Lamento informarle - Joyce Carol Oates
Vía los correos electrónicos del editor David Abanto, doy con un texto estimulante de la prolífica escritora norteamericana Joyce Carol Oates (fácil a la fecha más de cien libros publicados, en algunos casos hasta dos o tres por año), grafómana incorregible para bien de los que gustamos de la buena literatura. De ella leí una novela, me acerqué A LA HIJA DEL SEPULTURERO, en principio, con mucho prejuicio que prefiero no detallar, para terminar rendido ante una historia de dimensiones épicas que me confirmó que la tradición novelística norteamericana es la Tradición que todo aquel que pretenda escribir novela debe al menos conocer en sus grandes nombres. JCO es una digna representante de la misma.
En Lamento informarle la escritora nos ofrece un conmovedor testimonio de cómo llegó a superar la muerte de su esposo Raymond Smith, con quien dirigió la referencial revista Ontario Review. Publicado el sábado 22 de mayo en Milenio, con traducción de Elisa Montesinos.
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Mi trabajo en la universidad es suplantar a “Joyce Carol Oates”. Aunque en rigor no la estoy suplantando, dado que “Joyce Carol Oates” no existe excepto como identificación de un autor. En los lomos de libros en los estantes de algunas bibliotecas y librerías se puede encontrar una OATES, pero éste no es un sustantivo.
No es una persona. No es una vida.
Una vida literaria no es una vida.
No es común el caso de una maestra que sea también escritora, y que, como maestra, la hayan contratado para suplantar a la escritora. Pero es lo que ocurre conmigo en Princeton, y no fue así, por ejemplo, en Detroit, donde mi identificación era “Joyce Smith” –“Señora Smith”.
En la vida de los maestros hay días de enseñanza, horas de enseñanza, como oasis o islas entre aguas turbulentas.
Los primeros días después de la muerte de Ray, no enseñé. Mis colegas insistían en que tomara un tiempo libre, incluso el semestre completo, pero yo estaba ansiosa de volver a mis talleres de ficción a la semana siguiente —febrero 27— para asistir a la lectura de Honor Moore y Mary Karr en nuestra serie de escritura creativa.
Esta “Oates” —esta yo cuasi pública— es apenas visible al espectador. “Oates” es una isla, un oasis, hacia la cual puedo remar esta mañana agitada, como en un bote incierto, con un remo inmanejable —el camino es arduo no porque el agua sea profunda sino porque está extendida, está llena de vegetación y el fondo del bote se enfrenta al peligro de las rocas—. Y aún —una vez que he remado a esta isla, a este oasis, a este centro calmo en el caos de mi vida— una vez que llego a la universidad, reviso mi correo y subo al segundo piso de Nassau 185, donde he tenido una oficina desde el otoño de 1978 —una vez que soy “Joyce Carol Oates” a la vista de mis colegas y estudiantes—, una suerte de escalofríos eufórico se mete en mis venas. No siento sólo confianza sino certeza de estar en el lugar correcto y de que es el momento correcto. La ansiedad, la desesperación, la ira que estaba sintiendo —ésa que ha transformado tanto mi vida— se desvanece de inmediato, como las sombras en un muro a la luz del sol.
Siempre me sentí así al enseñar, pero tras la muerte de Ray, quizá por estar más desesperada, me siento más fuerte al hacerlo.
Hasta que, con razonable éxito, pueda suplantar a “Joyce Carol Oates” no se dará el caso de que esté muerta ni jodida.
Ahora, por primera vez en lo que he llegado a pensar como mi “vida póstuma” —mi vida después de Ray—, me siento casi esperanzada, feliz. Pensando: Quizá la vida sea navegable. Quizá esto funcione.
Entonces recuerdo: esperanza era la emoción predominante que yo sentí —que ambos sentimos— durante la larga semana en que Ray estuvo hospitalizado. Esperar, en retrospectiva, suele ser una broma cruel.
“Esperanza es aquello con plumas”, dijo con valentía Emily Dickinson. Aquello torpe, vulnerable, vergonzoso. Pero ahí está.
Para algunos de nosotros ¿qué puede significar esperanza? Lo peor ya pasó, el cónyuge ha muerto, la historia se acabó. Y aún la historia no se acaba, claramente.
La esperanza puede sobrevivirse. La esperanza puede deslustrarse.
