Dos mujeres, Donna Summer
¿Cómo llegué a Donna Summer?
Quizá se deba a los tonos de fines de semana, interminables, que organizaba mi tía Elizabeth (23 años) en su casa, en los inicios de los 80. Yo tenía 5 años, y como me llevaba bien con mis primos (medios hermanos de mi tía), pues intercambiábamos visitas destinadas a jugar, de viernes en la tarde hasta domingo en la mañana.
No lo niego, en esos años estaba templado de mi tía, así es que disfrutaba mis idas a su casa. Qué puros e inocentes son los sentimientos infantiles.
Desde el sábado en la tarde, Elizabeth y sus amigas preparaban el ambiente para lo que sería la juerga. Ya en la noche llegaba mucha gente, en parejas o grupo. Junto con mis primos nos ganábamos con el pase de los flirteos y agarres desde el segundo rellano de la casa. Y sentía mucha cólera cuando algún patita sacaba a mi joven tía a bailar (me ocurrían “cosas raras” en el organismo, justo en el centro de mi entonces metro cuarenta. Para no despertar sospechas de mis primos, me ponía a hablar de cualquier huevada o los animaba a reanudar las “guerritas”.
En esas fiestas no solo descubrí inocentemente lo que es la furia hormonal, la cual explotó a los once años. Descubrí también la música disco. Por alguna razón, los que llegaban a la juerga solo querían escuchar música disco. No salsa, no merengue.
Es así que se me pegaron los ritmos de las canciones de Gloria Gaynor, Village People, Blondie, Bee Gees y el de la mujer de mi vida, Donna Summer.
No fue difícil de que se me pegaran las canciones de la Summer, pese a ser un niño con ansias de descubrir la vida, jamás fui presa del mal gusto. La Summer exudaba magia con sus temas. Un día se lo comenté a Elizabeth, y ella no tardó en mostrarme un par de discos de vinilo: “The Wanderer” y “I´m a Raimbow”. Lo puso en el tocadisco y nos quedamos escuchando la canción (como en esos años aún no salían los CDs, cada tema en los vinilos venía precedido por el sonido más maravilloso que pueda existir: “la canchita” (shshshshshshshs, algo así), extraordinario).
Tiempo después, toda la familia de mi tía se fue a vivir al extranjero, y por ende me quedé sin fines de semana para jugar, … y lo que me dolió más: no vi más a mi tía, lo cual, impidió que le declarara mi sublime amor de niño (estuve a punto), e impidió también no saber nada más de la Summer, al menos no con la constancia que me hubiese gustado puesto que la escuchaba esporádicamente en las estaciones de radio de taxis y micros.
Pasaron los años, me dediqué a jugar a los Thundercats, a Mazinger Z; a ver Robotech, los Transformers, los Pitufos, etc. Y llegó la adolescencia, época en la que todas mis dudas de la existencia explotaron (algunas de ellas hasta ahora no terminan), y fue cuando cursaba el tercero de secundaria que tuve mi segundo encuentro con la Summer. Y al igual que con mi tía, el reencuentro con la Summer fue a través de una mujer: mi profesora de Historia Universal, María Luisa H. Todos estábamos templados de ella (incluyendo también los profesores). Era la mujer: alta, inteligente, bonita y tenía un cuerpazo.
María Luisa dejó huella en muchos. Por ejemplo, El Plumífero (quien también estudió en mi colegio, tres promociones antes de la mía) la inmortalizó bajo el nombre de María Luisa Calle en el cuento “Mi vida en Beatles” del broli “Manual para cazar plumíferos”. Mi profesora tenía la buena costumbre de explicar sus clases apelando a todos los medios razonables para captar la atención de sus alumnos, y vaya que lo hacía bien: apoyaba la grupa en el borde del escritorio, y con un ligero movimiento de pies (cuidando que la falda, ligeramente (a propósito) sobre la rodilla, no se corriera más de lo necesario) llegaba a buen equilibrio, cruzaba la piernas (carentes del abrigo de las pantis), las cuales recibían los tenues rayos solares que dejaban una impronta brillosa en la piel.
