Alonso Cueto
Las olas formaban una cinta, se diluían cerca de la orilla. El restaurante La Rosa Náutica, donde yo había comido con Miriam, parecía un palacio brumoso sobre el agua. La extensión acerada, los alzamientos circulares, las espumas largas sobre la orilla, el ingreso a la gran curva que se pierde en el cielo, las olas explosionando en un rapto de euforia, expirando en la playa y regresando desde lejos. Todo ocurría como a una gran distancia, en un gran velo de horror.
- El otro día fui a una academia cerca de tu casa -le dije-. Allí hay unas clases de preparación para la Universidad de Ingeniería. Te enseñan matemáticas y te preparan para el examen. Ahora, cuando regresemos pasamos por allí a ver si puedes empezar.
Creo que no me contestó. Pero cuando volteé, Miguel me estaba mirando. Me miraba de frente por primera vez, como creo que nunca lo había hecho. Entonces vi el reflejo marrón de los ojos, los ojos que había visto en la cama de ese hospital. A diferencia de ese día sin embargo, cuando me había dado media vuelta y lo había dejado allí para que se muriera, me quedé sentado junto a él, un largo rato, en silencio.
- Quería decirle algo -me dijo- ...hace tiempo.
- ¿Qué?
Miró al horizonte. El invierno se extendía sobre el mar y se perdía en el largo brazo de La Punta.
- Quería agradecerle -dijo-. Agradecerle. Nada más.
(De: LA HORA AZUL. Anagrama/Peisa, Narrativas Hispánicas, 2005. Imagen, fotografía de Dominique Favre, tomada de aquí.)
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