Todavía soy optimista respecto a enseñar. Cada semestre soy optimista y me comprometo por completo con mis estudiantes de escritura creativa, y cada semestre ha terminado bien —de hecho, muy bien— desde que empecé a enseñar en Princeton. Pero ahora creo que me concentro más intensamente en mis estudiantes. Tengo sólo veintidós este semestre —dos talleres y dos estudiantes avanzados a los que dirijo en la tesis de “creación”.
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Dedicada a mis estudiantes, a la enseñanza. Es lo que puedo hacer, algo de valor.
Escribir —ser escritor— siempre le parece al escritor un valor dudoso.
Ser escritor es rebelarse a la observación de Darwin de que mientras más especializada es una especie, más probable es su extinción.
La enseñanza —aún la enseñanza de la escritura— es algo totalmente diferente. Enseñar es una acto de comunicación, de simpatía —tender la mano—, un deseo de compartir conocimiento, destrezas, entendimiento con otros; una forma de permitir a otros entrar en la soledad del propio espíritu.
“Con mucho gusto él aprendía y con mucho gusto enseñaba”—así se expresa Chaucer sobre su joven pupilo en Los cuentos de Canterbury. Cuando un maestro se siente bien enseñando, es eso lo que experimenta.
Y así, en el taller de “ficción avanzada” de esta tarde, en una sala del segundo piso de Nassau 185, el edificio de arte de la universidad, ¡estoy gratamente aliviada al enseñar! Al estar de regreso entre estudiantes que no saben nada de mí. Por dos horas animadas y fascinantes soy capaz de olvidar las circunstancias de esta vida alterada radicalmente —ninguno de mis estudiantes podría adivinar, estoy segura, que la “profesora Oates” es una suerte de muñón abierto y sangrante cuyo cerebro, fuera del perímetro del curso, está en poder del caos.
Junto con los trabajos en prosa de varios estudiantes, discutimos en detalle, abriéndonos camino a través de la historia línea por línea, como si fuera poesía, la temprana obra maestra de Ernest Hemingway “Campamento indio”. Cuatro páginas escritas cuando el autor era poco mayor que estos estudiantes de pregrado de Princeton; descarnado y aparentemente autobiográfico, “Campamento indio” nunca falla en impresionarlos.
Qué extraño es, qué extrañamente reconfortante, leer grandes obras literarias a lo largo de nuestras vidas, en fases tan diferentes —mi primera lectura de “Campamento indio” fue en la secundaria, cuando tenía quince años; cada nueva lectura ha sido reveladora de diferente manera. Ahora, esta tarde, en esta nueva fase de mi vida, cuando me parece evidente que mi vida terminó, me impresiona de nuevo la precisión de la prosa de Hemingway, tan exquisita como el engranaje de un reloj. Pienso que de todos los escritores clásicos norteamericanos, Hemingway es el que escribe exclusivamente de la muerte, en sus múltiples formas. “El hombre de acción perfecto es el suicida”, comentó una vez William Carlos Williams, y ciertamente esto fue real en Hemingway. En una de sus típicas historias los primeros planos y el fondo aparecen resueltamente borrosos, así como los contornos de los rostros de los personajes y su pasado, como en esos sueños de tremenda simpleza en los cuales la revelación descarnada es el punto, y el tiempo para digresiones se ha ido.
En un campamento indio en el norte de Michigan a donde el padre de Nick Adams, un médico, ha sido llamado para ayudar en un parto difícil, un indígena se suicida cortándose la garganta en la cama de arriba de una litera, mientras su esposa da a luz en la cama de abajo. El joven Nick Adams es testigo del horror —antes que su padre pueda sacarlo de la escena, Nick lo ve examinar la herida del indígena echándole la cabeza hacia atrás.
Luego, camino hacia los botes para regresar a su casa, Nick le pregunta al padre por qué el indio se mató, y el padre dice: “No lo sé, Nick. No soportó más, supongo”.
Ninguna teoría del suicidio, ningún discurso filosófico en el tema, es tan revelador como estas palabras: No soportó más, supongo.
Qué conmovedor si se considera que Hemingway se mataría con una escopeta algunas décadas más tarde, a los 62 años.
El suicidio, tema tabú. En 1925, cuando “Campamento indio” fue publicado por primera vez en el primer libro de Hemingway En nuestro tiempo, era más tabú que ahora.
El suicidio es un asunto que fascina a los estudiantes. El suicidio es tema de buena parte de sus historias. A veces el elemento suicida satura tanto la historia que es difícil discutir el texto sin considerar de verdad el tema, y el significado para el autor.