A fines de mi último año escolar, María Luisa, tan buena gente, nos dijo que no hagamos nada, siempre y cuando estemos “callados”, porque tenía que corregir exámenes y pasar notas finales. Estaba sentada, con los audífonos de discman en las orejitas, y atenta a los mensajes subliminales que más de uno le dejaba en las pruebas, los que obviamente tachaba con un grueso plumón rojo. Como me encontraba preocupado por las notas de otros cursos, y aprovechando que era mi tutora, me acerqué para preguntarle si sabía algo de mis notas de Química y Religión.
Ella se desprendió de los audífonos. Se tiró el cabello hacia atrás, un aroma de perfume de joven mujer soltera se estrelló en mi cara. Los audífonos yacían sobre las pruebas.
- ¿Me dijiste algo, Gabrielito?
(Tenía 16 años y todo el mundo me llamaba así.)
Le pregunté si sabía algo de ese par de cursos.
- A ver. En Química sacaste 16, salvaste el curso. En Religión sacaste 09.
Estaba a punto de regresar a mi carpeta cuando la música y las letras que salían despedidas de los audífonos me remontaron a las juergas de mi tía Elizabeth. Me quedé mirando los audífonos.
- Es Donna Summer.
Asentí. Le pregunté por la canción que sonaba.
- Es la mejor. “This Time I Know It`s For Real”.
Ella me entregó la caja del CD. Era el “Another Place And Time”. (Y me dijo después que se lo había regalado su novio, un aspirante a exorcista mucho mayor que ella.)
En esos años me había vuelto un fagocitador de música que no iba acorde con la onda febril de mis patas, y como empezaba a comprar música donde Javier ( pata a quien le debo enseñanzas rockeras impagables, cuyo puesto, junto a otros libreros y demás vendedores, estaba Quilca, entre Camaná y Belén), una mañana de sábado le pregunté por el “Another Place And Time”, él no demoró en ofrecerme todo un fecundo panorama de la música disco. Regresé a casa con dos cassettes: el de la Summer y el “Acto de magia” de Narcosis.
En estos años habré escuchado una que otra vez a la Summer, casi siempre en alguna discoteca o reunión de gentita cuarentona, pero como dije, la música de esta mujer irradia una sensorial magia imperecedera de ritmo y buen gusto, tan necesarios en las juergas de fin de semana de hoy en día. Y como soy un fervoroso creyente del azar, pues mi reencuentro con ella, en estas semanas, estuvo signado con el hecho de haberme topado, luego de muchos noviembres, con mi tía Elízabeth (cincuentona, pero regia) y mi tutora María Luisa H. (cuarentona, pero mamacita). Con la primera en una reunión familiar a la que fui obligado a ir bajo presión de mi padre, teniendo la idea de que solo me quedaría a lo mucho una hora, en la que conocí a una chica menor que yo (por solo seis años), que no tardó en presentarme a su padre, un gringo cincuentón que resultó ser el esposo de mi tía Elizabeth; con la segunda me topé en el óvalo Higuereta, me encontraba caminando por la Benavides soportando la inclemencia del puto sol cuando de lejos reconocí una silueta femenina que lidiaba con un cajero automático. ¿La razón de la cólera de esta mujer que de inmediato me remontó a mis clases de Historia Universal? Pues que su hijito, un chibolito de no más de seis años, había metido mal, como jugando, la tarjeta de crédito de su mamacita. La saludé, y como buen ex alumno la acompañé en todo el engorroso trámite de rigor, de paso que cuidaba las naturales inocencias de su hijo. Miré bien al chibolo, tenía los ojos de su mami, y se me dio por preguntarle cuántos hermanos tenía, me mostró cuatro dedos bañados en helado, que él era el menor…
Bueno, pues, les dejo con el video de la mejor canción de Donna Summer, “This Time I Know It´s For Real”.
