle una oportunidad a estos 90 kilos de sal.
No dormí bien. La falla de San Andrés es una porquería. Si algo tiene de
interesante, es la actuación de Paul Giamatti y las presencias de dos mujeres a
las que deberíamos seguir sin importar en qué sonseras decidan participar, un
par de mujerones, para ser más justo: Carla Gugino y Alexandra Daddario.
La culpa era totalmente mía. No haberle
hecho caso a mi voz hizo que me despertara con dolor de cabeza, algo que solucioné
con café bien cargado, que ayudó a que pudiera contemplar el paisaje de mi
parque y que permitió ver la amistad ente mi perro y mi gato. Entonces vi la
película muda de Hitchcock. Solo así las cosas se pusieron en orden.
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