No es que muchos de estos jóvenes escritores “consideren” suicidarse —estoy segura— pero todos conocieron a alguien que se ha matado.
A veces han sido amigos, contemporáneos de la misma escuela o universidad.
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No es probable que yo lleve estos asuntos personales a la discusión de los talleres, asimismo nunca discuto mi vida ni mi escritura. Alcancé la mayoría de edad en los 60, cuando la línea fronteriza entre “maestro” y “estudiante” se volvió peligrosamente porosa, pero no soy esa clase de maestra.
Mi intención al enseñar es refinar mi propia personalidad fuera de la existencia, o cerca —mi propio “yo” no es nunca un factor en mis clases, menos aún mi carrera; me gusta pensar que muchos de mis estudiantes no han leído mi trabajo.
(Los escritores/maestros visitantes en Princeton —pienso en Peter Carey, por ejemplo, y en el cómico aire herido de su rostro— quedan invariablemente estupefactos/alicaídos al comprobar que sus estudiantes no están exactamente familiarizados con su obra; pero yo soy más dada a sentir alivio.)
No es exagerado si digo que este semestre de la muerte de Ray mis estudiantes me mantendrán viva.
Junto con mis amigos, un pequeño círculo, esto “me permite continuar”. Estoy segura que mis estudiantes no tienen idea de las circunstancias de mi vida, y que no tienen curiosidad por saberlas; tampoco voy a insinuarles lo que siento, bajo ninguna circunstancia: cómo temía el final del día de clases y el retorno a mi disminuida vida.
Es materia de orgullo —o, casi— que esta tarde en el taller no me comporte o parezca más diferente que nunca en el pasado. En el diálogo con los estudiantes no les he dado razón para sospechar que hay algún problema en mi vida.
En el pasillo de mi oficina están dos de mis estudiantes de escritura del semestre pasado. Uno de ellos, que fue soldado en el ejército israelí, levemente mayor que la mayoría de los estudiantes de pregrado en Princeton, dice con torpeza. “¿Profesora Oates? Oímos de su esposo y quería decirle cuánto lo sentimos… Si hay algo que podamos hacer…”
Me sorprende por completo, no lo esperaba. Rápidamente le digo al joven que estoy bien, que es muy amable de parte de ellos, pero que estoy bien…
Cuando se van cierro la puerta de mi oficina. Tiemblo, estoy profundamente conmovida. Pero más que nada en shock. Pensando: lo supieron todo el día. Todos deben saberlo.
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Gracias por su propuesta.
Lamento informarle que, debido a la inesperada muerte del editor Raymond Smith, Ontario Review dejará de publicarse después del número de mayo del 2008.
Imprimí varios cientos de esos papelitos azules pocos días después de la muerte de Ray.
Es una medida de mi concentración fracturada en esos días —pese a mi reputación de prolífica bajo cualquier circunstancia— que numerosos borradores hayan sido necesarios para redactar esta melancólica carta de rechazo.
Originalmente escribí Muerte inesperada pero luego, releyéndolo, pensé que sonaba demasiado melodramático o autocompasivo. O subjetivo.
Porque ¿para quién resultaba inesperada la muerte de Raymond Smith; y por qué debería importarles a los totales extraños? ¿Por qué deberían los totales extraños ser informados?
Inesperada fue eliminada por eso. Pero más tarde, después de tantas horas y borradores que me avergonzaría decirlo, inesperada se reinsertó.
Lamento informarle la inesperada muerte de Raymond Smith.
Levemente trastornada, como un gran insecto volador atrapado en un espacio pequeño estas palabras se movían agitadamente y tropezaron al interior de mi cráneo por demasiado tiempo.
Porque sabía —lo dictaba el sentido común— que no tenía opción: tendría que interrumpir Ontario Review, que Ray y yo editamos juntos desde 1974. Era desgarrador pero no veía alternativa —noventa por ciento del trabajo editorial en la revista y el cien por ciento del trabajo de publicación y financiamiento eran competencia de mi esposo.