Quizá se deba a los tonos de fines de semana, interminables, que organizaba mi tía Elizabeth (23 años) en su casa, en los inicios de los 80. Yo tenía 5 años, y como me llevaba bien con mis primos (medios hermanos de mi tía), pues intercambiábamos visitas destinadas a jugar, de viernes en la tarde hasta domingo en la mañana.
No lo niego, en esos años estaba templado de mi tía, así es que disfrutaba mis idas a su casa. Qué puros e inocentes son los sentimientos infantiles.
Desde el sábado en la tarde, Elizabeth y sus amigas preparaban el ambiente para lo que sería la juerga. Ya en la noche llegaba mucha gente, en parejas o grupo. Junto con mis primos nos ganábamos con el pase de los flirteos y agarres desde el segundo rellano de la casa. Y sentía mucha cólera cuando algún patita sacaba a mi joven tía a bailar (me ocurrían “cosas raras” en el organismo, justo en el centro de mi entonces metro cuarenta. Para no despertar sospechas de mis primos, me ponía a hablar de cualquier huevada o los animaba a reanudar las “guerritas”.
En esas fiestas no solo descubrí inocentemente lo que es la furia hormonal, la cual explotó a los once años. Descubrí también la música disco. Por alguna razón, los que llegaban a la juerga solo querían escuchar música disco. No salsa, no merengue.
Es así que se me pegaron los ritmos de las canciones de Gloria Gaynor, Village People, Blondie, Bee Gees y el de la mujer de mi vida, Donna Summer.
No fue difícil de que se me pegaran las canciones de la Summer, pese a ser un niño con ansias de descubrir la vida, jamás fui presa del mal gusto. La Summer exudaba magia con sus temas. Un día se lo comenté a Elizabeth, y ella no tardó en mostrarme un par de discos de vinilo: “The Wanderer” y “I´m a Raimbow”. Lo puso en el tocadisco y nos quedamos escuchando la canción (como en esos años aún no salían los CDs, cada tema en los vinilos venía precedido por el sonido más maravilloso que pueda existir: “la canchita” (shshshshshshshs, algo así), extraordinario).
Tiempo después, toda la familia de mi tía se fue a vivir al extranjero, y por ende me quedé sin fines de semana para jugar, … y lo que me dolió más: no vi más a mi tía, lo cual, impidió que le declarara mi sublime amor de niño (estuve a punto), e impidió también no saber nada más de la Summer, al menos no con la constancia que me hubiese gustado puesto que la escuchaba esporádicamente en las estaciones de radio de taxis y micros.
Pasaron los años, me dediqué a jugar a los Thundercats, a Mazinger Z; a ver Robotech, los Transformers, los Pitufos, etc. Y llegó la adolescencia, época en la que todas mis dudas de la existencia explotaron (algunas de ellas hasta ahora no terminan), y fue cuando cursaba el tercero de secundaria que tuve mi segundo encuentro con la Summer. Y al igual que con mi tía, el reencuentro con la Summer fue a través de una mujer: mi profesora de Historia Universal, María Luisa H. Todos estábamos templados de ella (incluyendo también los profesores). Era la mujer: alta, inteligente, bonita y tenía un cuerpazo.
María Luisa dejó huella en muchos. Por ejemplo, El Plumífero (quien también estudió en mi colegio, tres promociones antes de la mía) la inmortalizó bajo el nombre de María Luisa Calle en el cuento “Mi vida en Beatles” del broli “Manual para cazar plumíferos”. Mi profesora tenía la buena costumbre de explicar sus clases apelando a todos los medios razonables para captar la atención de sus alumnos, y vaya que lo hacía bien: apoyaba la grupa en el borde del escritorio, y con un ligero movimiento de pies (cuidando que la falda, ligeramente (a propósito) sobre la rodilla, no se corriera más de lo necesario) llegaba a buen equilibrio, cruzaba la piernas (carentes del abrigo de las pantis), las cuales recibían los tenues rayos solares que dejaban una impronta brillosa en la piel.