Comenzamos la publicación bianual de Ontario Review: una revista norteamericana de las artes mientras vivíamos en Windsor, Ontario, y enseñábamos juntos en el Departamento de Inglés de la Universidad de Windsor. Tenía la idea de que, como las “pequeñas revistas” habían sido parte integral en mi carrera de escritora, yo debía ayudar a financiar la nuestra; además Ray y yo estábamos interesados en promover el trabajo de excelentes escritores que conocíamos en Canadá y Estados Unidos. Nuestra intención era publicar a escritores canadienses y estadunidenses sin hacer distinción entre ellos, lo que era la agenda especial de Ontario Review.
Nuestro primer número, en otoño de 1974, fue recibido con gran interés por el mundo literario de Canadá —no porque fuera una reunión extraordinaria de talentos norteamericanos (lo que creíamos que sí era) sino porque en ese tiempo había muchos más escritores y poetas que tenían entrada asegurada en Canadá—. Tuvimos la fortuna de publicar una entrevista con Philip Roth así como ficción de Bill Henderson, que pronto se convertiría en el fundador del legendario Premio Pushcart: lo mejor de la prensa independiente, y de Lynne Sharon Schwartz, antes que ella publicara su primer libro de ficción. Como muchos de los editores que recién comienzan, les pedimos a nuestros amigos que escribieran para nosotros, y nuestras “breves reseñas” —de libros de Paul Theroux, Alice Munro y Beth Harvor, todos en ese entonces prácticamente desconocidos— llevaban la firma “JCO”.
Iniciar una revista literaria no es aventura para pusilánimes o para quienes se desalientan con facilidad. Ni Ray ni yo sabíamos qué esperar. La primera experiencia de Ray con un impresor fue cercana al desastre —el impresor nunca había impreso algo más ambicioso que un menú para un restorán chino—, las pruebas estaban plagadas de errores que requirieron horas del tiempo y la paciencia de Ray para corregirlas; y cuando los ejemplares fueron finalmente impresos, por alguna razón que nunca entendimos, algunos venían manchados con huellas digitales ensangrentadas.
Desearía poder recordar las palabras exactas de Ray cuando abrió ansioso la caja de la imprenta y vio el misterioso tinte en las portadas. Quiero pensar que él dijo algo gracioso, pero probablemente lo que salió de su garganta se parecía más a un sollozo.
Y es muy probable que yo, inútilmente, dijera ¡Oh cariño! ¡Cómo diablos ocurrió esto!
Examinamos con cuidado cada uno de los ejemplares para eliminar los que estaban dañados —otro esfuerzo que requirió horas—. Exactamente cuántas copias de este primer número había impreso Ray, no puedo recordarlo: ¿tal vez mil?
(Si es que fueron mil, la mayoría nunca se vendió. Las regalamos, sin duda. Y, en parte, les pagamos a los colaboradores con suscripciones por tres años. Pasarían años antes que Ontario Review tuviera una circulación de mil ejemplares.)
Nuestro segundo número salió con menos problemas que el primero.
Con un poco de buena suerte —yo le había escrito a Saul Bellow, a quien apenas conocía, pidiéndole una colaboración— tuvimos una “auto entrevista” de Bellow, que más o menos coincidió con El legado de Humboldt. (Cuando el agente literario de Bellow descubrió que Saul nos había enviado esa pequeña joya trató de recuperarla, pero era muy tarde; le dijimos que ya estábamos en prensa). Publicamos trabajos de la escritora canadiense Marian Engel, y poesía de Wendell Berry, David Ignatow, César Vallejo (en traducciones) y Theodore Weiss (destinado a ser nuestro gran amigo después que nos trasladamos a Princeton en 1978).
En 1984, cuando ya llevábamos varios años en Princeton, y Ray había renunciado a enseñar para dedicarse tiempo completo a su trabajo de editor, decidimos expandir nuestra pequeña empresa incluyendo la publicación de libros. (¿Por qué? Una “arriesgada mezcla de idealismo y masoquismo” fue la curiosa explicación de Ray.) Ni la revista ni la editorial lograron nunca ganancia alguna, éramos una empresa decididamente “sin fines de lucro”; nuestros proyectos fueron financiados en forma privada, con mi salario de la Universidad de Princeton y otras azarosas fuentes de ingreso.
En los 80 las librerías estaban aún suscritas a revistas literarias y compraban libros de poesía, situación que cambiaría drásticamente en los 90. En los círculos editoriales Ontario Review pronto fue un ascendiente, una suerte de afiliado ilustre para pequeñas revistas literarias en los Estados Unidos, Paris Review, Kenyon Review, Quarterly Review of Literature, y Ray Smith era el editor “jefe” en aquellas publicaciones.
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