A fines de mi último año escolar, María Luisa, tan buena gente, nos dijo que no hagamos nada, siempre y cuando estemos “callados”, porque tenía que corregir exámenes y pasar notas finales. Estaba sentada, con los audífonos de discman en las orejitas, y atenta a los mensajes subliminales que más de uno le dejaba en las pruebas, los que obviamente tachaba con un grueso plumón rojo. Como me encontraba preocupado por las notas de otros cursos, y aprovechando que era mi tutora, me acerqué para preguntarle si sabía algo de mis notas de Química y Religión.
Ella se desprendió de los audífonos. Se tiró el cabello hacia atrás, un aroma de perfume de joven mujer soltera se estrelló en mi cara. Los audífonos yacían sobre las pruebas.
- ¿Me dijiste algo, Gabrielito?
(Tenía 16 años y todo el mundo me llamaba así.)
Le pregunté si sabía algo de ese par de cursos.
- A ver. En Química sacaste 16, salvaste el curso. En Religión sacaste 09.
Estaba a punto de regresar a mi carpeta cuando la música y las letras que salían despedidas de los audífonos me remontaron a las juergas de mi tía Elizabeth. Me quedé mirando los audífonos.
- Es Donna Summer.
Asentí. Le pregunté por la canción que sonaba.
- Es la mejor. “This Time I Know It`s For Real”.
Ella me entregó la caja del CD. Era el “Another Place And Time”. (Y me dijo después que se lo había regalado su novio, un aspirante a exorcista mucho mayor que ella.)
En esos años me había vuelto un fagocitador de música que no iba acorde con la onda febril de mis patas, y como empezaba a comprar música donde Javier ( pata a quien le debo enseñanzas rockeras impagables, cuyo puesto, junto a otros libreros y demás vendedores, estaba Quilca, entre Camaná y Belén), una mañana de sábado le pregunté por el “Another Place And Time”, él no demoró en ofrecerme todo un fecundo panorama de la música disco. Regresé a casa con dos cassettes: el de la Summer y el “Acto de magia” de Narcosis.
En estos años habré escuchado una que otra vez a la Summer, casi siempre en alguna discoteca o reunión de gentita cuarentona, pero como dije, la música de esta mujer irradia una sensorial magia imperecedera de ritmo y buen gusto, tan necesarios en las juergas de fin de semana de hoy en día. Y como soy un fervoroso creyente del azar, pues mi reencuentro con ella, en estas semanas, estuvo signado con el hecho de haberme topado, luego de muchos noviembres, con mi tía Elízabeth (cincuentona, pero regia) y mi tutora María Luisa H. (cuarentona, pero mamacita). Con la primera en una reunión familiar a la que fui obligado a ir bajo presión de mi padre, teniendo la idea de que solo me quedaría a lo mucho una hora, en la que conocí a una chica menor que yo (por solo seis años), que no tardó en presentarme a su padre, un gringo cincuentón que resultó ser el esposo de mi tía Elizabeth; con la segunda me topé en el óvalo Higuereta, me encontraba caminando por la Benavides soportando la inclemencia del puto sol cuando de lejos reconocí una silueta femenina que lidiaba con un cajero automático. ¿La razón de la cólera de esta mujer que de inmediato me remontó a mis clases de Historia Universal? Pues que su hijito, un chibolito de no más de seis años, había metido mal, como jugando, la tarjeta de crédito de su mamacita. La saludé, y como buen ex alumno la acompañé en todo el engorroso trámite de rigor, de paso que cuidaba las naturales inocencias de su hijo. Miré bien al chibolo, tenía los ojos de su mami, y se me dio por preguntarle cuántos hermanos tenía, me mostró cuatro dedos bañados en helado, que él era el menor…
Bueno, pues, les dejo con el video de la mejor canción de Donna Summer, “This Time I Know It´s For Real”.
1 Comentarios:
Ah su. ke wenas piernas de la morena Donna Summer. Me gustó el video.
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